Mozart, el compositor fecundo y genial, habría cambiado toda su obra por la autoría de una simple melodía gregoriana.
“¡Da capo!” (“volvamos al comienzo”) dice pacientemente Leopold, y los músicos reanudan con ánimo los compases del cuarteto de cámara. En ese instante se abre la puerta y aparece un niño de unos 4 años, empujando decididamente una silla al interior de la sala.
—¿Qué haces? —pregunta Leopold, su padre.
—Voy a tocar con ustedes.
Dicho esto, se sienta con un pequeño y reluciente violín en su mano. El padre le manda retirarse, diciendo que no había recibido ninguna lección de violín todavía.
—Pero papá, para tocar la partitura del segundo violín no es necesario haber aprendido —insiste el pequeñito.
Uno de los músicos, Schachtner, intercede por él:
—Pero Leopold, déjalo tocar conmigo la partitura del segundo violín. No nos molestará.
—Bien, entonces podrás quedarte, pero toca bien despacito —concuerda el padre, no de muy buena gana…
El pequeño sonríe alegremente y empieza a tocar. A medida que avanza la música, Schachtner va tocando cada vez más bajo, hasta parar. Para sorpresa general, el niño sigue ejecutando la pieza solito. Leopold se emociona hasta las lágrimas.
Pero Wolfgang —así se llamaba— deja a todos más admirados aún, tocando en seguida la parte difícil del ¡primer violín!
¿Hecho asombroso? Sí, claro que sí; pero a fin de cuentas, la escena transcurre en Salzburgo, Austria, en el siglo XVIII, donde la música era tan natural como el aire.
Niño prodigio, gran genio musical
Tal vez el lector ya lo haya adivinado. Se trata de Wolfgang Amadeus Mozart, der Wunderknabe, el “niño prodigio”, que a tan tierna edad irrumpe con su increíble talento musical en medio del mundo barroco de Salzburgo.
Poco tiempo después, con “su peluca y su espadita ceñida a la cintura” —como recordaba Goethe— deslumbraría a toda Europa. Viena, París, Londres, Roma… en todas partes lo aclamarían las plateas entusiasmadas.
Innumerables son los relatos de hechos que avalan su portentoso genio musical.
Niño aún, Woferl —como se le apodaba— le dictaba a su padre minuetos llenos de gracia. Asistía a conciertos que duraban horas, y de vuelta a casa los reconstruía en el piano de memoria.
Componía sus óperas —la primera de ellas, Bastián y Bastiana, a los 13 años—, sinfonías, misas, etc., en brevísimo tiempo y, sin revisarlas siquiera, las entregaba a un copista para ser impresas. Escribió la obertura de su ópera Don Giovanni la noche anterior al estreno, manteniéndose despierto gracias a que su esposa lo entretenía con cuentos de hadas, sus favoritos.
Dotado con una inteligencia vivísima, hablaba y escribía correctamente en latín, alemán, francés, italiano e inglés. Se vestía siempre con pulcritud y elegancia, costumbre conservada desde la infancia.
Murió joven, con 34 años, pero dejó una obra monumental. Aún no se termina de catalogar sus composiciones: más de 40 sinfonías, 20 óperas, 20 misas para orquesta, coro y solistas, innumerables conciertos.
Sus dos óperas más famosas pueblan los escenarios de los grandes teatros: La Flauta Mágica y Don Giovanni, cuyas partituras melodiosas enfervorizan a los oyentes, pero constituyen el terror de los directores y solistas que han de vérselas con ellas…
Toda su obra por el “Dies iræ”
Sin embargo… este gran compositor, como quizás otro igual no apareció, una bella tarde de invierno entró en una iglesia poco conocida.
Contemplando la luz proveniente de los últimos rayos de sol, filtrados por los hermosos vidrieras, se dejó envolver por el ambiente del templo sagrado. Pero su atención la atrajo, sobre todo, la melodía de un majestuoso órgano, en el que un músico solitario tocaba el Dies iræ, ensayando ese bellísimo himno para una Misa de difuntos. Wolfgang escuchó atentamente la música, y agotados los últimos ecos en la penumbra de la iglesia, se volvió hacia su acompañante y le confesó emocionado: “Daría toda mi obra por haber compuesto esa sola melodía”.
“Dies iræ, dies illa”. ¿Quién habrá sido el autor de esa sublime música que dejó conmovido a un compositor de la talla de Mozart?
Muchos la atribuyen a Tomás de Celano, biógrafo y discípulo de San Francisco de Asís. Pero el autor puede haber sido también un simple monje anónimo que, en el silencio y recogimiento de su monasterio, se puso a rezar, a meditar… y a cantar.
El inspirador de esa melodía fue el Divino Espíritu Santo. Ella es un fruto de la gracia de Dios, que Nuestro Señor conquistó para todos en lo alto de la Cruz.
¡Qué don maravilloso el genio musical de Mozart! Pero qué poca cosa, comparado a una gota de la gracia divina. El mismo compositor lo reconocía implícitamente en su comentario.
Bien lo decía Santo Tomás de Aquino, afirmando que una sola gota de gracia vale más que todo el universo.
“Salve, llena de gracia.” Así fue saludada por el Arcángel la Virgen María. Pidámosle a Ella, Madre de la Divina Gracia, que nos obtenga no solamente una gota, sino un océano de gracias.
Y así, melodías mucho más bellas que las de Mozart poblarán la tierra y los ángeles nos acompañarán (como el niño prodigio al cuarteto de papá Leolpold) en ese gran concierto que constituirá la era del triunfo del Inmaculado Corazón de María.
Andreas Meran
Revista Heraldos del Evangelio, No. 11, Págs. 42, 43.