Pontífice, pastor y padre
El largo pontificado del Beato Pío IX está cuajado de episodios en los que brilla su bondad como pastor y padre. Ignorar esta faceta de su vida nos llevaría a tener una imagen distorsionada de su verdadera fisonomía espiritual.
La Ciudad Eterna está de fiesta. Una multitud procedente de numerosos países se aglomera en la Plaza de San Pedro para asistir a la procesión, que comienza puntualmente. Doscientos obispos, dispuestos en dos alas por orden de antigüedad, preceden al Colegio Cardenalicio. Vestidos con mitra y capa pluvial, los Sucesores de los Apóstoles componen la corte del Vicario de Cristo, que cierra la fila revestido con todo el esplendor de los ornamentos papales.
El coro entona la Letanía de los Santos, como invitando a la Iglesia Triunfante a participar en los honores que la Iglesia Militante rendirá a la Reina del Cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres. El Papa toma asiento y empieza la Santa Misa.
Finalizado el cántico del Evangelio, entonado en griego y latín, el cardenal decano, acompañado por un prelado de cada rito, se acerca al trono pontificio y manifiesta las súplicas de toda la Iglesia para que el Santo Padre declare que María ha sido concebida sin pecado original. El Papa acoge el pedido con alegría e invoca al Espíritu Santo. Todos se postran de rodillas en el suelo y al unísono elevan sus voces al Cielo, con el cántico del Veni Creator Spiritus.
Entonces se inicia la lectura solemne de la bula Ineffabilis Deus: “Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y por consiguiente, que debe ser creída, firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”.1 La batería del Castillo de Sant’Angelo saluda con una salva el nuevo dogma y todas las campanas de Roma repican para anunciar la glorificación de la Virgen Inmaculada.
Ahora bien, ese mismo hombre que preside tan solemne ceremonia acostumbraba pasear por la Ciudad Eterna “rodeado de una multitud de pobres e indigentes, consolándolos con sus palabras y limosnas; o por un corrillo de niños a los que les hacía preguntas de doctrina, y cuya expansiva alegría ruidosa demostraba el afecto paternal con que les hablaba”.2
Fiel a su ministerio en cualquier circunstancia
Así era Pío IX, el Papa que marcó la historia de la Iglesia con el dogma de la Inmaculada Concepción; el celoso guardián de la ortodoxia, autor del Syllabus y de la encíclica Quanta cura; el que convocó el Concilio Vaticano I y declaró la Infalibilidad Pontificia. Su gobierno atravesó casi todo el siglo XIX, obligándolo a enfrentar con heroica valentía los intrincados problemas de su época, minada por materialistas y revolucionarios de los más diversos colores.
Al inscribirlo en el catálogo de los beatos, Juan Pablo II dijo de él: “En medio de los acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de adhesión incondicional al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel a los compromisos de su ministerio en todas las circunstancias, supo atribuir siempre el primado absoluto a Dios y a los valores espirituales. Su larguísimo pontificado no fue fácil, y tuvo que sufrir mucho para cumplir su misión al servicio del Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado”.3
Sin embargo, la larga y proficua vida de este beato está cuajada de hermosos fioretti, ocurridos entre una y otra batalla en pro de la Iglesia, en los que brilla su bondad como pastor y padre. Son episodios menores, por así decirlo, muchas veces ignorados por los que escriben la Historia, y sin los cuales se tiene una imagen distorsionada de su verdadera fisonomía espiritual. Veamos algunos de ellos, dentro de los estrechos límites que nos permite un artículo.
Una infancia marcada por la idea de un Papa prisioneiro
Juan María nació en Senigallia, una de las ciudades más antiguas de la Península Itálica, el 13 de mayo de 1792, en los conturbados tiempos de la Revolución Francesa. Era el segundo hijo del conde Jerónimo Mastai-Ferretti y Catalina Solazzi, de no menor nobleza.
