Misterios de un alma y de un pueblo – I

Publicado el 10/10/2019

Para elucidar la línea general de la lucha entre la Revolución y la Contrarrevolución, el Dr. Plinio considera los misterios que pueden existir en el interior de un alma y los compara con los fenómenos, a veces también misteriosos, de la evolución o decadencia de un pueblo.

 


 

Me pidieron que hiciera una exposición con respecto a la línea general de la lucha entre la Revolución y la Contrarrevolución. Este tema es abordado en mi libro “Revolución y Contrarrevolución”, pero sobre él podemos tejer algunos comentarios.

 

El demonio actúa lentamente en los acontecimientos

 

En líneas generales, el proceso revolucionario se resume en lo siguien- M te: En determinado momento se cometió un pecado inmenso, que tuvo como resultado el relajamiento de las costumbres, que consistió en una explosión de orgullo y sensualidad. Esta explosión minó, en primer lugar, las estructuras eclesiásticas, haciendo que en algunos países estallara el protestantismo. Después socavó en análogos puntos la estructura temporal, política, originando la Revolución Francesa y la implantación de los regímenes representativos contemporáneos y, más tarde, minó el orden económico y social dando origen al comunismo.

 

Hay una cuestión a través de la cual se puede ver mejor todo este proceso, y percibir algo de la belleza de la lucha entre la Revolución y la Contrarrevolución.

 

Se trata de una pregunta que, creo, queda más o menos como una garra del demonio estrangulando a las personas y haciendo que ellas no sepan responderla: ¿Cómo se explica que, a lo largo de todo este tiempo, la Providencia no haya socorrido a su Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, y no intervino para evitar el derrumbe de aquella estructura maravillosa de la Edad Media? ¿Cómo explicar, en último análisis, que la historia de la Contrarrevolución no sea sino una historia de derrotas?

 

Si consideramos que hace más de cuatrocientos cincuenta años reventó la primera fuente del protestantismo y que, de allá para acá, no hemos tenido sino derrotas, quedamos verdaderamente perplejos con todo cuanto la Providencia permitió, y nos preguntamos hasta cuándo Ella lo permitirá.

 

San Ignacio de Loyola – Templo del Espíritu

Santo, Ciudad de Puebla, México

En los momentos de postración y de abatimiento, en los que el demonio más especialmente nos asalta en cuanto a la esperanza de alcanzar la victoria, tenemos una sensación -ella misma proveniente de una impresión difusa dejada por la historia de la Revolución y de la Contrarrevoluciónde que Dios no está interesado en el triunfo de su propia causa, y abandonó los acontecimientos para que ocurran de cualquier modo, permitiendo que el demonio no sólo nos torture, sino que lo haga lentamente. Así, la sucesión de los acontecimientos se da dentro de esta inmensa lentitud en la que el demonio para, afila el cuchillo, se ríe, hace una incisión más arrancando algunas gotas de sangre, estrangula un poco más; cuando se piensa que el demonio va a acabar el drama, él se sienta perezosamente y, posando sobre nosotros una mirada burlona, dice: “Tú piensas que acabó, pero yo no tengo prisa y voy a continuar”.

 

A veces esto se transforma en una especie de vivencia que, a la manera de un soplete, perfora las almas de lado a lado.

 

¿Hasta cuándo, Señor?

 

Y tanto más cuanto que la siguiente respuesta, que saltaría a los ojos, no es muy convincente: la Providencia suscitó a San Ignacio de Loyola y a los grandes Santos de la Contrarreforma, a los mártires de la Revolución Francesa, los vendeanos, los chouans, los carlistas, los cristeros, García Moreno, y toda una cohorte de hombres de valor.

 

Sin embargo, se diría que esas personas ilustres, íntegras, extraordinarias se levantaron en la cresta de las olas con todo el tamaño de su personalidad, para después ser derribadas. Y que las obras por ellas realizadas fueron infiltradas, adulteradas, se hizo burla de ellas y, cuando esas obras no murieron, se volvieron contra sí mismas.

 

Algunas de ellas perduran hasta hoy, pero seríamos llevados a peguntarnos si no sería mejor que hubieran dejado de existir, en vez de subsistir contra sí mismas, y si la longevidad de esas obras no es para ellas mismas una tristeza y una maldición. Entonces, ¿qué fue lo que quedó de levantar esas figuras extraordinarias, a no ser la prueba de que el enemigo era tan grande que ni ellas consiguieron detenerlo?

