Fruto de la Civilización Cristiana, el Ancien Régime todavía exhalaba el perfume de una armonía social perfecta, donde los mayores tenían gusto en proteger a los menores; y los menores, a su vez, tenían alegría en servirlos. Un ejemplo característico de eso es el cuento de Navidad que sigue, narrado por el Dr. Plinio…
Hay un libro pintoresco de Georges Lenôtre – a mi modo de ver, el historiador más sabroso de la Revolución Francesa –, compuesto de cuentos referentes a esa época. 1
Vista exterior de la Conciergerie.
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Se podría preguntar: ¿qué valor tienen esos cuentos? ¿No sería mejor un hecho histórico?
Cuando se da un acontecimiento muy importante como la Revolución Francesa, al lado de hechos que dejaron sus recuerdos en los archivos existieron otros que se contaban de boca en boca y se hicieron célebres. Estos últimos los puede registrar un literato, a fin de conservarlos para la Historia. Fue lo que hizo Lenôtre.
Testimonio colectivo sobre la Revolución Francesa
Un hecho se hace célebre cuando se propaga entre muchos, que ven en él algo típico. Es decir, muchos que vivieron la Revolución y participaron de ella, oyendo el hecho se lo contaron a otros, porque les pareció algo característico. Es una especie de testimonio general sobre el ambiente de la Revolución Francesa.
Alguien podría decir: “¡Cuidado, Dr. Plinio! ʻQuien cuenta un cuento, aumenta un puntoʼ. ¿Será que esos hechos no contienen inexactitudes?” Ahí está lo más sabroso. Esos hechos pasan de boca en boca y van siendo modelados, porque cada uno le coloca algo más característico. Y queda una contribución anónima de muchos sobre cómo vieron ellos la Revolución Francesa. Es decir, tales hechos se vuelven una especie de testimonio colectivo de cómo esas personas sintieron la Revolución Francesa, aunque determinado hecho tenga, a veces, apenas un núcleo verdadero y su periferia sea históricamente discutible.
Además, a través de esos hechos se conoce el ambiente de los acontecimientos. Más o menos como, por medio de los hechos semi-mitológicos de la Grecia Antigua, se toma conocimiento del ambiente de la Grecia Antigua, aunque muchos de ellos sean falsos y otros discutibles.
Preso en la Conciergerie…
Me gustaría comentar uno de esos hechos que nos reproduce la mitología de la Revolución Francesa. 2 Como yo me juzgo inferior a Lenôtre, voy a repetir lo que él narró.
Imaginemos la Conciergerie – la lúgubre prisión en la cual estaban detenidos los nobles procesados –, en las vísperas de la noche de Navidad de 1792, donde está preso un conde francés. Preso por ser noble, de una familia que prestó grandes servicios en el tiempo de las Cruzadas, en las luchas contra los adversarios de la Iglesia, etc., por representar un elemento que se destacaba de otros por su cultura, elegancia y distinción.
Condenado a muerte y esperando que a la mañana siguiente se repitiese la escena de todos los días. La Conciergerie se llenaba de presos todas las mañanas y allí llegaba una carreta en la cual cabían diez, doce, quince personas – a veces eran dos o tres carretas, en aquel tiempo tiradas por caballos o burros –; un hombre bajaba y todos los prisioneros se juntaban. Se leía entonces la lista de los que en aquella mañana deberían morir: quince, veinte, treinta presos, que eran llevados al suplicio; los otros se quedaban aguardando hasta día siguiente…
El individuo que no era llamado tenía todavía un poco de respiración después de la partida de la carreta, pero a medida que iba atardeciendo sentía que tal vez fuese el crepúsculo de su vida que iba llegando. Y en la noche, cuando conseguía dormir, se despertaba angustiado, pensando que podría morir al día siguiente. Era una guerra de nervios.
…un conde recuerda las fiestas de Navidad
Imaginemos a ese conde solo, mirando por las rejas de su mazmorra, recordando hechos pasados de la Navidad que, en su mansión de París, era de un modo determinado.
Él era viudo y tenía apenas un hijo todavía pequeño. Y todas las noches de Navidad el conde le preparaba a su hijo una pequeña cena, levantándolo cuando llegaba la medianoche. El niño se levantaba y encontraba en la sala un pequeño árbol de Navidad brillantemente adornado, cosas para comer y también veía en los zapatos, colocados cerca a la chimenea, los regalos que Papá Noel le había traído. El pequeño era huérfano de madre y el conde procuraba ser para con él lo más afectuoso posible, a fin de sustituir a su progenitora.