Aún era muy niño cuando las tropas de Napoleón invadieron Italia y se llevaron preso a Pío VI, ya un anciano de 81 años. Desde entonces la condesa empezó a rezar con su familia por el Papa sufridor, y el pequeño Juan María, a pesar de su tierna edad, comenzó a interesarse por las noticias del augusto prisionero, que llegaban con frecuencia, y por las desgracias que pesaban sobre la Iglesia en esa época de impiedad y anticlericalismo.
Incapaz de entender la razón por la cual, siendo el Señor del universo, Dios permitía que su Vicario en la tierra fuese tratado como un malhechor, le habló a su madre sobre esta perplejidad suya, y ella le respondía con piedad:
— Hijo mío, justamente por eso Dios permite que sea tratado como lo fue el mismo Cristo.
Pío VI murió en el exilio. Al enterarse de las dificultades que existían para la realización del cónclave, el muchacho le preguntó a la condesa:
— Mamá, ¿es verdad que ya no tendremos Papa?
— Quédate tranquilo, hijo mío, pues los reyes pueden morir y no ser sustituidos. Los Papas, no obstante, jamás se acabarán. Ten confianza. Dios proveerá.4
Juan María nunca se olvidó de tal respuesta.
Consagrado a la Virgen ya desde la cuna
Cuando cumplió los 12 años, entró en el colegio Valterra, en la Toscana, dirigido por los religiosos escolapios. Aquí mostró su inclinación para el estado eclesiástico, a pesar de las crueles pruebas por las que pasaba la Iglesia, o tal vez a causa de ellas. Sin embargo, años más tarde una terrible enfermedad —la epilepsia— se manifestó en el chico, y fue declarada por los médicos como incurable, con un probable fin cercano.
Ahora bien, la condesa Mastai- Ferretti, además de darle a su hijo el nombre del discípulo amado y de María Santísima, lo había consagrado a la Virgen cuando aún estaba en la cuna: “Adóptalo también, oh Madre mía, así como adoptaste al discípulo; te lo consagro, te lo entrego”.5 Y María Santísima, como veremos, aceptó con agrado el encargo de la fervorosa madre. El pronóstico de los galenos no debilitó su vocación. El joven se fue a Roma y empezó a asistir al curso de Teología. Algún tiempo después, habiendo recibido ya las órdenes menores, regresó a Senigallia junto con el príncipe Odescalchi, prefecto de la corte pontifical, que se dirigía hacia allí para realizar una misión. También los acompañaban Mons. Vicente Strambi, hoy canonizado, y algunos sacerdotes más.
Aquella misión, durante la cual sirvió como catequista, marcó el inicio de sus primeros trabajos de evangelización. Y, lejos de perjudicar su salud, las actividades misioneras fueron muy benéficas para él, por lo que, de vuelta en Roma, el príncipe Odescalchi consiguió las autorizaciones necesarias para que Juan María fuese ordenado diácono en diciembre de 1818.
A fin de pedir a la Virgen su completa e inmediata curación, hizo una peregrinación a la Santa Casa de Loreto y desde entonces los ataques cesaron enteramente. Poco después, el Papa Pío VII le concedió la autorización para que terminara sus estudios de Filosofía y Teología en el Colegio Romano. Y en abril de 1819 recibió la ordenación sacerdotal, con la condición de que celebrase el Santo Sacrificio asistido siempre por otro presbítero.