 

Es preciso que miremos todo esto bien de frente al tratar de la Revolución y de la Contrarrevolución, de modo a tratar de comprender bien los designios misteriosos de la Providencia y percibir, en el reloj de Dios, qué horas son. ¿De qué valen los relojes de los hombres? La pregunta es: Dios y Señor mío, en las celestes agujas de vuestro divino reloj, ¿qué hora es? ¿Ya llegó la medianoche en la que vuestra ira va a descargarse? ¿Ya se hizo negro el cuadrante y dorados los números? ¿Las agujas ya se transformaron en espadas y en rayos? Dios mío, ¿qué hacen vuestros Ángeles? ¿Usquequo, Domine, usquequo? ¿Hasta cuándo, Dios mío, hasta cuándo debemos continuar?

 

Hay sucesivos pedidos de Dios en el curso de la vida de cada persona

 

Para elucubrar sobre el asunto y tratar de llegar a una solución, seguiremos el siguiente método: considerar los misterios que pueden existir en el interior de un alma y compararlos con los fenómenos, a veces también misteriosos, de la evolución o decadencia de un pueblo. En otros términos, podemos preguntarnos cómo almas muy elevadas, muy amadas y llamadas por Dios decaen y, después, qué relación y semejanza hay entre eso y la decadencia de una civilización.

 

Tomen, por ejemplo, casos de hombres extraordinarios como David o Salomón. Ambos escribieron, inspirados por el Espíritu Santo, partes de la Sagrada Escritura. ¿Qué gloria mayor puede haber que la de un rey como Salomón, que se volvió la personificación del reinado de la sabiduría? Con todo, en determinado momento vemos que esos hombres caen y se desmoronan de una sola vez. David fue a pasear en la terraza de su palacio, miró imprudentemente hacia donde no debía, pecó, haciéndose adúltero y homicida.

 

Rey David – Patio del

Escorial, España

Salomón decayó tanto que prevaricó con innumerables mujeres, acabó cayendo en la idolatría y se volvió un hombre abominable a los ojos de Dios. Su ocaso fue una basura en comparación con su vida verdaderamente brillante.

 

Hechos análogos continuaron ocurriendo en el Nuevo Testamento. Así vemos caídas repentinas que, por un misterio de la Providencia, son más numerosas que en el Antiguo Testamento. Son almas colocadas muy alto, a quien Dios da grandes gracias y que hacen con Él un pacto de amor.

 

Establecido ese pacto, Dios quiere llevarlo adelante. Sin embargo, sucede que la persona conserva algún apego en una profundidad de su alma donde aún es explicable la existencia de ese apego, pues es comprensible que un alma marche de desapego en desapego en su ascensión espiritual. La Providencia pide un primer desapego que es, de momento, todo cuanto el alma puede dar. Después ella solicita más y más, gradualmente. Así, hay sucesivos pedidos de Dios en el decurso de la vida de cada persona.

 

Creo que cuando el alma dice el último “sí”, en general su misión en esta Tierra está cumplida, y ella es llevada por los Ángeles. In Paradisum deducant te Angeli -los Ángeles te lleven al Paraíso- , dice la antífona de la Misa de exequias. Porque entonces está todo hecho, todas las batallas fueron ganadas, y una cosa probablemente debe coincidir de un modo más o menos cronológico con la otra: en el reloj de Dios, la aguja marca la hora en que esa alma es acogida con un triunfo precioso. La obra está lista, el alma también. Vemos esto en San Pablo de un modo protuberante, cuando él dijo aquellas palabras famosas: “Combatí el buen combate, terminé mi carrera, guardé la Fe” (2Tim, 4,7). Él había evangelizado a todos los que debía evangelizar, renunciado a todo cuanto precisaba renunciar. Quedaba apenas extender la cabeza sobre el cadalso y decir sí al golpe que venía. Dicho este “Amén” último, él entra en la cohorte celestial.

 

“Hermano, ¿Perseveras?”

 

Al revés de lo que podría parecer, no es la primera renuncia la más dolorosa. A medida que la Providencia va pidiendo renuncias mayores, el dolor va creciendo. Así, el gran peligro de la prevaricación es cuando llega el momento en que Dios pide aquella última entrega.