Interior de la Conciergerie, en su estado actual.
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Una noche de Navidad, mientras esperaba solo la hora de despertar de su hijo, el conde oye de repente un ruido y, en la chimenea aún no encendida, cae un niño.
Era más bien un jovenzuelo, al cual él le había pagado para limpiar y desobstruir de hollín la chimenea, a fin de que las llamas pudiesen subir de forma bonita. Se trataba de un niño pobre, que tenía la incumbencia de subir por el techo y limpiar la chimenea; era una profesión.
El niño, todo sucio, se yergue espantado y ve ante sí la sala bonita, en la cual se encuentra solo aquel hombre. Podemos imaginar la escena: el conde – con zapatos de charol con tacones rojos, como usaban los nobles, hebillas de plata o de oro, con brillantes y otras piedras preciosas, medias de seda hasta la rodilla, el vestido todo de seda, cabellera blanca empolvada – contando las horas, se espanta cuando cae aquel jovenzuelo.
Él lo ve levantarse y se da cuenta de que su primera reacción había sido la de mirar, lleno de ganas de comer, las cosas que estaban en la mesa, destinadas al otro niño. Tiene pena de él, pero no puede desfalcar la fiesta de su hijo; lo ayuda a remover la suciedad y lo manda a lavarse. El niño llega después a agradecerle al conde, que, al despedirlo, le da un regalo de Navidad.
Era un regalo regio: una moneda de oro llamada Luis, porque tenía la efigie del Rey Luis. Había Luises del tiempo de Luis XV y Luis XVI. Esa moneda sería más o menos lo que la libra esterlina es hoy, y con ella se podría hacer una fiesta de Navidad regia. El niño se retira muy agradecido, y en los años siguientes, cuando se aproxima la fiesta de Navidad, vuelve a la casa del conde para limpiar la chimenea.
Al conde le parece eso gracioso y resuelve darle al niño en cada Navidad una moneda de oro. Y comienza a ayudarlo durante el año, y también a su familia. Se forman, entonces, relaciones como semi-feudales, de vasallaje, simpatía y protección, entre el conde y el niño.
El encuentro del niño del conde con el limpiador de chimeneas
Pasan los años; el limpiador de chimeneas y el hijo del conde se hacen jóvenes. Revienta la Revolución Francesa y el conde es perseguido y preso; su hijo huye de casa, que queda abandonada.
Son vísperas de Navidad. Mientras el conde está en la prisión, recordando esas y otras escenas familiares, su hijo, pobre, vaga en la noche por el barrio donde antiguamente había sido su mansión y encuentra al limpiador de chimeneas, de quien se había hecho amigo, que le pregunta cómo está el conde.
Vista exterior de la Conciergerie.
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– ¿No los sabes? Mi padre está preso.
– ¿Cómo? ¿El conde está preso? ¿Cómo pasó eso?
Y el hijo del conde le cuenta que los nobles estaban siendo apresados. Entonces el joven le dice al limpiador de chimeneas:
– Este año, querido amigo, no tengo el Luis de oro, ni para ti, ni para mí. Aquí sólo tengo un puñado de monedas para subsistir y para encontrar una forma de libertar a mi padre. Pero no sé cómo libertarlo.
El limpiador de chimeneas le pregunta:
– ¿Dónde está su padre?
– En la Conciergerie, en tal lugar.
– Si me da el puñado de monedas para libertar a su padre, ¿Ud. confía en mí que de hecho lo voy a conseguir?
– Toma las monedas.
El conde es libertado
Es día de Navidad en la Conciergerie. El conde está pensando, en su celda, y está encendida una chimenea mísera, raquítica.
El joven limpiador encuentra una forma de bajar por la chimenea, no se quema con las brasas que están ahí vegetando, y, llevando un paquete en sus brazos, aparece ante el conde, el cual queda muy sorprendido y lo indaga:
– ¡¿Tú aquí?! ¿Entrando por ese lugar?
El limpiador de chimeneas dice:
– No tenemos ni minuto que perder. Ejecute el plan que le voy a proponer y todo saldrá bien. Traigo una ropa toda sucia, de limpiador de chimeneas, para que Ud. se la ponga.
Y el conde hace lo que nunca se imaginó en la vida: se pone ropa de limpiador de chimeneas. El joven coge hollín, le arregla la cara al conde y le dice:
– Ahora vamos a salir por la portería, diciendo que somos los limpiadores de chimeneas y ya terminamos el trabajo. Es la hora del cambio de guardia, y el guardia que asume no sabe quién entró a limpiar la chimenea y no controla quién va a salir. Si vamos ya, existe la posibilidad de que los dos escapemos. Si no nos sale bien, nos quedamos presos aquí, pero yo arriesgo mi vida por Ud. No pierda tiempo agradeciéndome. Necesitamos salir ya.
