Numerosos son los frutos que el fiel puede sacar de la frecuente asistencia a la Santa Misa. Entre ellos, a menudo se olvida uno de suma importancia: aprovechar la inmensa riqueza de la Sagrada Escritura.
La participación en el Banquete Eucarístico, infinito obsequio de Dios a los hombres, no puede ser visto como mera rutina u obligación del fiel en los días de precepto. Porque al ser Dios la Sabiduría en sustancia, todo lo que Él hace obedece a un designio superior para su mayor gloria, mejor ordenación de las criaturas y beneficio de los hombres.
Consideradas desde este prisma, las obligaciones que la Iglesia nos impone —la primera de las cuales es participar en la Misa los domingos y los días de precepto— adquieren un brillo muy especial, revelando las maravillas que durante el Santo Sacrificio se nos ofrece a manos llenas.
Por otro lado, apreciar mejor el sentido y la profundidad de las diversas partes de la Celebración Eucarística, nos ayudará mucho a hacer que ocupe en nuestras agitadas vidas su merecido lugar: el del más importante acontecimiento de la semana, o del día.
Ahora bien, si en el momento de la Comunión el fiel encuentra la más íntima unión posible con su Redentor, presente en las Sagradas Especies, no podemos olvidar que Cristo también está presente “en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla”.1
Deslumbrados por la inefable gracia de recibir en nuestro corazón al Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor, corremos el riesgo de subestimar el inmenso valor de la Liturgia de la Palabra. Por otra parte, acompañar con devoción la hermosa sucesión de lecturas que ésta nos presenta puede darnos una visión de conjunto, armoniosa y con profundo sentido teológico de toda la Revelación.
¿Cómo y con qué objetivo fue compuesto ese auténtico florilegio bíblico que se desarrolla progresivamente a lo largo de los años? Empecemos con un poco de Historia…
La Celebración Eucarística en los tiempos apostólicos
Desde tiempos inmemoriales, la Iglesia se reunía para celebrar en comunidad la “fracción del pan” (cf. Hch 2, 42.46; 20, 7.11), es decir, la Eucaristía, acompañada siempre de la lectura de la Palabra de Dios. Lo hacía, por cierto, de un modo heredado de la Sinagoga (cf. Lc 4, 16-21), y paulatinamente a los libros del Antiguo Testamento se fueron uniendo los del Nuevo. No resulta difícil imaginar la avidez de los primeros cristianos por recibir esos testimonios que les narraban las obras y enseñanzas de Aquel que “pasó haciendo el bien” (Hch 10, 38) y les instruían acerca de la manera cristiana de vivir, tan diferente de la heredada de los paganos o de la decadente religión judaica.
La esencia de la celebración dominical en aquellas primeras épocas era la misma de nuestros días, tanto en lo relativo a la Palabra de Dios como a la renovación del Sacrificio del Calvario. Así lo manifestaba ya en el siglo II, por ejemplo, San Justino:
“El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos; y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, las ‘Memorias de los Apóstoles’ o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el que preside toma la palabra para hacernos una exhortación e invitación para que imitemos esas hermosas enseñanzas. Seguidamente, nos levantamos todos a una y elevamos (a Dios) nuestras preces, y éstas terminadas, como ya dijimos, se ofrece pan, vino y agua, y el que preside, según sus fuerzas, hace igualmente subir a Dios sus oraciones y acciones de gracias, y todo el pueblo expresa su conformidad diciendo: ‘Amén’. Luego se hace la distribución de los alimentos que fueron consagrados, para cada uno. Enviándose su parte, por medio de los diáconos, a los ausentes”.2
Una reforma exigida por las circunstancias
A lo largo de los siglos, la contemplación amorosa de la Palabra de Dios durante la Celebración Eucarística ha ido evolucionando de forma orgánica y adaptada a las diversas culturas en las que el cristianismo iba esparciendo la semilla del Reino de los Cielos. Y como todavía no existían costumbres uniformes en la Iglesia universal, los diferentes ritos recogían determinado número de lecturas que no siempre estaban metódicamente organizadas.
Acompañar con devoción la hermosa sucesión de lecturas puede darnos una visión de conjunto completa, armoniosa y con profundo sentido teológico de toda la Revelación.
