¿Cuántos años tendría aquel monje solitario? Tal vez más de cien, imposible decirlo con exactitud. Su larga barba le llegaba más allá de la cintura, retando al viento y brillando al sol.
Ves aquellas montañas, más allá de aquel bello lago azul? Pues bien, hace siglos, aquella era una región agreste y casi olvidada. Aprovechando la soledad proporcionada por los montes y bosques, una orden de monjes observantes edificó allí su abadía, la cual, en aquellos buenos tiempos, llegó a contar con más de doscientos religiosos.
Entre ellos había un buen fraile llamado Alexandrino, hombre culto que procuró aproximarse a Dios estudiando las Sagradas Escrituras y los venerables textos que nos dejaron los sabios doctores del pasado. Durante años creció en saber, pero también en virtudes.
Sin embargo en un momento dado constató que había alcanzado los límites de su propia inteligencia, a la vez que las inconmensurables enseñanzas y los misterios cristianos seguían su vuelo rumbo al infinito. Comenzó entonces a sentirse afligido, pues sentía una gran satisfacción en comprender todo lo que sometía al análisis de su inteligencia.
Su aflicción se agravó cuando, un determinado día, analizó con especial atención este pasaje latino que canta la virginidad de María: Post Jartum, Virgo, inviolata permansisti (Después del parto, oh Virgen, permaneciste intacta).
— ¿Y entonces?… ¿Será así de verdad?
—se preguntaba Fray Alexandrino.
Se decidió entonces a buscar un mayor esclarecimiento en los libros, y aunque consultó por decenas en los más renombrados doctores, juzgó que aún no estaba plenamente satisfecha su duda. No vamos a alargarnos más… baste decir que la sospecha es como una enfermedad contagiosa, y a partir del momento en que el monje vaciló en este punto doctrinal, la duda poco a poco lastró su alma, y a los pocos meses naufragaba en un amargo torbellino de desconfianzas y dudas.
Sufría en solitario, pues tenía vergüenza de revelar a los otros su tumulto interior. Pero un día, cuando paseaba por el jardín, vio un longevo hermano converso cuidando de las flores. “Con este pobrecito, no habrá mal en conversar. Desde luego él no se reirá ni se escandalizará con los problemas que me preocupan”. Pensando de esta manera entabló conversación con el anciano jardinero.
Después de algún tiempo, el hermano converso —sonriendo y sin parar de podar los rosales— le dice, con su característica sorna campesina:
— Está claro, hermano… me parece que en los libros usted no va a encontrar las respuestas a esas preguntas.
¿Por qué no va a preguntar al beato Egidio?
— ¿Beato Egidio? ¿Quién es? No conozco a ese hombre.
— Claro que le conoce. Vive allí en la cima de la montaña, hace más de sesenta años, rezando y haciendo penitencia. Es un monje, un eremita solitario. ¡Un santo! Vaya allá, yo estoy seguro que no será un viaje inútil…
Fray Alexandrino reflexionó un instante, encontrando sensato el consejo del hermano jardinero. No perdió tiempo. Pidió autorización al superior y la mañana siguiente, antes de rayar la aurora, se encaminó hacia la montaña.
* * *
Era una caminata larga y fatigosa. Después de horas subiendo por la pedregosa ladera, avistó bajo las lejanas llanuras entrecortadas por ríos que vistos desde lo alto no pasaban de estrechos hilos serpenteantes. Por fin, llegó a la puerta de la gruta donde, como le habían indicado, vivía el virtuoso anacoreta.
No tuvo que esperar. Parecía que el eremita Egidio lo estaba esperando, tan rápidamente apareció la orla de su abrigo. ¿Cuántos años tendría? Tal vez más de cien, imposible decirlo con exactitud. Aunque marcada por la edad, la cara era de una blancura impresionante, superada apenas por el blanco inmaculado de la larga barba que le pasaba de la cintura, enfrentando al viento y brillando al sol.
Fray Alexandrino abrió la boca para hablar, pero, antes de pronunciar cualquier palabra, el eremita le dijo:
¡Hermano, la Santísima Madre de Dios, María, fue virgen antes de darnos a Jesús!
Al decir esto, golpeó con su bastón el suelo.
¡Cuál no fue la sorpresa del inseguro monje al ver brotar un hermoso y blanco lirio en el mismo lugar donde Egidio golpeara! Éste volvió a golpear la tierra, afirmando:
¡Hermano, la Santísima Madre de Dios, María, fue virgen al darnos a Jesús!
Inmediatamente surgió un segundo lirio, más bello que el primero.
Por tercera vez, el hombre de Dios golpeó el suelo con su bastón, exclamando:
¡Hermano, la Santísima Madre de Dios, María, fue virgen después de darnos a Jesús!
Y en ese momento apareció otro extraordinario lirio, que en belleza y blancura superaba a los dos primeros.
Fray Alexandrino cayó de rodillas, mudo de pasmo y maravillado ante el milagro que se estaba produciendo ante sus ojos. Mientras, el monje Egidio continuó:
— Sin embargo… ¡cuando un hombre pretende hacer que quepa la grandeza de Dios en los estrechos límites de su inteligencia, se arriesga peligrosamente a ver marchitar en su corazón el precioso don de la fe!
No había acabado de pronunciar esas palabras y los tres magníficos lirios se marchitaron al mismo tiempo, volviéndose cenicientos y resecos.
Comprendiendo que esos lirios eran símbolo de la virtud de la fe marchitada en su alma invadida por la duda, el infeliz Fray Alexandrino se inclinó, cubrió su rostro con las manos y derramó amargas y abundantes lágrimas.
Impasible, el austero solitario continuó: Pero bien, procuraste la ayuda de tus hermanos reconociendo no tener en ti fuerzas para superar tus males.
De esta manera practicaste uno de los actos que más agrada a nuestro Creador: la humildad. Hermano, el arrepentimiento sincero atrae el perdón de Dios, cuya gracia puede restaurar nuestras almas, haciéndolas hasta más bellas de lo que eran antes de la falta.
En ese momento, los tres lirios se restauraron milagrosamente, volviéndose todavía más blancos y vigorosos de lo que habían sido poco antes.
* * *
Dicho esto, el beato Egidio, sin más, entró calmada y serenamente en su pobre gruta, dejando al monje atónito y sin palabras, delante de los magníficos lirios recompuestos. Fray Alexandrino se sintió entonces invadido por una profunda paz. Todas sus dudas desaparecieron, dando lugar a una ardorosa fe y a una tierna devoción a María Santísima, como nunca experimentara anteriormente. Con todo cuidado, guardó los tres preciosos lirios hasta el fin de su vida, como testimonios irrefutables de la perpetua virginidad de la madre de Dios, de la cual se convirtió en incansable apóstol, pues a partir de entonces jamás dejó de predicar, con palabras inflamadas de amor, esa verdad de fe que antes le causara gran tormento y ahora le producía inefable dulzura en el corazón: Post partum, Virgo, inviolada permansisti.