La Revolución Industrial atentó contra las Virtudes cardinales, especialmente contra la templanza. Ella promovió la ruptura de una serie de equilibrios, que corresponde al nacimiento de una revolución neurológica y psiquiátrica.
Una de las razones por las cuales el inocente ve las cosas con claridad reside en el hecho de que tiene, al ordenarlas, una propensión natural para considerarlas en sus jerarquías. Como la persona inocente, en la propia rectitud de su naturaleza, incluso sin haber explicitado nada, es dotada de un espíritu muy jerárquico, tiende a no mezclar unos elementos con otros, ni a agruparlos equivocadamente, o sea, a no hacer confusión.
Plinio Corrêa de Oliveira
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Inocencia y espíritu jerárquico
En general la confusión de los asuntos proviene, en larga medida, de la falta de espíritu de jerarquía. Ahora bien, este espíritu emana de la inocencia, porque el inocente distingue muy bien entre lo esencial y lo accidental, aquello que tiene mayor o menor importancia. Como no tiene apegos ni movimientos desordenados, su mirada es jerárquica y sus apetencias ordenadas. Por eso toma fácilmente una posición anti-igualitaria.
Entonces, este papel del espíritu jerárquico – visto fuera del eterno problema de las clases y jerarquías sociales, formas políticas y sociales de organización – llega a este punto: la inocencia es la condición para la formación del verdadero espíritu jerárquico.
De allí proviene otra consecuencia. En toda sociedad verdaderamente jerárquica existe diseminada cierta inocencia, mientras que, en las sociedades niveladas, igualitarias, ella no existe.
Por lo tanto, en el tema de las desigualdades, es muy legítimo considerar el lado socioeconómico o político; además, es un campo muy tangible, donde se ve con facilidad como son las cosas, si bien no sea el más importante. El aspecto principal es tener el espíritu jerárquico, esa inocencia que jerarquiza, que impregna los lugares donde este espíritu está dominando adecuadamente.
Yo no creo, por ejemplo, que una persona entregada a la lujuria pueda tener un verdadero espíritu jerárquico. Si lo tuviere, es por hábitos mentales oriundos del tiempo en que era inocente. Con todo, aquello está extinguiéndose como un helado al sol: subsiste durante algún tiempo.
Así, cuando demostramos tanto empeño en que la nota jerárquica refulja sobre toda la sociedad, más que la ordenación jerárquica de las cosas estamos deseando la refulgencia de ese espíritu sobre todos los hombres. Ahora bien, es precisamente este espíritu el que la Revolución busca eliminar.
Isabel la Católica, siendo proclamada Reina. Alcázar de Segovia, España
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Templanza y velocidad
En el fondo del alma humana inocente están contenidas todas las formas posibles de templanza. Una de esas formas está ligada a las velocidades. Siempre que se quiere o rechaza una cosa intemperantemente, la propia intemperancia de aquella posición de alma suscita el deseo de una velocidad falsa. La pereza inclina al deseo de las falsas lentitudes y, por el contrario, los apegos favorecen el gusto por las velocidades super rápidas, excesivas y continuas. El individuo temperante gusta de las velocidades proporcionadas a la rapidez y a la lentitud del raciocinio y de la elaboración ordenada, normal del ser humano, apreciando el verdadero reposo como la verdadera acción, dentro de las medidas tomadas en función de su naturaleza.
Hay una velocidad en la cual la naturaleza del individuo legítimamente se complace, y que puede venir a ser una especie de superpotencia suya. Existe también una lentitud en la cual él se regocija y que es una gran capacidad de recogimiento. O lo que es perfectamente legítimo y respetable, un hombre sin esos extremos pero con las proporciones normales de las cosas.
Entretanto, cuando el hombre pierde la inocencia, y con ella ese equilibrio, comienzan a formarse en él cargas de apetencia o de rechazo de la acción, que ya corresponden a la acción por la acción, o a la inercia por la inercia.
Del mismo modo, la lentitud no le agrada por el gusto de la calma, sino por la indolencia en sí.
Marcha comunista en 1917
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Delirio por el cambio
Durante el período desde el Humanismo o el Renacimiento hasta el comienzo de la Revolución Industrial, a finales del siglo XVIII – esto naturalmente se nota mucho más después de la Revolución Francesa – se da la ruptura de una porción de viejos equilibrios, que corresponde al nacimiento de una revolución neurológica y psiquiátrica. En el individuo pre Revolución Industrial, por existir en él apetencias desordenadas, comienzan a desencadenarse apegos fabulosos que quiere satisfacer, pero que son reprimidos por las lentitudes del compás de la vida. Entonces le acomete un deseo loco de velocidades desenfrenadas.
Esto genera un efecto curioso: en la Revolución Industrial, los descubrimientos que llaman más la atención del público y lo extasían más son los que permiten correr. Quiere decir, las super velocidades que extasían dominan más que, por ejemplo, el encuentro de un nuevo remedio o de un sistema de fabricar y poner al alcance de mucha más gente almohadas cómodas.
Así, la primera cosa que salta a la vista en la Revolución Industrial es la manía de la velocidad en todos sus aspectos, y fue hacia donde la atención, la confianza y el entusiasmo del público por esta Revolución más se acentuó. Esto se dio a causa de la carga excesiva de calma que las personas llevaban anteriormente.
El gusto por la trepidación entra ahí como una especie de subproducto del horror a la inacción. Como la persona tiene aversión a la inercia, tiene horror a que zonas de su alma no estén continuamente solicitadas por alguna forma de impresión o de acción.
Sin embargo, este deseo de trepidación es algo colateral. A mi modo de ver, una prueba de eso está en lo siguiente: tan pronto son fabricados transportes veloces con motores muy ruidosos, los propios fabricantes se ponen a inventar artefactos que disminuyan el ruido. Y a veces se sienten triunfantes cuando atenúan o eliminan el ruido, pero nunca querrían disminuir la velocidad.
Existe una especie de adoración al movimiento dentro de eso, relacionada a su vez con la manía de hacer, que constituye, ella misma, en la manía de cambiar. El delirio por el cambio para satisfacer el gusto por la novedad marca no sólo la Revolución Industrial, sino la mentalidad de los que viven inmersos en esa Revolución.