Las rosas del Sr. Franz

Publicado el 07/29/2019

Cuando la comitiva del emperador avistó de lejos el jardín del Sr. Franz, todos quedaron admirados. ¿Qué tenían de extraordinario aquellas flores?

 


 

Hace muchos, muchos años, en las verdes laderas de una colina de Baviera se erguía un pequeño pueblo que más parecía haber sido traído del Paraíso que construido en esta tierra. Las casas, aunque sencillas, eran una obra maestra del buen gusto y la limpieza. Sus balcones estaban adornados con macetas repletas de geranios y otras plantas, dispuestas de manera muy organizada y bella. Y aun en los días más calientes una cascada cristalina abastecía a los aldeanos con agua fresca, mientras la suave brisa que bajaba de los elevados picos hacía que amainara el calor durante los trabajos diarios.

 

Un poco apartado del centro de la villa vivía una modesta persona que para mantener a su familia se dedicaba con esmero a cultivar rosas. Las plantaba de todas las clases, logrando una variedad inimaginable de colores. No existían flores más hermosas en todos los alrededores. Diariamente el Sr. Franz, que así se llamaba, regaba los rosales con mucho cariño, esperanzado en ver surgir los vigorosos capullos, listos para transformarse en magníficas rosas.

 

Tobías y San Rafael – Museo Nacional

Machado de Castro, Coimbra, Portugal

Cierto día, se encontraba trabajando en un arriate cuando le pareció oír algunas palabras. Unas las escuchaba con claridad, pero otras le resultaban más difíciles de entender. Asombrado, afinó el oído y se topó con una escena absolutamente inesperada… ¡Las voces procedían de las flores!

 

—¡Más agua, por favor! ¡Que ya está haciendo falta! —decía un capullo verde, que empezaba a tomar una coloración amarilla.

 

—La verdad es que yo tampoco aguanto más sin agua. ¡No puedo soportar el calor del sol y quiero recibir, recibir y recibir cada vez más! —atajó otro rojizo, con voz de malhumor.

 

El Sr. Franz, a pesar de lo intrigado que estaba, no pudo continuar escuchando la conversación porque un cliente acababa de llegar y lo reclamaba. Cuando terminó de atenderle regresó a los rosales. Pero todo permanecía en silencio, como siempre.

 

Un tiempo después se dio cuenta de que estaba sucediendo algo extraño con esas flores que sólo pensaban en recibir agua y atenciones: ¡no florecían! Estupefacto, redobló sus cuidados y desvelo; y volvió a oírlas conversando nuevamente.

 

—No quiero florecer, pues soy hermoso y fragante. Si me transformo en una flor, perderé el perfume que atesoro. Además, mis bonitos y suaves pétalos no tardarán mucho en secarse y caerse. Prefiero cerrarme en mí mismo —decía orgullosamente el botón de rosa rojo.

 

—¡Yo tampoco quiero abrirme! Si lo hago, enseguida el jardinero me arrancará de la tierra. Mi esbelto tallo ya no crecerá, ¡ni se refinará mi belleza! Además, ¡eso dolerá mucho! —contestó el amarillo.

 

Preocupado, el Sr. Franz empezó a examinar las otras rosas de su jardín y comprobó, aliviado, que al parecer eran pocas las contaminadas por el terrible “virus” del egoísmo. Las demás continuaban abriéndose y exhalando su agradable aroma.

 

Pero unos días después, mientras regaba las plantas, oyó que de nuevo algunas estaban hablando entre sí:

 

—¡Oh! ¡Agua! ¡Qué bien! Si este celoso jardinero nos echara únicamente algunas gotas de vez en cuando, ya sólo eso bastaba para que estuviéramos agradecidas. Sin embargo, ¡hace mucho más! Viene a vernos todos los días, nos libra de las plagas e insectos dañinos, se preocupa con nuestra fragilidad y se alegra con nuestros progresos… En gratitud, ¡le daré lo que hay de mejor en mí!

 

Y empezó a florecer.

 

—La verdad es que sí. Pues sin sus cuidados no lograríamos llegar a estar tan bonitas. ¿Os imagináis, hermanas mías, cómo seríamos si hubiéramos nacido en medio de matorrales, sin que nadie se preocupara de nosotras? Voy a despedir lo mejor de mi fragancia por todo el jardín en agradecimiento —dijo la más pequeña de las rosas, mientras abría sus aterciopelados pétalos carmesí, dejando al buen jardinero muy complacido.

 

Los días continuaron pasando. Las flores que querían solamente recibir se secaron y se pudrieron, olían mal y estaban desfiguradas. Hubo que arrancarlas del arriate y echarlas a la hoguera. Sin embargo, las que se esforzaron en dar de sí, intensificaban cada vez más su perfume y encanto.

 

Las flores que querían solamente recibir se secaron

y se pudrieron…

En una clara mañana, un gran acontecimiento vino a alterar la calma de la aldea: por el camino principal estaba pasando una comitiva de ilustres personas al servicio del emperador, que regresaban de un viaje. Se detuvieron a contemplar el maravilloso panorama y se quedaron asombrados cuando avistaron el campo del Sr. Franz, pues, desde donde se encontraban, sus floridos arriates componían una cautivante alfombra, de variadas formas y colores. Tanto les gustó dicha escena que decidieron desviarse de su ruta para conocer tan exuberante jardín.

 

Cuando llegaron, encontraron al Sr. Franz prestando atención en unas rosas magníficas, que estaban a punto de ser cortadas. Se bajaron de los carruajes y le pidieron que les preparara un bonito ramo y lo arreglara con mucho mimo porque deseaban llevárselo a la emperatriz y el trayecto iba a durar unos dos o tres días. El humilde jardinero se quedó boquiabierto: sus flores, ¡como obsequio para la emperatriz! ¡Qué honor inmerecido! Se fue enseguida a coger las tijeras, mientras las pequeñitas criaturas florales se preparaban para la hora más difícil de su existencia.

 

—¡Coraje, hermanas mías! —decía la rosa carmesí, que parecía tener predominancia sobre las demás—. Hasta aquí hemos dado con alegría nuestro perfume, nuestra gracia, nuestro colorido. Ha llegado la hora de entregarnos por entero.

 

—Tienes razón. El Sr. Franz no haría nada que fuera malo para nosotras. Si nos entrega a esos hombres tan distinguidos será por algún motivo importante —concordaba una sencilla rosa blanca.

 

Andando entre los arriates, empezó a cortar las flores más hermosas. Las arregló con primor en un recipiente acondicionado con agua y tierra muy limpia y se las entregó a los nobles viajeros con una reverencia.

 

Al llegar al palacio imperial, algunas doncellas de la corte las sacaron de la vasija de arcilla en la que venían y las trasladaron a un valioso jarrón de cristal para entregárselas a la emperatriz. Cuando las vio, ellas hicieron sus delicias. Tan estupendas le parecieron, tan agradable era su aroma, que no se cansaba de elogiarlas.

 

Nunca aquellas sencillas flores habían soñado con tan honorífico destino: su generosidad las hizo dignas de adornar un maravilloso palacio y alegrar a la más augusta y bondadosa de las reinas.

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