En sus cartas y predicaciones, los Apóstoles jamás dejaron de combatir las falsas doctrinas que se propagaban entre los cristianos de los primeros tiempos, pues no puede haber genuino amor a Dios y al prójimo disociado de la verdad.
"Apóstol del Amor” es uno de los varios sobrenombres dados a San Juan Evangelista, y basta leer sus escritos para entender el motivo. En la primera de sus epístolas encontramos la famosa afirmación de que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8) y si recorremos con atención el cuarto Evangelio notaremos cuán impregnado está del indecible afecto de un Dios que se hizo hombre para salvarnos.
Amamos porque Dios nos amó primero
A diferencia de los sinópticos, mucho más sintéticos al narrar lo ocurrido durante la Última Cena, San Juan dedica cinco capítulos a este fundamental episodio de la vida de Cristo. Al estar enfocado su Evangelio hacia los aspectos teológicos y espirituales de la Redención, en él son reproducidas las palabras que Jesús les dirige a sus discípulos en su despedida, entre las que destaca especialmente el célebre mandamiento nuevo.
Detalle del vitral de “La Última Cena” Catedral de Hamilton (Canadá)
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“Amaos unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34), les exhorta poco después de que Judas saliera del Cenáculo. Y más adelante el divino Maestro añade: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).
La relación entre el amor divino que desciende hasta nosotros y el que debemos tener con relación al prójimo es desarrollada con claridad por el evangelista en la primera de sus epístolas. En ella afirma: “Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 7-10).
A la vista de esto, San Juan proclama: “Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4, 11). Los hombres amamos a Dios “porque Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19).
E insiste: “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21).
“Quien comete el pecado es del diablo”
Ciertamente, el apóstol virgen practicaba de modo eximio el mandamiento de la caridad para con Dios y para con el prójimo.
Con una ternura casi maternal se dirige a sus discípulos en esa misma carta tratando de alejarlos del mayor de los males, el pecado: “Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis” (1 Jn 2, 1); “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo” (1 Jn 2, 15).
No obstante, tan entrañable afecto no le impide hacerles una severa advertencia: “Quien comete el pecado es del diablo” (1 Jn 3, 8). Y agrega un poco después: “En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano” (1 Jn 3, 10). Y más adelante reitera: “Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?” (1 Jn 3, 17).
Escenas de la vida de San Juan, por Pedro Sierra: San Juan resucita a Estacteo; Iglesia parroquial de San Lorenzo Morunys (España)
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“Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna”
Otra característica emana de los escritos joánicos: la necesidad de proclamar la verdad ante las herejías que comenzaban a aparecer en la Iglesia naciente, principalmente el gnosticismo.
“Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5). Por eso el evangelista se preocupa en poner de relieve en sus epístolas un aspecto esencial del auténtico amor: debe basarse en la verdad. La segunda de ellas abre con las siguientes palabras: “El Presbítero a la Señora Elegida y a sus hijos, a los que yo amo en la verdad; y no sólo yo, sino también todos los que tienen conocimiento de la verdad, gracias a la verdad que permanece en nosotros y que nos acompañará para siempre” (2 Jn 1-2).
La misma idea se repite al principio de la tercera epístola: “El Presbítero a su querido Gayo, a quien yo amo en la verdad” (3 Jn 1). Y algo más adelante añade: “No puedo tener mayor alegría que enterarme de que mis hijos caminan en la verdad” (3 Jn 4).
Ahora bien, ¿en qué consiste esa verdad?
En la observancia de los mandamientos, conforme enseña el divino Maestro en el Evangelio joánico: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15); “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama” (Jn 14, 21).
Y si aún quedara alguna duda, San Juan esclarece: “Quien dice: ‘Yo lo conozco’, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él debe caminar como Él caminó” (1 Jn 2, 4-6).
Escenas de la vida de San Juan, por Pedro Sierra: predicando la víspera de su muerte; Iglesia parroquial de San Lorenzo Morunys (España)
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“Examinad si los espíritus vienen de Dios”
Sin embargo, no todos los que se dicen seguidores de Cristo procuran vivir en la verdad, como Él vivió. Algunos, presentándose como ovejas del mismo rebaño, osan contestar velada o declaradamente la doctrina enseñada por el divino Maestro. A esos el Discípulo Amado no duda en calificarlos de anticristos.
En su primera epístola, denuncia: “Muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta de que es la última hora. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros” (1 Jn 2, 18-19). Y continúa: “Os he escrito esto respecto a los que tratan de engañaros” (1 Jn 2, 26).
Más adelante alerta: “Queridos míos: no os fieis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo” (1 Jn 4, 1-3).
La misma advertencia se repite en la segunda epístola: “Han salido en el mundo muchos embusteros, que no reconocen que Jesucristo vino en carne. El que diga eso es el embustero y el anticristo. Estad en guardia, para que no perdáis vuestro trabajo y recibáis el pleno salario” (2 Jn 7-8).
Debemos huir del que fomenta divisiones
El alma de San Juan subiendo al Cielo, por Pedro Sierra – Iglesia parroquial de San Lorenzo Morunys (España)
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Para que eso no llegue a ocurrir, el Apóstol del Amor recomienda adoptar una actitud radical que podría parecer, a primera vista, contraria a la ley de la caridad por él propugnada: “Quien permanece en la doctrina, este posee al Padre y al Hijo. Si os visita alguno que no trae esa doctrina, no lo recibáis en casa ni le deis la bienvenida; quien le da la bienvenida se hace cómplice de sus malas acciones” (2 Jn 9-11).
Como buen ministro de Dios, San Juan predicaba no sólo con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo personal. Su discípulo San Policarpo narra al respecto un elocuente episodio. Entró cierto día San Juan en las termas de Éfeso con intención de bañarse, pero salió deprisa inmediatamente, por miedo a que el edificio se viniera abajo, al percibir que allí dentro estaba Cerinto, gnóstico dotado de gran talento especulativo, del que se valía para difundir la falsa doctrina.1
No es menos categórico, en esta materia, el Apóstol por antonomasia. En la carta dirigida a su discípulo Tito, dispone: “Huye del que es sectario después de haberlo amonestado una o dos veces” (Tit 3, 10). Y en otra epístola previene a los gálatas: “Aunque nosotros mismos o un ángel del Cielo os predicara un evangelio distinto del que os hemos predicado, ¡sea anatema! Lo he dicho y lo repito: Si alguien os anuncia un evangelio diferente del que recibisteis, ¡sea anatema!” (Gál 1, 8-9).
Combatir el error es un acto de amor a Dios
En los primeros albores de la Santa Iglesia, las puertas del Infierno suscitaron contra ella dos férreos enemigos: la persecución y la herejía. Ahora bien, si la primera pobló de mártires los Cielos y sembró cristianos en el inmenso territorio del Imperio romano, ¿quién podrá contar el número de almas que la segunda arrojó en el Infierno?
En el cumplimiento de su sagrado ministerio, los Apóstoles, formados personalmente por el divino Maestro, no dejaron de combatir las falsas doctrinas que se propagaban entre los cristianos de los primeros tiempos. Así lo prueban las epístolas de San Juan, como también las de San Pedro, San Pablo, San Judas y Santiago. Todas ellas dan magnífico ejemplo de celo por la gloria de Dios y por la salvación de las almas, al mismo tiempo que enfrentan el error.
No puede existir amor genuino lejos de la Luz que resplandece en las tinieblas, ni amor al prójimo disociado de aquel que se encarnó, padeció y murió por nosotros.
1 Cf. SAN IRENEO DE LYON. Contra las herejías. L. III, c. 3, n.º 4.