¿Quién creería que ese hombre de trato educado, especialmente gentil con las mujeres, era el más temible bandido de su época?
Las empanadas están excelentes! El pollo, una delicia… Pero la champaña… la hay mejor. Mire, voy a ofrecerle unas botellas que recibí de regalo.”
Lector, ponga a prueba su perspicacia e intente adivinar dónde transcurre esta escena. ¿Será en un restorán de lujo, el diálogo entre un cliente de categoría y el dueño del establecimiento? ¿O durante un banquete, un intercambio de amabilidades entre un invitado y su anfitrión? Podrá ser tal vez en una sencilla fiesta de cumpleaños de carácter familiar, una conversación entre dos amigos, ambos apreciadores de buenos vinos…
¿Logró descubrirlo? Lo dudo.
¿Y la época en que se dió el diálogo? Desde luego no parece ser en nuestros días, porque tanta amabilidad cabe más en tiempos pasados. Nuestro mundo es demasiado utilitario para perder tiempo en fórmulas de cortesía e intercambios de regalos, sin tener en vista cualquier tipo de ventaja.
Pero, querido lector, no pretendo abusar de su paciencia, y voy a develar el misterio.
La escena transcurre en algo que hoy en día se volvió tristemente banal: un asalto. O mejor, para traducirlo en términos suficientemente actuales, un secuestro express.
No obstante, un ladrón que usa fórmulas tan amables, ¡casi podría decirse que es un… buen ladrón!
¿Lo será de veras?
Veamos el resto de la historia, que es completamente verídica.
Invito, entonces, al lector a retroceder en el tiempo trecientos años… atravesar el Atlántico y desembarcar en Francia, en pleno siglo XVIII, para presenciar un asalto. Pero no un asalto cualquiera, practicado por un anónimo. El ladrón al que nos referimos hizo historia, creó una leyenda, y sus tristes aventuras aterrorizaron durante algún tiempo aquel país. Su nombre: Luis Domingo Cartouche.
Si mi invitación es un tanto inusitada, tiene al menos la ventaja de hacernos olvidar por unos momentos las sombrías preocupaciones que el panorama contemporáneo suscita en el espíritu, y descansar en el recuerdo de episodios que la dorada polvareda del tiempo sublimó.
Estamos, pues, en una bella noche del verano de 1721, en el interior de Francia, en el agradable castillo de la Sra. de Bouffers, viuda del Mariscal de Bouffers. Terminada la cena, los habitantes de la mansión se retiran a sus aposentos y se preparan para dormir. Los criados apagan las velas, cierran las puertas exteriores, los ruidos van disminuyendo hasta que reina un completo silencio en la casa. Solamente se oyen a lo lejos, en el jardín, los grillos que cantan alegremente o, de tiempo en tiempo, el graznido siniestro de algún ave nocturna.
La Sra. de Bouffers, con una vela en la mano, pasa revista a los principales salones del castillo para ver si todo quedó en orden, y sube pausadamente las escalas en dirección a su pieza. Coloca el candelabro sobre la mesa, y frente al hermoso crucifijo de marfil de su artístico oratorio, reza las oraciones de la noche.
Se preparaba ya para acostarse, cuando escucha por el lado exteriordes u ventana un ruido extraño. Iba a prestar atención para intentar descubrir lo que era, cuando una figura emerge de la oscuridad, salta con impresionante agilidad por la ventana y cae en pie delante suyo.
La Sra. de Bouffers, sin perder la calma ni la dignidad de su condición, preguntó con voz firme:
—¿Qué significa esto? ¿Cómo se atreve a entrar aquí? La figura se aproximó y la luz de la vela iluminó su rostro. Era un joven de buen aspecto y elegantemente vestido. Haciendo una profunda inclinación, se disculpó:
—Perdón, señora, por venir a perturbar su descanso a estas horas. Permítame presentarme. Seguramente usted ya escuchó hablar de mí. Soy Luis Domingo Cartouche, su servidor.