No obstante, habiendo pasado varios meses, se atrevió a pedirle al Papa le dispensara de tal molestia, confiado en la gracia recibida en Loreto. Y el Santo Padre, como respuesta, predijo: “Sí, queremos concederte esa merced, y más porque me parece que de ahora en adelante no serás atormentado por esa cruel enfermedad”.6
De hecho, la dolencia desapareció por completo, llevándolo a declarar que debía a María Santísima “la gracia de su vocación al sacerdocio y la salud necesaria para subir a tan sublime dignidad”.7
Una paloma blanca sobre el carruaje
Una vez ordenado, el P. Mastai- Ferretti tuvo como primera tarea la dirección del Instituto Tata Giovanni, donde no sólo educaba e instruía a los cien huérfanos albergados allí, sino que los sustentaba con sus propios recursos. En 1820 le designaron para acompañar al arzobispo Juan Muzzi, nombrado Nuncio Apostólico para Chile, y fue dura la separación de aquellos niños: “le agarraban de la ropa, y los que no podían acercarse le suplicaban que no los abandonase”.8
En el ejercicio de su nueva función, recorrió no sólo Chile, sino también Argentina, Bolivia, Perú, Colombia y Uruguay, y conoció a fondo la situación de la Iglesia en esas tierras. De regreso a Roma, en 1825, recibió el encargo de dirigir el Asilo de San Miguel.
Con tan sólo 35 años fue nombrado Arzobispo de Spoleto, y unos años más tarde Gregorio XVI lo transfirió a la Diócesis de Imola, lo que según los criterios de la época indicaba el deseo de crearlo pronto cardenal. Tanto en una como en otra, dejó su huella de pastor celoso y numerosos beneficios para su rebaño.
De hecho, el 14 de diciembre de 1840, Mons. Juan María recibía de manos del Papa la birreta cardenalicia, junto con el título de cardenal presbítero de los Santos Marcelino y Pedro. Y en 1846, con la muerte de Gregorio XVI, se dirigió a la Ciudad Eterna para participar en el cónclave.
Durante ese viaje ocurrió un hecho que merece la pena recordar. Al atravesar Fossombrone, provincia de Marca, el carruaje que llevaba al cardenal Mastai se detuvo un momento y se le acercó una gran multitud, pues no todos los días se podía ver a un príncipe de la Iglesia. De repente, apareció una paloma blanca, sin saberse de dónde, y se posó sobre el techo del coche de caballos. El pueblo lo tomó como un buen presagio y empezó a aplaudir y gritar: “¡Viva! ¡Viva!”. La pequeña ave no se asustaba, permaneciendo tranquila incluso cuando la acosaban con una vara. Las aclamaciones de aquella gente, resonaron entonces proféticamente: “¡Viva! ¡Viva! ¡Es este el Papa!”.9
Tenía razón el pueblo de Fossombrone. El 16 de junio de 1846 el Sacro Colegio lo eleva al Solio Pontificio.
Pío IX comenzó su gobierno concediendo una amnistía a los partidarios de crímenes políticos, acto de generosidad que le trajo muchos aplausos, venidos incluso de los enemigos del papado. Sin embargo, el hijo de la condesa, que tanto había rezado por Pío VI, no se hacía ilusiones. Sabía que después de los Hosannas no tardaría en oír el Crucifige, pronunciado por los mismos labios que en ese momento lo ovacionaban. “¡Ay —exclamó en una ocasión—, lo sé muy bien, al Domingo de Ramos le seguirá la semana de Pasión!”.10
Tres horas diarias de adoración
Como todas las almas bienaventuradas, Pío IX no dejó de ser un hombre de profunda vida interior. “Tres horas durante el día dedica el Santo Padre de rodillas a la adoración al Santísimo Sacramento. Aquí es donde bebe las luces y la fuerza de las que carece para administrar la Iglesia”, 11 afirma uno de sus biógrafos.
Tan pronto como amanecía, el Papa celebraba la Santa Misa en su capilla privada, donde él mismo cuidaba la lámpara que ardía perpetuamente ante el sagrario. Su Misa era pausada, y no era extraño que su rostro se inundara de lágrimas cuando tenía en sus manos consagradas el Cuerpo, Alma y Divinidad de Aquel de quien era su Vicario.
Y cuando tuvo que huir a Gaeta, en el reino de Nápoles, tras haber sido prisionero en el Palacio del Quirinal, se llevó una pequeña teca colgada al cuello con el Santísimo Sacramento, la misma que había usado Pío VI cuando estuvo cautivo en Valence-sur-Rhône.