El conde entiende la situación, y los dos se dirigen a la portería. Al llegar allá, el joven se presenta al portero, que estaba dormitando, le hace un guiño al conde y le recomienda: “Vaya andando.”
Y le dice al portero:
– Somos los limpiadores de chimeneas…
– ¡Ah! ¡Llame al que está andando…!
– Él es mi colega. Le quería decir lo siguiente: aquí tengo un paquete de monedas que le mandan a su jefe. Pero no sé si él y yo esperamos a que su jefe se despierte, o si salimos y le dejamos las monedas para que Ud. se las guarde a él.
En ese momento, la situación de ambos quedó entre la vida y la muerte. El hombre pensó un poco y dijo:
– Déjelas aquí que yo se las entrego, pueden salir.
Escenas de la Revolución Francesa.
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Los dos salen despacio, entran en la París desierta y van cerca de la casa del conde, donde el limpiador de chimeneas había marcado un encuentro con el hijo del conde. Ahí se encuentran, toman los caballos y huyen; los tres estaban a salvo de la furia revolucionaria.
Armonía entre las clases sociales
Ese es un cuento que representa una Navidad contrarrevolucionaria dentro de la París revolucionaria, y da una versión real de las relaciones entre las clases sociales antes de la Revolución Francesa. Es una imagen totalmente opuesta de la que presentan por ahí esos librejos que falsifican la Historia.
La figura que normalmente se tendría de un conde en cuya casa se cae un niño a través de una chimenea, sería:
– ¡Hey! ¡Quédate en la chimenea! ¿Además de dañar la chimenea quieres ensuciar la casa? ¡Me las vas a pagar!
Manda a llamar a un hombre y le ordena:
– Envuelva a ese sujeto en papel o en un paño para que no me ensucie la casa. Llévelo afuera y dele unos latigazos y un puntapié en la calle. Y volviéndose hacia el niño le dice:
– Menos mal que no tienes nada de esa comida que está en la mesa para mi hijo. ¡Vagabundo! ¡Plebeyo! ¡Vete de aquí!
Esa es la imagen que esos librejos de Historia insinuarían respecto a ese episodio.
Vimos, sin embargo, que la realidad es completamente diferente. Había armonía, afabilidad, buenas relaciones entre las clases sociales, basadas en un principio profundamente católico, que es el siguiente:
Escenas de la Revolución Francesa.
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Debe haber una jerarquía de clases sociales, pero esa jerarquía no puede ser llevada a tal extremo que, aquel que está encima le niegue la elevada condición de hombre al que está abajo, y sobre todo la alta condición de una persona bautizada, miembro del Cuerpo Místico de Cristo. Por lo tanto, el superior debe tratar al inferior con bondad, con afabilidad, protegerlo, ayudarlo en sus necesidades, e incluso más allá de sus necesidades.
El cumplimiento de ese deber de parte de los que están encima, trae consigo un deber de los que se encuentran abajo: la gratitud. Cuando aquel que fue bienhechor está en apuros, los beneficiados le retribuyen. Ahí está el vínculo que reúne las diferentes clases sociales en una unidad.
Ese pequeño episodio ilustra una realidad histórica y da un ejemplo concreto de un principio profundo de la Doctrina Católica. Muestra cómo la desigualdad de las clases sociales puede ser aprovechada como un elemento para la unión de los hombres, y no para la desunión.
Santo Tomás de Aquino dice formalmente que hay nobles y plebeyos, grandes y pequeños, ricos y pobres, inteligentes y menos inteligentes, no sólo para el beneficio de los que son más, sino también para el beneficio de los que son menos, que al recibir un beneficio de quien es más, ve en este una como imagen de Dios y puede amar mejor al Creador.
En el hecho narrado percibimos cómo el limpiador de chimeneas vio en la bondad del conde una imagen de la bondad de Dios; él se dedicó después al conde, en un acto que tiene algo de la dedicación al propio Dios. De un modo fácil de guardar, atrayente, interesante, está ilustrado un principio doctrinario profundo.
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1) Lenôtre, G. Légendes de Noël, contes historiques. París: J.M. Dent et Fils, 1916.
2) Idem, pp. 161-176. (Revista Dr. Plinio, No. 165, diciembre de 2011, p. 30-35, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 10.8.1974)