Después de buscar bastante, el vendedor encontró un par de sandalias muy diminutas, las más pequeñas que tenía en el mostrador. Pero… eran dos veces mayor que los piececitos del niño. ¿Cómo resolver la situación?
Toc, toc, tan, tan!… ¡Toc, toc, tan, tan!…
San José está trabajando con esmero en su taller. La tarde ya llega a su fin y una tempestad empieza a armarse en el horizonte, trayendo un viento fresco y agradable. Mientras las venerables manos del Patriarca golpean en los clavos y lijan las últimas piezas de una primorosa mesita de cedro, su corazón está puesto en el tesoro que Dios le ha confiado: María y Jesús, el cual ya cuenta con algo más de un año.
Instantes después de acabar el mueble, oye la voz serena de su esposa, que se acerca con el niño en sus brazos. Al ver que ya había terminado la labor del día le pide:
—José, nuestro hijo pronto estará dando sus primeros pasitos y no podemos permitir que ponga sus piececitos descalzos en el suelo. Me parece que hoy es un buen día para que salgáis con él y le compréis un par de sandalias.
Ahora bien, por la ventana veía el santo Patriarca que el cielo ya se había cubierto de nubes negras. Si llegara a caer la tormenta mientras están en la calle Jesús quedaría completamente mojado y podría resfriarse.
Sin alterar en nada la placidez de su semblante, San José miró fijamente al niño sonriendo
|
Un tanto perplejo, pero con su invariable calma, le dice a María:
—Señora mía, si así lo queréis voy ahora mismo, tan sólo pido que el niño se quede con Vos, pues recelo que la lluvia nos sorprenda por el camino.
Sin embargo, la Santísima Virgen se volvió tranquilamente para observar el firmamento por la ventana y sonriendo le respondió:
—Llevaos al niño y no temáis nada.
Entonces Jesús abrió sus bracitos y se inclinó con vivacidad en dirección a San José que lo cogió en su regazo y, confiado en las palabras de su esposa, salió al momento.
Al doblar una esquina donde había varías tiendas de comerciantes, empero, José vio que algunos vendedores ya estaban recogiendo la mercancía, recelosos de la lluvia que no tardaría en desencadenarse. Allí se podía encontrar, colocados en grandes cestos, toda clase de productos: tapicerías, tejidos, herramientas, perfumes, cereales… El santo Patriarca caminó resuelto en dirección a la que vendía calzado.
Al verlo acercándose, Baltasar, el dueño de la tienda, tuvo una agradable impresión: “¡Qué hombre distinguido! No sé por qué, pero siento una alegría muy grande… ¡Y su hijito es un encanto!”.
Con toda presteza, mientras pensaba, cogió el material que ya había guardado y lo expuso nuevamente en el puesto. Eran los mejores productos que tenía para ofrecer: sandalias de excelente cuero, fabricadas por él mismo, cuyos cordones de lino blanco o teñidos de rojo eran obra de su dedicada esposa.
Baltasar los recibió con vivo entusiasmo:
—¡Buenas tardes, señor! ¿En qué puedo servirlo?
—Le pido que me disculpe por el horario, pero necesitaría un par de sandalias para mi hijo. ¿Tendría alguna?
El vendedor, conteniendo la emoción, le dijo:
—¿Para este pequeñito? Veamos…
Después de buscar bastante, encontró un par diminuto, el menor que había en el mostrador. Pero… era dos veces mayor que los piececitos de Jesús. ¿Y ahora? José no podía volver a casa con las manos vacías…
Lleno de compasión, Baltasar trató de solucionarlo:
—Señor, quizá tenga algo dentro… Y entró presuroso en su casa, que estaba a pocos metros de la tienda. Sabía que allí no tenía productos para vender, pero pretendía coger un par de sandalias de primera calidad que había confeccionado unas semanas antes para su hijo y que aún no habían sido usadas. Sin pensarlo dos veces, las tomó del armario y las llevó a la tienda.
Estas tampoco le sirvieron al Niño Jesús…
—¡Demasiado grandes! —exclamó decepcionado al probarlas en sus sacrosantos pies.
Mientras el pobre hombre se disculpaba, Jesús, que se encontraba sentado sobre el mostrador, se curvó y pasó su manita sobre cada uno de los calzados, como si estuviera queriendo juguetear con las bonitas tiras de color escarlata. Cuál no fue la sorpresa de Baltasar cuando al inclinarse para sacarle las sandalias al niño vio que estaban perfectamente encajadas en sus pies.
—¿Qué ha pasado? ¡Las sandalias han encogido! ¿Usted está viendo lo mismo que yo? —le preguntó asombrado a San José.
Entonces fue cuando el Niño Jesús anduvo por primera vez…
|
Éste, sin alterar en nada la placidez de su semblante, miró fijamente al niño sonriendo. Bastó asistir a aquel cruce de miradas entre padre e hijo para que Baltasar percibiera que estaba ante algún misterio sublime. Entonces Jesús miró al buen vendedor y, balanceando los piececitos, batió las palmas como aplaudiendo, queriendo manifestar que estaba muy agradado con su nuevo calzado.
Justo en ese momento empezaron a caer las primeras gotas de lluvia.
—Me llevaré entonces este par —dijo San José— . ¿Cuánto cuesta?
—Nada, señor. Considérelas como un regalo mío y de mi esposa para su encantador hijito. Y cuando necesite uno nuevo, no dude en venir a buscarlo. Será un honor servirlos con lo mejor que haya en nuestra casa.
El propio Jesús, entre tanto, tiró del brazo de su padre y José entendió que aquel gesto era una orden para que recompensara al hombre. Aunque a disgusto, Baltasar tuvo que resignarse a aceptar las monedas que San José le entregó, despidiéndose a continuación.
La lluvia ya caía torrencialmente. Cubierto de la cabeza a los pies por la capa de su padre, Jesús apreció sobremanera el trayecto de vuelta, pues le gustaba mucho la lluvia y de vez en cuando abría una rendija de entre el tejido para poder verla y mojar la punta de sus deditos.
Cuando llegaron a casa, María salió a recibirlos y, quitándoles el manto, le mostró a su esposo que estaba completamente seco… San José se quedó un tanto sorprendido, pero ya había entendido lo ocurrido.
Entonces el Niño Jesús bajó del regazo de San José y fue la primera vez que anduvo, con los bracitos levantados en dirección a Nuestra Señora. Sus padres se arrodillaron en un acto de adoración y Él dio unos cinco o siete pasos hasta llegar a su Madre y abrazarla con infinita ternura.