 

Más o menos como un guerrero que está muriendo en el campo de batalla, con las entrañas afuera, después de haber atacado las murallas de Jerusalén y espantado por su audacia, salvando el ejército de los cruzados. En el momento en que está muriendo, Dios le pide lo siguiente: “¿Hijo mío, aceptas morir lejos de tu patria y de tu familia, desconocido y hasta olvidado por todos?”

 

A veces, la familia corresponde apenas a un pequeño feudo. Un día vi este título de nobleza: “Señor del Cerezal y del Olivar”. Entonces, se trata de renunciar a la gloria que recibiría de aquellos que están junto a los cerezales y olivares, que él ni siquiera verá de nuevo. Sus vísceras están esparcidas por el suelo, sabe que va a morir, delante de él está la gloria celestial con los Ángeles cantándole, y viene el pedido: “¿Renuncias a aquello?”

 

Rey Salomón – Patio del

Escorial, España

Todos los apegos de la vida se concentran subconscientemente en aquel punto, y él es tentado a desear aquello como el más frenético de los afortunados codiciaría fortunas fabulosas, o tal vez como el más vanidoso de los ambiciosos desearía la realeza del mundo. Si en esa hora, dirigiéndose a Nuestra Señora, él dijera: “¡Madre mía, con vuestra gracia, sí!”, expira y muere en olor de santidad. Si dijera “tal vez” o “no”, yo tiemblo al pensar en lo que le puede suceder. Porque viene, enseguida, una tentación del demonio: “yo lo curo. Mira lo que perdiste. Tu vida se fue pero yo te doy todo de nuevo. ¡Adórame!”

 

Dicho ese “no” con el cual el individuo sólo no renunció a una minucia, a un restito de gloria en el cerezal, entra un demonio y lo echa todo a perder.

 

Quedé sanamente impresionado al leer, en cierta ocasión, cómo procedían unos religiosos -si la memoria no me falla, eran trapenses- al acompañar la muerte de uno de los hermanos. Formaban una rueda en torno de él, rezaban y, de vez en cuando, le preguntaban: “Hermano, ¿perseveras?” Por lo tanto, después de una vida llena de renuncias, existía el riesgo de no perseverar en aquel último momento.

 

Proceso de estancamiento y de putrefacción

 

Hay entonces un proceso de ruptura interna de sucesivas renuncias que culminan en la última y más heroica, en la cual el hombre hace la execración del último pequeño obstáculo, que a él se le figura como el mayor de todos los muros del universo que lo separa del ideal que debería seguir. Él renuncia a este último obstáculo y con esto practica su supremo acto de amor a Dios y a Nuestra Señora. Se aplica a él, entonces, la frase de San Juan de la Cruz, de una dulzura enorme: “En el atardecer de esta vida seremos juzgados según el amor”1 Por lo tanto, cuando estuviere llegando el ocaso de nuestra vida, seremos juzgados conforme a este punto: ¿hasta dónde llegó nuestra renuncia? ¿Hasta dónde fuimos capaces de desprendernos, de dar? Aquí está la cuestión.

 

Presenté este proceso en su última fase, pero esto puede ocurrir a cualquier altura de nuestra existencia. Un alma que dio y recibió mucho está muy unida a Dios por varios aspectos, pero en cierto momento Él pide algo, el alma vacila y dice “tal vez”. El primer modo de responder “tal vez” es afirmar “dentro de poco, no ya”.

 

Hay un dicho en alemán que acostumbro repetir: “Mañana, mañana, con tal que no sea hoy, dicen todos los perezosos.” Cuando yo era pequeño, la Fraulein Mathilde2 me martillaba eso saludablemente en la cabeza, siempre que se presentaba el caso.

 

¡Cuántas veces decimos “mañana” a una invitación de la gracia! Es una cosa profunda que Nuestra Señora nos pide. En ciertas ocasiones, es algo instantáneo como un relámpago, por ejemplo, vencer un acto de antipatía en relación a alguien que nos orienta hacia la virtud; esto envuelve la renuncia a doscientas otras cosas. A veces es acceder a hacer un servicio que la persona no quería, o humillarse delante de alguien. En general, es algo que contiene simbólicamente para aquella alma una porción de otros puntos.

