La niña de la “mano seca”

Publicado el 09/23/2019

Mientras aquel vocerío resonaba en sus oídos, Isabel miraba su mano curada, sin saber qué rumbo tomar. ¿Sería realmente un farsante el dulce Maestro a quien tanto deseaba servir?

 


 

Sentada a las orillas del lago de Genesaret, una joven llamada Isabel trabajaba con ahínco en la confección de redes de pesca. Aunque conocía el arte tan bien o mejor que las otras niñas, encontraba un gran obstáculo para desempeñar sus quehaceres: desde pequeña padecía de parálisis en la mano derecha. A causa de eso le habían puesto en su pueblo el mote de “mano seca”. Pero el rechazo y el desprecio que sufría, incluso por parte de algunos de sus parientes, le dolían más que esa minusvalía suya.

 

Avergonzada, intentó cogerlo con la mano

izquierda, pero Juan lo retiró y meneó la cabeza…

Cierta mañana, el silencio de la región, solamente roto por el leve balanceo de las olas del lago, fue interrumpido bruscamente por gritos que venían de lejos. Asustada, Isabel reconoció la voz de su amiga, Miriam, que se acercaba a ella con mucha prisa:

 

—¡Isabel, Isabel! ¡No te lo imaginas! ¡No te lo vas a creer!

 

—¿Qué ha ocurrido, Miriam?

 

Ansiosa, dejó caer al suelo el hilo y la aguja, mientras su amiga, jadeante, intentaba terminar de hablar:

 

—Fui a buscar agua al pozo y de los labios de todos los que me encontré por el camino oía lo mismo: ¡Hay un profeta en Israel! ¡Ha hecho milagros grandiosos! Dicen que cura toda clase de enfermedades…

 

Isabel se estremeció interiormente: “¡Entonces hay esperanza para mi dolencia! ¿Cómo será ese profeta tan poderoso, al que hasta las enfermedades le obedecen?”. Miriam, impaciente al ver a su amiga tan pensativa, le insiste:

 

—¡Vamos, Isabel! ¿Qué estamos haciendo aquí todavía? ¡No quiero perder esta oportunidad que sólo puede haber venido del Cielo!

 

Las dos jóvenes salieron por las calles y plazas en busca de aquel rabí. Anduvieron, anduvieron y anduvieron, preguntando por él, hasta que al final del día, ya exhaustas, se encontraron con una multitud sentada sobre la hierba. Estaban comiendo pan y peces.

 

Acercándose a una mujer, Isabel le dijo tímidamente:

 

—Discúlpeme, señora. ¿Qué está pasando?

 

—¡Ay, mi niña! ¿Eres la única que no lo sabe? Jesús le pidió a sus discípulos que nos dieran de comer. Únicamente tenían cinco panes y dos peces, pero el Maestro les ordenó que los distribuyeran… y no sólo ha alcanzado para todos nosotros, ¡sino que ha sobrado! Mira, he cogido incluso para mis niños que están resfriados y no han podido venir.

 

“¡Madre mía! ¡Qué milagro! Jesús no puede ser una persona corriente. ¡Cómo me gustaría servir con todo mi ser a ese enviado de Dios!”, pensaba Isabel, admirada. No obstante, la niña bajó tristemente la cabeza, imaginando que al tener la “mano seca” aquel hombre tan grandioso no gustaría de ella.

 

Con los ojos llenos de lágrimas, Isabel vio que se le acercaba un joven discípulo, cuya mirada transmitía la pureza de su alma y el amor que le abrasaba el corazón: era Juan, el apóstol. Cogiendo uno de los panes que llevaba consigo, lo alargó hacia la mano paralizada de la niña.

 

Avergonzada, intentó cogerlo con la mano izquierda, pero Juan lo retiró y meneó la cabeza. Muy desconcertada y sin entender nada, hizo un gran esfuerzo para, ayudándose con el otro brazo, llevar la mano derecha hasta el pan y —¡oh prodigio!—, cuando lo tocó, ¡quedó enteramente curada!

 

—¡Qué milagro impresionante! —exclamó Isabel—. ¡No sé ni qué decir! Ahora, sí, podré tejer redes sin dificultad alguna y mucho más que eso, podré ofrecerme para servir al Maestro, sin miedo a ser rechazada. ¿Con qué palabras, oh discípulo, podré agradecérselo?

 

—No me lo agradezcas a mí — respondió el apóstol—, sino a Jesús. Yo he sido sólo su instrumento.

 

“¡Vaya! Si así es el discípulo, ¿cómo será el Maestro?”, pensaba Isabel. Y salió corriendo al encuentro de Jesús. Sin embargo, enseguida se vio impedida de continuar: una aglomeración de gente se disputaba un lugar, haciendo totalmente imposible acercarse a Él. Miriam, menos arrebatada y actuando como portavoz de la sensatez, le dijo:

 

—Isabel, sé que tu mayor deseo es quedarte junto a Jesús… Hoy, infelizmente, no conseguirás hacerlo. Es mejor que volvamos mañana. Y Jesús también necesita descansar…

 

El argumento la convenció. Al día siguiente, se levantó muy temprano y marchó hacia el ansiado encuentro con el Maestro. Pero estando ya cerca se encontró con un grupo de descontentos. Unos lloraban, otros gritaban, muchos se quejaban:

 

—¡Ha llegado el momento de acabar con esa farsa!

 

—¡Grandes milagros, grandes hombres…, siempre termina en una gran decepción! Hay que desconfiar…

 

—Mandar comer carne humana, ¡¡¡eso es intolerable!!!

 

—¡¿Beber su sangre, comer su carne?!… ¡Pobre de él, ha enloquecido!

 

—En realidad, yo sólo vine a causa del pan que repartió ayer. Estaba delicioso…

 

—Y los milagros que hace… ¿no será cosa del demonio?

 

Cada palabra era una puñalada en el corazón de Isabel. ¿Quién sería, de hecho, su ya tan amado Jesús? Sentada en una piedra, la niña se quedó bloqueada y perpleja.

 

Mientras aquel vocerío aún resonaba en sus oídos, la joven miraba su mano curada, sin saber qué rumbo tomar. Muchas de aquellas personas eran vecinos y conocidos, gente en la cual sus padres y familiares confiaban. ¿Sería realmente un farsante el dulce Maestro a quien deseaba servir? Y aquel discípulo tan bondadoso, ¿habría recurrido a los poderes del Maligno para curarla?

 

Inclinándose, empezó a llorar. De repente sintió una mano suave como la seda que se posaba sobre su hombro. Con el corazón embargado por la duda y por la incertidumbre, se giró, inquieta, y se encontró con una mirada serena, afectuosa, repleta de dulzura, que clavaba sus ojos en ella con indecible cariño. Era una hermosa y distinguida señora.

 

— Isabel, hija mía… Sorprendida y encantada, la joven le preguntó:

 

—¿Usted sabe mi nombre?

 

—No sólo tu nombre, sino también la gran duda que te asola. Hijita, te doy un consejo: no dejes que las voces del mundo hagan tambalear las convicciones que Dios ha puesto en tu alma. Jamás confíes en los que gritan como energúmenos contra Jesús. ¡La gracia nunca miente! Y no lo olvides: si quieres seguir con fidelidad a mi divino Hijo, debes prepararte para enfrentar contrariedades y desmentidos.

 

Aquella noble Señora la cogió de la mano y la condujo hasta Jesús. Isabel, de rodillas, le agradeció al Buen Maestro el haberle curado su mano, por medio de Juan, pero, sobre todo, por haber curado su alma tan flaca, ¡por medio de María!

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