A la salida de la audiencia con el rey, Edmundo recibió de la reina un chinarro ceniciento e insignificante. El príncipe, su hijo, deseaba que fuera transformado en una hermosa gema… ¿Qué hacer para no decepcionarlo?
Comenzaba el mes de febrero y el reino se encontraba en plenos preparativos para celebrar el cumpleaños de la reina Amelia. Su esposo, el rey Federico, deseaba regalarle una nueva corona, en la que sería incrustado un magnífico diamante procedente de las legendarias tierras de la India.
La gema, sin embargo, aún necesitaba ser tallada y pulida. Para la ejecución de tan fino trabajo el soberano decidió recurrir a un joyero llamado Edmundo, el cual había estado recientemente en palacio ofreciendo sus servicios.
Al día siguiente, a primera hora, un caballo hermosamente enjaezado se detenía ante la puerta de su modesto taller. De él se apeó un mensajero real con la orden de llevar al artesano sin tardanza al castillo. Una vez allí, mientras Edmundo aguardaba a que le llamaran, un noble niño se le acercó y le preguntó en tono amable:
—¿Por acaso está usted esperando una audiencia con mi padre?
—Sí, alteza —le respondió haciendo una respetuosa reverencia. Soy joyero y Su Majestad me ha convocado para hacerme un encargo.
—¿Joyero? ¿Qué hace un joyero? ¿Vende joyas?
—También las vendemos… Pero eso es lo menos importante en nuestra profesión. Elaborar artísticas piezas de orfebrería exige mucho trabajo y, sobre todo, bastante paciencia. A veces llega a nuestras manos una piedra en bruto en cuyo interior hay una gema preciosa. Tenemos que ir quitando con mucho cuidado varias capas de impurezas hasta que finalmente nos encontramos con un maravilloso rubí, o un zafiro, o un topacio…
“¿Qué hace un joyero? ¿Vende joyas?”
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—O sea, que usted recibe una piedra fea ¡y la trasforma en algo fascinante…!
Antes de que pudiera responderle, el mayordomo le avisó de que el rey ya le estaba esperando. Y los ojos del pequeño príncipe brillaban…
—¡Ajá, tengo una idea! —exclamó corriendo hacia el jardín.
Instantes después el rey Federico le explicaba a Edmundo el delicado servicio que deseaba encargarle y le entregó un diamante para que lo tallara. El joyero jamás había visto uno tan grande. Lo guardó con mucho cuidado en su bolsa y, tras despedirse de Su Majestad, se fue con paso presuroso para empezar el trabajo.
A la salida se encontró con la reina que se dirigió a él con mucha bondad y cierto aire de vacilación, mientras tenía en sus manos un chinarro ceniciento e insignificante:
—Sin duda, usted debe ser el joyero que ha estado ahora con mi esposo. Mire, mi hijo, el príncipe Juan, me dio hace un rato este pedrusco y me ha pedido que se lo entregara a usted. Según me dijo, un joyero puede transformarlo en una gema preciosa. Al parecer no ha entendido muy bien sus explicaciones acerca de su oficio… De cualquier manera, le ruego que me haga el favor de hallar algún medio para no decepcionarlo.
Tratando de esconder su desconcierto, el artesano se llevó consigo la tal piedra y le dijo:
—¡Con mucho gusto, Majestad! ¡Haré todo lo que pueda para atender sus deseos!
Retornó a su taller, pero no sabía con claridad qué hacer: por una parte, le esperaba un valiosísimo diamante a ser tallado en un corto espacio de tiempo; por otra, tenía que buscarle una solución satisfactoria a ese mezquino guijarro que le había entregado la soberana…
Aunque, en medio de su aflicción, pensó: “La cuestión está en que no tengo que perder el tiempo con lamentaciones. Le voy a confiar el trabajo a la Santísima Virgen, la Reina por excelencia, y a mi ángel de la guarda”.
Se puso manos a la obra y le dedicó a la magnífica gema una esmerada labor que duró varios días.
Una tarde, mientras contemplaba la belleza del estupendo diamante ya tallado, vio a través de sus caras el mediocre pedrusco, que había quedado olvidado en uno de los estantes… Y se dijo para sí:
En medio de la noche una intensa luz iluminó el taller de Edmundo
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—Tomando en consideración el deseo del príncipe y las palabras de la reina, al menos voy a intentar labrarlo a ver qué sale.
Sus esfuerzos, claro está, ¡fueron en vano!… Por más que trataba de tallarlo y pulirlo lo único que conseguía era que su tamaño disminuyera. Sus vecinos y familiares le decían:
—¡Anda ya, qué locura! Una piedra como esa nunca se transformará en una gema de valor. ¡Desiste de ese disparate!
Y Edmundo contestaba:
—De hecho, si este chinarro pensara, creería que está en las manos de un loco torturador. Sabría que jamás lograría llegar a ser una piedra preciosa…
Cuando faltaban tan sólo dos días para la fiesta, el artesano decidió hacer un acto de fe y pedirle a la Virgen un milagro. Y antes de retirarse, rezó fervorosamente esta oración:
—¡Oh María Santísima, sois Madre y Reina! No tengáis en cuenta mis defectos ni el escaso valor de esta miserable piedrecita. Pensad, no obstante, en el noble deseo del inocente príncipe y en el anhelo que su bondadosa madre tiene de agradarlo. Por eso, ¡os ruego un milagro para alegrar a ese niño!
En medio de la noche una intensa luz iluminó el taller de Edmundo. Procedía de un esplendoroso ángel; al tocar el bruto pedrusco lo transformó en una hermosa piedra, como nunca se había visto en esta tierra…
Encantada, la reina quiso conocer del propio Edmundo la explicación sobre cada una de las gemas
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El día del cumpleaños de la reina, el joyero fue invitado a la solemne entrega de los regalos. Llevados por unos pajes en ricos cojines, fueron presentados a la soberana en el salón, en un largo cortejo finalizado con la preciosísima corona ofrecida por el rey.
Encantada, la reina quiso conocer del propio Edmundo la explicación sobre cada una de las gemas que la componían y él empezó realzando la pureza y transparencia del valioso diamante que la remataba. Pero enseguida el pequeño príncipe le interrumpió y le preguntó:
—¿Y la piedra que le mandé, también está en la corona?
Entonces el joyero se volvió a los monarcas y les reveló:
—¿Ven esta piedrecita tan luminosa colocada justamente en medio de la parte frontal? A pesar de ser diminuta, ¿no es la gema más fulgurante de todo el conjunto? Pues bien, se trata de aquel chinarro ceniciento y mezquino. El brillo que ahora ostenta no es fruto de mis esfuerzos, sino de un milagro venido del Cielo.
Y narró lo sucedido aquella noche. Estupefacto, el rey se dirigió a todos con estas sabias palabras:
—He aquí, hijos míos, un prodigioso episodio que nos muestra cómo debemos confiar en la Madre de la Divina Providencia. Por más que nos sintamos insignificantes como pedruscos, si nos ponemos en las manos de María, Ella puede en un instante transformarnos en una de las más valiosas piedras de su corona