 

Cuando el alma dice “tal vez”, comienza para ella la más triste lucha que conozco en materia de vida espiritual: es la batalla de igual a igual, en la que la generosidad y la falta de generosidad son igualmente grandes. No es la lucha de las almas flojas, tibias, que ni siquiera luchan, y aquello sucede de un modo asqueroso. Es la de las almas que tienen generosidad, celo, que dijeron “sí”, pero en cierto momento dicen “tal vez”. Se inicia en aquella alma un proceso, primero de estancamiento: no sube, tampoco quiere descender, ella desea resolver la cuestión por sí misma.

 

Comienzan a acumularse dentro de ella problemas nebulosos, tristezas insospechadas, desánimos inexplicables, nerviosismos, ansias, depresiones, sustos, fobias, deseos; el alma se torna una caverna llena de vendavales y no sabe por qué, pues sus primeras resoluciones están de pie y perfectamente bien, ella hace su examen de conciencia y encuentra todo en orden. El alma tiene, es verdad, un punto doloroso donde no se puede tocar. Allí ella no toca y ¡ay de quien toque! Ella forma, desde el principio, un jardín de castigo y maldición en el cual nadie entra.

 

Después viene la lenta putrefacción del lado bueno, aunque el aspecto malo no crezca. El lado bueno se va deteriorando, los buenos propósitos no dejan de aplicarse, pero la persona va cumpliéndolos cada vez más mecánicamente, ellos van dejando de ser firmes; en determinado momento cae un grado, después otro… ¡Susto!

 

En este valle de lágrimas, lo peor es siempre lo más probable

 

Nuestra Señora de Coromoto (acervo particular)

Entran nuevas gracias, nuevas bondades. Nuestra Señora pregunta: “¿Hijo mío, aquí querrás parar? Yo lo sostengo, apoyo, acepto, transijo, lo perdono con lágrimas en los ojos, pero tenga esperanza, ¡Yo vengo aún a llevarlo!”

 

La persona se adapta. De aquí a poco pasa la Santísima Virgen nuevamente y dice: -Hijo mío, llegó la hora de la renuncia. ¿Tú quieres?

 

– No, dentro de poco.

 

– Nuevo rompimiento, y aquella alma decae poco a poco, pasando por largos estados de aparente estabilidad en los que ella juzga estar bien, pero va cayendo, cayendo, hasta un momento en que en apariencia todavía está practicando la virtud, pero no es más la misma.

 

Ahí también viene un ángel y se la lleva. ¿Qué ángel? ¿Un ángel de oro, límpido, de legitimidad, o el ángel del horror, de las tinieblas, de la usurpación? Misterios de Dios, no se sabe bien.

 

Este es un proceso que puede revertir para el bien, como puede dar para nuevos descensos y llegar hasta el fin. No hay determinismo ni fatalismo a lo largo de este proceso, pero en este valle de lágrimas lo peor es siempre lo más probable, no nos engañemos.

 

Se trata de un proceso naturalmente demorado, porque, para salvar un alma de oro, la misericordia divina deja pasar mucho tiempo. Hasta vienen tiempos en que el alma se va embebiendo de gracias nuevamente y retomando la normalidad suben de nuevo y llega otro pedido.

 

Evidentemente, esas cosas llevan tiempo. A lo largo de la evolución de esas almas, Nuestra Señora pone otras para salvarlas, que hacen de todo: imploran, echan cuanto puedan tener de tesoros modestos o magníficos de celo, de sabiduría, de penetración psicológica, de paciencia, de energía, tal vez de increpación. Se diría que esas maravillas son como olas que suben y, si el alma no corresponde, esas olas caen de nuevo.

 

Para esa alma queda aquello acumulado y en el día del Juicio es una cuenta a ser pagada, necesariamente. La persona piensa que no hace caso al buen consejo, pero no percibe que el buen consejo rechazado un día será pagado; ella piensa que venció, de hecho fue derrotada. Puede suceder que un alma sea largamente perseguida por la Providencia hasta grados inimaginables. Muchas veces Dios salva un alma así y hay conversiones espectaculares que son el encanto de la Iglesia, y la alegría de las almas justas hasta el fin del mundo. Sin embargo, en un número mucho mayor de veces eso no se da, y todo queda como lo estoy describiendo.

 

(Continúa en el próximo número) (Extraído de conferencia de 24/2/1974)

 

1) Avisos y Sentencias, 57.

2) Señorita Mathilde Heldmann, preceptora alemana contratada por Doña Lucilia para auxiliar en la educación de sus hijos.

 

 

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