“Adoración de los Reyes Magos”, por Pietro Lorenzetti – Museo del Louvre, París; “Las tentaciones de Jesús” – Catedral de Salamanca (España), y “La Ascensión” – Catedral de La Seo, Zaragoza (España)
Más adelante, las iglesias particulares —a menudo coligadas con otras de una misma región o nación— empezaron a crear los llamados leccionarios, libros parecidos a los utilizados en la actualidad, que contienen los pasajes de la Escritura que se proclaman en la Liturgia en cada momento del año. Dentro de esta inmensa variedad se mantenían invariables el primitivo celo de los pastores y el entusiasmo de los fieles por las Sagradas Letras.
La uniformización vendría en el siglo XVI, exigida de forma apremiante por las circunstancias. En primer lugar, los límites del mundo conocido aumentaron bastante, presentando un inmenso reto misionero. Dada la amplitud de las tierras descubiertas fue necesario dotar de unidad al culto católico.
Por otra parte, la negación del carácter sacrificial de la Santa Misa y de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía propugnado por Lutero y sus seguidores exigía, para el bien del rebaño, que estos puntos fundamentales de la doctrina católica fueran resaltados.
Éstas y otras razones llevaron al Papa San Pío V a promover una reforma litúrgica aplicable a toda la Iglesia de rito romano. Y estableció para la Liturgia de la Palabra un ciclo anual con dos lecturas semanales que, de manera muy diferente a nuestros días, estaban incluidas en el propio misal.
Nuevos retos, nuevos remedios
En estas breves pinceladas históricas vemos como “la Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia”.3
Pero en la segunda mitad del siglo XX, casi cuatrocientos años después de la reforma llevada a cabo por San Pío V, la Iglesia se encontraba con una sociedad que se iba apartando a pasos agigantados del camino del Redentor, sumergiéndose en una mentalidad cada vez más materialista.
Fue preciso entonces dotar a los cristianos de eficaces recursos para fortalecer la fe ante esta situación. Por eso el Concilio Vaticano II consideró como uno de los medios más adecuados revalorizar la Palabra de Dios. Así pues, siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, la magna Asamblea decidió exponer en la Constitución dogmática Dei Verbum “la doctrina genuina sobre la divina Revelación y sobre su transmisión para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame”.4
En efecto, como ya lo afirmaba San Agustín, si el “pan es la Palabra de Dios que cada día se nos predica”, 5 cabe dar alimento con mayor profusión a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo en el momento en que más lo necesitan.
“Es conveniente que los cristianos tengan amplio acceso a la Sagrada Escritura”,6 afirma la Dei Verbum. Dos años antes, laSacrosanctum Concilium recomendaba: “A fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura”.7
La Esposa de Cristo, inalterable en su esencia, crece siempre en gracia y santidad frente a los retos que cada época le presenta. Y la reforma de la mesa de la Palabra traería beneficios no pequeños al pueblo de Dios en los nuevos tiempos.
La Liturgia de la Palabra en la reforma conciliar
Los padres conciliares manifestaron en laSacrosanctum Concilium un ardiente deseo sintetizado en estas palabras: “En las celebraciones sagradas debe haber lectura de la Sagrada Escritura más abundante, más variada y más apropiada”.8
Para hacer efectivo ese anhelo, la Iglesia creó el Leccionario dominical, reservado para los domingos y solemnidades, y otro ferial, usado entre semana. El dominical se compone de tres ciclos sucesivos: A, B y C, y cada uno abarca un año litúrgico completo. El ferial se divide en años pares e impares, proporcionando mayor variedad en las lecturas bíblicas: sólo los pasajes evangélicos en los años pares e impares son los mismos, mientras que los de la primera lectura y del salmo son diferentes.
De esta forma, sólo con la participación en la Misa dominical los fieles recorren a lo largo de tres años la casi totalidad de los Evangelios y los pasajes más importantes del Antiguo y del Nuevo Testamento; mientras que los asistentes a la Eucaristía diaria pueden beneficiarse con mucha más amplitud del tesoro de la Sagrada Escritura, recorriéndolas casi por completo.