No sólo a Jesús y a María, sino también a su castísimo esposo, San José, le dedicaba Pío IX una particular devoción. Su afecto filial al padre adoptivo de Jesús le llevó a instituir su fiesta como Patrón de la Iglesia universal.
Un padre que inspira confianza
Pero quizá uno de los aspectos de la riquísima personalidad de este Papa que más convenga destacar, en estas breves líneas, es el de la total confianza que en él depositaban los fieles, como la que se tiene en un verdadero padre.
Cierto día, un habitante de Monti, barrio vecino a la residencia pontificia, perdió el caballo con el que iba al mercado a vender sus provisiones para mantener a su familia. Conociendo la generosidad del Santo Padre, se dirigió hacia el palacio para preguntarle al Pontífice si le podía regalar alguna cabalgadura que estuviera dejada de lado en su establo.
Pío IX tomó el pedido con naturalidad e incluso con satisfacción, concediéndole no sólo lo que le pedía, sino también dos monedas de oro. “Este hombre no debe ser rico —pensó el Pontífice—, pues si lo fuese, ¿iría a buscar un caballo al Quirinal?”.12
Una demostración más de su paternal afecto se dio con un soldado suizo de Lucerna, voluntario del ejército pontificio, que resultó herido de muerte tras luchar como un héroe en Castelfidardo. Al no ser católico, los enemigos del Papa le concedieron la libertad de viajar a Roma, a donde llegó en un lamentable estado. Al saber el deseo que el pobre soldado tenía de hablarle, Pío IX fue personalmente a visitarlo y, estando a su cabecera, oyó de los labios del bravo militar estas conmovedoras palabras: “Voy a morir, lo presiento, Santo Padre, pero muero contento porque estáis a mi lado y, ¿muriendo por la Iglesia Católica podría morir en otra religión?”. 13 El Papa lo abrazó, le bendijo y lo acogió en el seno de la Iglesia. Le administró los últimos sacramentos y pocas horas después expiró.
Pastor y padre, así fue como el Vicario de Cristo terminó sus días el 7 de febrero de 1878. Su último acto pontifical, ya en su lecho de muerte y a punto de entregar su alma al Creador, consistió en una última bendición para el Colegio Cardenalicio y para todo el mundo católico, dada con una cruz de madera que llevaba siempre consigo, en la cual estaba incrustado un fragmento del Santo Leño.14
Tal vez recordaría en aquel momento las palabras de su anhelada progenitora que tanto le marcaron en su infancia: “Los reyes pueden morir sin ser sustituidos. Los Papas, no obstante, no se acabarán nunca sino con el mundo”. Moría con la fe inquebrantable en la promesa del Señor —“tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18)—, imbuido de la certeza de que las revoluciones pasan y aunque sus vientos impetuosos sacudan la Barca de Pedro, jamás dejará de arribar a buen puerto. ²
1 PÍO IX. Bula Ineffabilis Deus, n.º 41. 2 VILLEFRANCHE, Jacques Melchior. Pio IX. São Paulo: Panorama, 1948, pp. 391-392. 3 JUAN PABLO II. Homilía. Beatificación de cinco siervos de Dios, 3/9/2000, n.º 2. 4 Cf. VILLEFRANCHE, op. cit. pp. 2-4. 5 HUGUET, SM. O espírito de Pio IX. Río de Janeiro: B. L. Garnier, 1875, p. 18. 6 VEUILLOT, Louis, apud HUGUET, op. cit., p. 62. 7 HUGUET, op. cit., p. 23. 8 VILLEFRANCHE, op. cit., p. 10. 9 Ídem, p. 19. 10 Ídem, p. 52. 11 HUGUET, op. cit., p. 5. 12 VILLEFRANCHE, op. cit., p. 35. 13 Ídem, p. 252. 14 Cf. SODERINI, Eduardo. Il Pontificato di Leone XIII. Milán: A. Mondadori, 1932, v. I, p. 8.
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