Al verlo, el Niño Jesús sonrió de modo encantador y alargó susadorables manitas para coger aquellas luces tan centelleantes.
El abeto no cabía en sí de gozo…
La temporada navideña siempre despunta con una euforia de colores y alegría; las casas y calles se engalanan para celebrar el acontecimiento más grande de la humanidad: el nacimiento del Salvador. Se cantan sublimes y armoniosos villancicos para arrullar al Niño Dios. Los abetos, siempre verdes, son ataviados con hermosos y vistosos adornos, con luces, con chocolatinas, con dulces.
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El abeto se conservaba verde y exuberante en mitad de un bosque de árboles congelados, y parecía reinar en aquella soledad
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¿Quién no habrá disfrutado, desde su infancia, montando un árbol de Navidad en su casa? Sin embargo, muchos niños se preguntarán: ¿quién tuvo la idea de decorar el primer árbol la víspera de Navidad? Recordemos el origen legendario de esta bonita costumbre navideña.
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Era de noche. La naturaleza dormía bajo un manto blanco, suave y gélido en las lejanas tierras de Oriente. Las estrellas centelleaban en las alturas y la luna parecía competir en blancura y brillo con la nieve. Los árboles lloraban, despojados de hojas y flores, y sus lágrimas congeladas colgaban de las ramas, semejando diamantes relucientes a la luz de la clara luna. No obstante, un árbol se conservaba verde y exuberante: era el abeto, que a pesar del hielo y del frío invernal nunca perdía su follaje y parecía reinar en aquella soledad.
Pero, ¿todo dormía? No. En una pobre y fría gruta de los alrededores una joven virgen, de extraordinaria belleza, velaba junto con su casto esposo. En pocos minutos sería Madre. Medianoche. De forma milagrosa -porque no era un niño cualquiera- nacía el Bebé. Era al mismo tiempo Dios y hombre, criatura frágil y tierna, sin embargo, era el Ser eterno y todopoderoso, el Salvador de la humanidad prometido a los profetas y anunciado por ellos: ¡Jesús, el Hijo de Dios y de María!
En ese momento se oye una melodía desconocida
En un instante el cielo se llena de luces, colores y sonidos extraordinarios, y aparece una multitud de ángeles que anuncian el nacimiento del Redentor cantando: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad". La naturaleza, hasta entonces seca y congelada, de repente empezó a tomar vigor como si fuese primavera.
Los árboles renovaron sus hojas y sus flores quedando más bonitos que antes. Todo se volvía colorido y perfumado. Los más variados animales, pequeños y grandes, salieron de sus refugios para jugar felizmente en la nieve, cubierta ya de vida. Los pájaros abandonaron sus nidos para cantar las más bellas armonías a su Creador hecho hombre.
También entre los árboles la alegría era generalizada, pues todos querían alabar este maravilloso nacimiento y todos tenían algo que ofrecer al Niño Dios, que acababa de nacer.
Sólo uno, entre los árboles, está triste y cabizbajo: el abeto. Era el único que permanecía verde en medio del invierno. Con todo, ahora, es el único que no tenía flores, ni frutos con los que ofrendar a Jesús. Sus ramas estaban cubiertas de hojas, es verdad, pero pinchaban y parecían espinas, y no le permitían acercarse al recién nacido, pues herirían su suave y delicada piel.
Los demás árboles se compadecían de su desventura, pero no podían hacer nada. Y el abeto gemía en voz baja, sin que hubiera nadie a quien recurrir… ¿De verdad que no habría nadie que pudiera remediar su tristeza? Las estrellas, desde lo alto, resplandecían con más fulgor y de esta manera también alababan al Niño Jesús. Y al iluminarlo todo, se dieron cuenta de que en la Tierra había alguien que no participaba de la misma felicidad de todos. Era el pobre abeto que se sentía inútil y avergonzado.
Entonces se miraron unas a otras con pena y la más grande y más brillante propone: – ¿Vamos a ayudarle? Tenemos tanta luz y somos tantas que bien podríamos prestarle un poco de nuestra luminosidad, pues de este modo él tendría algo que ofrecerle al Niño Dios. Todas aceptaron la propuesta y, con la rapidez del relámpago, se lanzaron sobre el abeto, que se quedó asustadísimo, pensando que se incendiaría. Pero el susto pasó enseguida y, en un instante, se vio todo cubierto de brillantes estrellas de todos los colores. ¡Qué alegría! Ahora sí que era digno de presentarse ante el Divino Infante para alabarle con ese maravilloso titilar.
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Decorado por las estrellas del cielo el abeto podía, finalmente, alegrar al Niño Jesús
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Al verlo, el Niño Jesús sonrió de modo encantador y alargó sus adorables manitas para coger aquellas luces tan centelleantes. El abeto no cabía en sí de gozo… Por fin, después de tanta tristeza, tenía un obsequio que hacía sonreír a su Creador.
Desde entonces en todos los cumpleaños del Niño Jesús las estrellas, sin faltar una sola vez, se desprendían del firmamento para posarse en las ramas de todos los abetos de la Tierra y se entregaban, estrellas y abetos, como regalos al Niño Dios.
Cuando Jesús subió a los Cielos, las estrellas ya no bajaban más a la Tierra para adornar a los abetos. Subían más alto aún de lo que ya estaban para quedarse más cerca de Dios Humanado y, de alguna forma, embellecer aún más aquella fiesta eterna. No obstante, en la Tierra, para recordar tal prodigio, los niños empezaron a decorar los abetos en tiempo de Navidad, con bolitas coloridas, estrellas relucientes y todo tipo de adornos y golosinas, como ofrenda de sus inocentes corazones para alegrar el Corazón del pequeño Salvador.
Sepamos nosotros también, en esta Navidad, ofrecer lo que tenemos de mejor a ese Dios hecho Niño para que nos abra las puertas del Paraíso perdido por el pecado, a la espera del momento en que podamos participar con Él, su Santísima Madre y San José, del gran banquete de la vida celestial.
Por la Hna. Tammie Laura Bonyun, EP