Tres ciclos para los tres Evangelios sinópticos
En los ciclos mencionados antes la liturgia dominical contempla los tres sinópticos en el mismo orden que constan en el Nuevo Testamento: el Ciclo A nos presenta el Evangelio de San Mateo; el Ciclo B, el de San Marcos; y el Ciclo C, el de San Lucas.
San Juan tiene un lugar propio a lo largo de los tres ciclos. Ante la brevedad del Evangelio de San Marcos, el Discípulo Amado adorna con sus escritos evangélicos los domingos del 17º al 26º del Ciclo B. Y la profundidad teológica de su pluma marca los domingos de la Cuaresma y de la Pascua, proporcionando a estos importantes períodos una verdadera catequesis sacramental de gran valor doctrinal.
Cada uno de los ciclos está enriquecido con peculiaridades del respectivo evangelista. San Mateo, por ejemplo, tiene una innegable impronta judeo-cristiana, pero su Evangelio está todo orientado a la predicación para el mundo pagano recién convertido. Nos muestra a Jesús como el príncipe destinado a gobernar Israel (cf. Mt 2, 6), pero que trae la salvación para todas las naciones (cf. Mt 12, 18ss) y es rechazado precisamente por el pueblo judío. El nuevo Israel es la Iglesia y la verdadera ley es la justicia entendida como santidad.
En el Evangelio de San Marcos, escrito para los cristianos procedentes del judaísmo, Jesús está muy presente como el Mesías prometido. A pesar de su brevedad sirvió de base a los otros sinópticos.
San Lucas, el más culto y minucioso de los tres, ofrece un Evangelio escrito por un no judío para lectores no judíos, con base en informaciones de terceros, como él mismo afirma (cf. Lc 1, 1-4).
Gracias a sus dos primeros capítulos, que bien se podrían llamar el “Evangelio según María”, conocemos muchos detalles de la historia de la infancia de Jesús no contemplados en los otros sinópticos.
Armonía entre las lecturas bíblicas
Pero la Liturgia de la Palabra no se limita a los Evangelios. Los domingos también son proclamadas una lectura del Antiguo Testamento y otra del Nuevo, unidas por un salmo responsorial —enriquecedora innovación que aporta la reforma conciliar—, lo cual proporciona una saludable multiplicación de los textos propuestos para la meditación de los fieles.
Para armonizar esos diversos elementos los compiladores siguieron un doble criterio. En relación a los Evangelios, a menudo se leen pasajes secuenciados del mismo evangelista en sucesivos domingos de determinado tiempo litúrgico. Así ocurre, por ejemplo, durante el Tiempo Ordinario en el que, prácticamente sin interrupciones, la perícopa de cada domingo es una continuación de la del domingo anterior. De esta manera se contempla a lo largo del año la práctica totalidad de cada sinóptico. Esta ordenación, no obstante, a veces cede el sitio a un criterio temático, que selecciona el pasaje evangélico en función de la materia más adecuada a ser abordada en determinado tiempo litúrgico, como veremos más adelante.
Organizados de este modo los Evangelios, centro y finalidad de la Liturgia de la Palabra, los demás textos litúrgicos se ordenan a partir de aquellos. Las lecturas del Antiguo Testamento de los domingos no son escogidas teniendo como objetivo la continuidad sino en función del respectivo Evangelio. Se prefirió este método para destacar la importancia de la Buena Nueva. De esta manera, la primera Lectura puede presentarnos una prefigura del hecho narrado por el evangelista o una profecía que lo anuncia, así como recoger un hecho de la Historia de la Salvación evocado por el Señor o resaltar, por un lado, el tremendo contraste entre el reino de pecado y la miseria humana antes de la venida del Salvador y, por otro, su divino mensaje.
Consideremos, a título de ejemplo, la primera Lectura correspondiente al Evangelio del domingo 32º del Tiempo Ordinario, comentado por Mons. João Scognamiglio Clá Dias en la edición anterior de esta revista. Paralelamente al gesto de la pobre viuda que depositó en el arca del Templo todo lo que tenía (cf. Mc 12, 41-44), la primera Lectura nos presenta la figura de la viuda de Sarepta que no dudó en alimentar al profeta Elías con un puñado de harina y un poco de aceite que le quedaban para ella y su hijo (cf. 1 Re 17, 10-16).
