Según la Liturgia, fue en el mes de septiembre que, hace más de veinte siglos, vino al mundo la Mujer destinada a ser Madre del Divino Salvador. Al recordar ese nacimiento venturoso entre todos para el género humano, el Dr. Plinio tejió los piadosos y admirativos comentarios que ahora transcribimos.
El nacimiento de Nuestra Señora le trajo a la humanidad un valor entonces desconocido, debido a la falta de nuestros primeros padres: una criatura exenta de cualquier mancha, un lirio de hermosura incomparable que debería alegrar a los coros angélicos y a la tierra entera. Era, en medio del exilio del género humano corrompido, el aparecimiento de un ser inmaculado, concebido sin pecado original.
Considérese aún, que Nuestra Señora traía consigo todas las riquezas naturales que pueden caber a mujer. Dios le concedió una personalidad valiosísima, y también a ese título su presencia representaba un tesoro verdaderamente incalculable.
Desde el momento en que vino al mundo, Nuestra Señora comenzó a influir en los destinos de la humanidad (El nacimiento de la Virgen, por Zurbarán)
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No obstante, si a los dones naturales añadimos los tesoros de gracias inconmensurables que con Ella venían, los más grandes que Dios Nuestro Señor le haya concedido a alguien, podemos comprender el enorme significado de su advenimiento al mundo. ¡El nacer del sol es una pálida realidad en comparación con la aurora resplandeciente que fue el aparecimiento de Nuestra Señora en esta tierra! La entronización más solemne que se pueda imaginar de un rey o de una reina, o los fenómenos naturales más grandiosos, nada son delante del nacimiento de María, momento bendito ciertamente saludado por la alegría de todos los ángeles del Cielo, y, se puede conjeturar que haya provocado sentimientos de júbilo inusitados en las almas rectas esparcidas por la tierra.
Ese sentimiento de alegría bien puede ser expresado con una paráfrasis de las palabras de Job: “¡Bendito el día que vio nacer a Nuestra Señora, benditas las estrellas que la vieron pequeñita, bendito el momento en que vino al mundo la criatura virginal destinada a ser Madre del Salvador!”
El comienzo de nuestra redención
Si se puede decir que la redención de los hombres tuvo inicio con el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, se puede afirmar que lo mismo se aplica – guardadas las proporciones – a la natividad de Nuestra Señora. Pues todo lo que nos trajo el Salvador comenzó a llegar con Aquella que lo daría al mundo.
De ahí se comprenden todas las esperanzas de salvación, de indulgencia, de reconciliación, de perdón y de misericordia que se abrieron, al fin, para la humanidad, en aquel día bendito en el que María nació en esta tierra de exilio. Momento feliz y magnífico, marco inicial de una existencia insondablemente perfecta, pura, fiel, y que sería la mayor gloria del género humano en todos los tiempos, sólo por debajo de Nuestro Señor Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado.
Muchos teólogos afirman que Nuestra Señora, concebida sin pecado original, fue dotada del uso de la razón desde el primer instante de su ser. Viviendo en el seno de Santa Ana como en un tabernáculo, ya tenía, por lo tanto, altísimos y sublimísimos pensamientos.
Se puede hacer un paralelo de esa situación con lo que narra la Sagrada Escritura con respecto a San Juan Bautista. Él, que había sido engendrado con pecado original, se estremeció de alegría en el seno de su madre al oír la voz de Nuestra Señora saludando a Santa Isabel.
Es posible, así, que la Bienaventurada Virgen, con la altísima ciencia que había recibido por la gracia de Dios, haya comenzado ya en el seno de Santa Ana a pedir la venida del Mesías, estableciéndose, en su espíritu, el elevadísimo intuito de un día llegar a ser la servidora de la Madre del Redentor.
