¿Sólo una polilla?

Publicado el 09/21/2017

Corría el tren madrugada adentro cuando, de repente, una gran sombra oscureció el faro, como si estuviera haciendo señas para que redujera la velocidad y parara el convoy. ¿Qué estaría pasando?

 


 

Era la primera vez que el pequeño Iván viajaría en ferrocarril y, a pesar del clima frío que marcaba el final del otoño en la lejana Rusia, estaba muy entusiasmado. El trayecto hasta la casa de sus abuelos iba a ser largo; pasarían toda la noche en el tren y a su destino sólo llegarían a primeras horas de la mañana. Su madre, Anastasia, le había preparado un grueso abrigo, guantes y un gorro muy simpático y calentito, porque el niño se resfriaba con facilidad y necesitaba estar bien arropado para aguantar las temperaturas que ya empezaban a bajar.

 

El día de la salida se levantaron muy temprano para participar en la Misa en la parroquia de su aldea; y le pidieron a San Miguel, su patrón, que los protegiera.

 

Iván había aprendido en la catequesis que ese arcángel era el jefe de las milicias celestiales; por ese motivo, cuando terminó la celebración, tirando del vestido de su madre, la llevó hasta el altar dedicado al ángel de la guarda y le dijo:

 

—Ven mamá. Vamos a pedirles a nuestros santos ángeles que, bajo el mando de San Miguel, nos acompañen durante el recorrido que hoy emprenderemos.

 

Madre e hijo, de rodillas, rezaron con mucho fervor.

 

Después de un reforzado desayuno, se despidieron del padre, que se quedaba por causa de su trabajo, y se dirigieron hacia la estación para coger el tren que los llevaría a Mestia, en la región montañosa del Cáucaso.

 

Tras facturar el equipaje, subieron al vagón, que a Iván le parecía enorme. Se acomodó junto a la ventana y acercó su cara al cristal, pues quería ir viendo el camino, al menos mientras hubiera luz del día.

 

El tren inició su marcha. ¡Qué magníficos paisajes iban desvelándose ante sus ojos! Muy inocentemente, le comentaba el niño a su madre:

 

—Fíjate mamá, qué río más bonito recorre ese valle. Enseguida se quedará congelado… ¡Qué frío!…

 

Anastasia sonreía complacida. —¡Mira, mira! ¡Qué alfombra dorada! Los árboles ya casi no tienen hojas… ¡Oh, ya se puede ver la nieve en la cumbre de las montañas! Así pasaron todo el día, intercalando la admiración por el panorama con una amena conversación, el rezo del Rosario y sabrosos aperitivos, hasta que cayó la tarde. Ambos tomaron una comida más fuerte y se durmieron…

 

A la mañana siguiente, los abuelos de Iván, que se encontraban en la estación de Mestia, andaban preocupados y afligidos porque había pasado bastante tiempo desde el horario previsto de llegada del tren y nadie daba noticias del porqué del atraso… ¿Habría ocurrido algo malo?

 

Por fin, el esperado convoy hacía aparición. Al ser interrogado por el jefe de estación acerca del motivo del retraso, el maquinista sólo conseguía exclamar:

 

—¡Lo puedo asegurar, he sido testigo! Nos paramos en mitad del camino y… ¡fue un milagro! ¡Un milagro!

 

¿Qué hizo que se detuvieran en medio del recorrido? Todos estaban asombrados y querían saber qué había sucedido. ¿De qué milagro hablaba? ¿Y de qué tenía que dar testimonio?

 

Vladimir Smirnov, el conductor de la locomotora, empezó a contar lo que había ocurrido. Ya era de noche. Iba por la vía con normalidad y con la debida prudencia, respetando todas las señales, aunque a una velocidad considerable. Madrugada adentro, vio de repente delante del tren una gran sombra que oscilaba, oscurecía el faro y parecía que hacía señas para que detuviera la máquina con urgencia.

 

Al pensar que lo avanzado de la noche estaba influyendo en su imaginación, el Sr. Smirnov disminuyó un poco la velocidad. Sin embargo, al no sospechar de ninguna cosa anormal, continuó la marcha como si no hubiera pasado nada. Unos minutos después la sombra apareció de nuevo, haciendo señas similares a las anteriores, pero con un frenesí todavía mayor.

 

Habiéndose repetido el hecho tres veces, se frotó bien los ojos y concluyó que aquello no podía ser únicamente su imaginación. ¡Allí había algo real!… ¿Quién estaría haciendo tales señas? Entonces empezó a disminuir la marcha sin titubear hasta que el tren se detuvo completamente de un modo algo brusco.

 

Muchos pasajeros se despertaron asustados con la repentina parada y trataban de ver por la ventana qué había ocurrido. El Sr. Smirnov bajó para averiguar cuál era la causa de esa extraña situación y, para sorpresa suya, constató que la sombra era provocada por una polilla…

 

—¡Sólo es una polilla! —le dijo a los viajeros—. Se ha quedado atrapada en la chapa, junto al faro, de manera que cuando batía las alas provocaba unas sombras aterradoras. Tras comprobar que no existía ningún fallo mecánico y que el responsable de toda esa confusión había sido exclusivamente el pequeño insecto, subió a la locomotora para retomar el camino. No obstante, mientras accionaba las palancas de salida, un pasajero dio un fuerte grito:

 

—¡Alto! ¡No siga, de lo contrario moriremos todos!

 

Desde su ventana, con la luz de un potente farol que llevaba consigo, había visto una enorme piedra que obstruía la vía, en una zona que el faro de la locomotora no iluminaba.

 

En ese momento lo entendieron: ¡no era sólo una polilla!… Tan inusual interrupción en la ruta se debía a una intervención de los ángeles. Si el tren hubiera continuado a la velocidad que iba, se habría chocado violentamente contra tamaño obstáculo y sin duda descarrilaría, ocasionando un grave accidente, una explosión y, quizá, la muerte de todos los pasajeros… ¡Se habían salvado por un milagro!

 

Convencido de la protección del ángel de la guarda, al que siempre invocaba antes de sus viajes, el Sr. Smirnov declaró estar seguro de que la polilla atrapada en la máquina, junto al faro, había sido puesta allí por manos angélicas para salvarlos.

 

La piedra era grande y pesada, y había caído justo en el medio de la vía por donde debían pasar. Sólo después de que algunos campesinos de los alrededores la apartaran con mucho esfuerzo, fue posible continuar y por eso se retrasaron tanto.

 

Abrazando a sus abuelos, contentos y agradecidos a sus protectores, Iván y su madre también contaron que antes de embarcar se habían encomendado a San Miguel, príncipe de las milicias celestiales, para que comandara a sus ángeles de la guarda y, juntos, los protegieran durante el recorrido.

 

Aquel viaje marcó la vida de cada uno, pues había servido para enfervorizar a todos en la devoción a los ángeles, confirmándoles en la fe en su constante auxilio y protección.

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