Y si la primera Lectura apunta al Evangelio, podemos decir que la segunda, sacada del Nuevo Testamento, parte de él como una continuación o profundización que gana en densidad teológica al ser analizada a la luz de los demás textos litúrgicos. De modo que, la segunda Lectura del domingo 32º del Tiempo Ordinario nos muestra el modelo de generosidad de alma a la que nos invitan tanto el Evangelio como la primera Lectura: es el mismo Jesucristo quien, como Sacerdote, intercede por la humanidad, tras realizar el sacrificio pleno de sí mismo (cf. Hb 9, 24-28).
Finalmente, el salmo responsorial es escogido en armonía con las demás lecturas.
Los tiempos fuertes o privilegiados
Mucho más meticulosa que en el Tiempo Ordinario es la estructura de la Liturgia de la Palabra en los llamados tiempos privilegiados o fuertes, que recuerdan los grandes acontecimientos de nuestra Redención o que nos preparan para ellos: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. En estos tiempos más favorables a la gracia, el criterio de selección se centra mucho más en la temática que en la continuidad.
El Adviento, que marca el comienzo de cada año litúrgico, comprende dos preparaciones: una escatológica y una natalicia. Así, las lecturas de los tres primeros domingos nos hablan de la vigilancia y del fin del mundo, y las del cuarto constituyen una preparación inmediata para el nacimiento del Salvador.
En el Tiempo de Navidad se rememoran los acontecimientos siguientes a la Encarnación del Señor, completados en las lecturas con el profundo soporte teológico de los escritos de San Juan sobre este tema. La Cuaresma, a su vez, se configura como un período penitencial de preparación para la Pascua. En los tres ciclos, el primero y el segundo domingo recogen de acuerdo con cada sinóptico los episodios de las tentaciones de Jesús en el desierto y la Transfiguración. Mientras que los domingos tercero, cuarto y quinto contemplan realidades diferentes, aunque riquísimas, en cada ciclo.
Paralelamente, las lecturas del Antiguo Testamento nos presentan durante ese período un verdadero resumen de la Historia de la Salvación que culmina en el quinto domingo con las profecías más importantes a respecto de la Nueva Alianza.
En cuanto a las lecturas de la Pascua, éstas recogen, después del relato de las diversas apariciones del Señor resucitado, el inmenso tesoro teológico del Evangelio de San Juan en los pasajes que subrayan la alegría pascual.
Todo esto se complementa con las narraciones de los Hechos de los Apóstoles, que constituyen la concreción de todas las promesas del Antiguo Testamento y el fruto de la semilla echada por el Señor. Y para cerrar ese tiempo de júbilo tenemos las solemnidades de la Ascensión y de Pentecostés.
No despreciemos el don de Dios
Por lo tanto, vemos que la Liturgia de la Palabra no constituye un tipo de rito introductorio para la Liturgia Eucarística, mediante la cual conocemos mejor la Historia Sagrada, sino una parte fundamental de la celebración que prepara nuestras almas de la manera más adecuada posible para el Sacrificio y el Banquete eucarísticos.
No en vano, afirma San Cesáreo de Arlés, refiriendo un pensamiento de su admirado maestro San Agustín: “la Palabra de Dios no es menos importante que el Cuerpo de Cristo. Por eso, así como tenemos cuidado, cuando nos es distribuido el Cuerpo de Cristo, de no dejar caer nada de él en el suelo, debemos del mismo modo tomar igual cuidado en no dejar escapar de nuestro corazón la Palabra de Dios que nos es comunicada, pensando o hablando otra cosa. Porque no es menos culpable quien escucha la Palabra de Dios con negligencia que quien deja caer al suelo, por negligencia, el Cuerpo del Señor”.9
Sigamos el sabio consejo de este santo arzobispo y tengamos debidamente en cuenta el inmenso tesoro que la Iglesia pone a nuestra disposición durante la Misa, conscientes de que eso nos dará grandes frutos de santidad y contribuirá a conocer mejor y amar más a Nuestro Señor Jesucristo.
(Padre Ignacio Montojo Magro, EP; Revista Heraldos del Evangelio, Dic/2012, n. 132, pag. 32 a 37) |