De cualquier modo, su presencia en la tierra era una fuente de gracias para todos los que se aproximaban a Ella, cuando todavía se encontraba en el seno de Santa Ana, y más aún después de su nacimiento. Si de la túnica de Nuestro Señor, como cuenta el Evangelio, se irradiaban virtudes curativas a quien la tocase, ¡cuánto más de la Madre de Dios, Vaso de Elección!
Recién nacida y ya victoriosa sobre el demonio
La venida del Salvador sería la derrota de todo el mal en el género humano. Por lo tanto, en el momento bendito del nacimiento de la Santísima Virgen, la victoria del bien comenzó a ser afirmada y el demonio comenzó a ser aplastado, percibiendo él mismo que algo de su cetro estaba irremediablemente partido. Era Nuestra Señora que ya comenzaba a influir en los destinos de la humanidad.
El mundo de entonces estaba postrado en el paganismo más radical. Una situación parecida en todo con la de nuestros días: todos los vicios imperaban, todas las formas de idolatría habían dominado la tierra, y la decadencia amenazaba a la propia religión judaica, que era el prenuncio de la religión católica. Por toda parte el error y el demonio estaban victoriosos.
Sin embargo, en el momento decretado por Dios en su misericordia, Él derrumba la muralla del mal, haciendo nacer a Nuestra Señora. Y con la llegada de Ella – que era la raíz de Jesé, de la cual nacería el divino lirio, Nuestro Señor Jesucristo – se iniciaba la destrucción irreversible del reino de satanás.
El “nacimiento” de María en nuestra vida espiritual…
Ese triunfo de Nuestra Señora sobre el mal, con motivo de su nacimiento, nos sugiere otra reflexión.
¡Cuántas veces, en nuestra vida espiritual, nos vemos inmersos en la lucha contra las tentaciones, contorciéndonos y revolviéndonos en nuestras dificultades! Y no tenemos idea de cuándo vendrá el día bendito en que una gran gracia, un favor insigne, pondrá fin a nuestros tormentos, a nuestras luchas, y, al final, nos proporcionará un gran progreso en la práctica de la virtud.
Es entonces cuando se verifica un como nacimiento de la Santísima Virgen en nuestra alma. En la noche de las pruebas más grandes y de las tinieblas más espesas, Ella surge y comienza enseguida a vencer las dificultades con las que nos enfrentamos. En ese momento, Ella se levanta también como una aurora en nuestra existencia y en nuestra vida espiritual, pasa a representar un papel hasta entonces desconocido por nosotros.
Ese pensamiento nos debe llenar de alegría y de esperanza, y debe darnos la certeza de que Nuestra Señora nunca nos abandona. En las horas más difíciles por las cuales pasamos, Ella como que irrumpe dentro de nosotros, alivia nuestros dolores y nos da la combatividad y el coraje necesarios para cumplir nuestro deber hasta el fin, por más arduo que este sea. La mayor consolación que Ella nos trae es, precisamente, fortalecer nuestra voluntad para emprender la lucha contra los enemigos de nuestra salvación.
… y en las tramas de la Historia
Así como también nos fortalece para convertirnos en hijos celosos de la Iglesia y defensores de la religión católica. Existen elementos históricos para poder afirmar que todas las grandes almas que combatieron las diferentes herejías, a lo largo de los siglos, fueron suscitadas especialmente por Nuestra Señora. Es lo que insinúa, de modo muy bonito, el blasón de los claretianos, donde, además del Inmaculado Corazón de María, figuran San Miguel Arcángel y la divisa: “sus hijos se levantaron y la proclamaron bienaventurada”.
Ese levantamiento de los devotos de la Santísima Virgen para glorificarla, ¿no es también una forma de nacimiento de Ella, como una aurora magnífica, en las tramas de la Historia?
Así, los verdaderos hijos de Nuestra Señora deben desear y pedirle a Ella la gracia de ser indomables e implacables contra el demonio y sus secuaces que, en nuestros días, procuran manchar la gloria de la Iglesia inmortal de Cristo.
(Revista Dr. Plinio, No. 18, septiembre de 1999, pp. 13-15, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)