Desde hacía algún tiempo ese nombre estremecía de miedo a Francia entera. Tan sólo se hablaba de él, de su último crimen, que siempre superaba los anteriores en audacia. Y claro está, si mucho de cierto había en lo que se contaba de él, la imaginación añadía detalles fantásticos, lo terminó por crear una verdadera leyenda en torno a este famoso ladrón. La ineficacia de la policía contribuía aún más para aumentar el mito.
Su atrevimiento llegó al punto de robar las espadas de la guardia del Palais Royal, donde entonces vivía el Regente, pues las empuñaduras eran de plata y bastante valiosas.
Y ahora, la noble dama se encontraba ante Cartouche, en carne y hueso, el ladrón más temido del país. ¿Que ocurriría con ella?
El asaltante siguió hablando, siempre en los términos más cortes es que imaginarse pueda:
—Por favor, no grite. No le haré ningún daño. Nada más quiero pedir que me dé albergue esta noche. Deseo dormir tranquilo, pero la policia me persigue desde hace varios días. Es inútil reaccionar, porque mis hombres custodian todas las puertas de la casa. Tampoco le servirá llamar a la criada de cuarto, porque no está en casa. Si me lo permite puedo dormir en la pieza de ella, aquí al lado.
La Sra. de Bouffers se percató enseguida que no podría hacer nada. Y contaba con lo peor. Es decir, que Cartouche le robara las piezas más valiosas de la casa. Los objetos de plata y oro. Las obras de arte que había heredado de sus antepasados, sus joyas, etc. Se daría por feliz si nadie sufriera ningún mal.
Pero, en lugar de exigirle la entrega de los objetos de valor, Cartouche tan sólo le hizo un pedido, que cualquier mendigo podría hacer:
—¡Estoy hambriento! No le pido otra cosa, salvo que me dé de comer.
La fisonomía espantada de la Sra. de Bouffers instó a Cartouche a insistir.
—Mande que me traigan cualquier cosa. Me estoy muriendo de hambre. Un poco de pollo asado, y una botella de champaña.
Ella tocó entonces una campanilla, para llamar a los sirvientes, y pidió que le sirvieran de nuevo la cena, en la pieza. Aunque todos quedaron sorprendidos, nadie se atrevió a pregunta nada. De ahí a poco la cena estaba servida.
Cartouche, tras asegurarse que nadie había quedado en el cuarto, salió de trás de las cortinas, cerró la puerta y se sentó a la mesa. Siguiendo las reglas de la buena educación, mientras se regalaba con las iguarías que le eran servidas, mantenía una animada conversación —mejor diríamos un animado monólogo— con la atónita dueña de casa. Le contaba las últimas novedades de París, de la corte, y claro está, sus proezas criminales que tanto daban que hablar.
De acuerdo a las buenas maneras, no podía dejar de elogiar la comida que tan “generosamente” le era ofrecida. Pero tampoco podían faltar algunas ironías en medio de los elogios.Sí, la comida estaba excelente…
—Señora, una casa con su categoría merece una mejor champaña. Me tomaré la libertad de hacerle probar una que me parece muy superior. Viene de las bodegas del financiero Paris-Duverney. Le enviaré cien botellas.
Terminada la cena, Cartouche agradeció la hospitalidad y pidió permiso para ir a descansar. Tal parece que el peso de conciencia no le dejaba dormir…
No sabemos si la Sra. de Bouffers, aunque tuviera la conciencia en paz, habrá conseguido conciliar el sueño esa noche.
La luz del amanecer encendió nuevamente en su espíritu la preocupación por lo que podría sucederle. Pero el prolongado silencio que se hacía notar en el cuarto contiguo, donde Cartouche había dormido, señalaba que el famoso ladrón había desaparecido tan sorprendentemente como había llegado.
¿Y las prometidas botellas de champaña?
Un “bandido honesto” nunca falta a sus promesas, y realmente algunos días más tarde fue entregado en el castillo un cargamento de cien botellas del precioso vino. Solamente faltó una amable tarjeta acompañando el regalo… Falta disculpable, porque Cartouche era analfabeto.
Pero finalmente, ¿fue Cartouche un “buen ladrón” que al final de su vida se arrepintió de sus crímenes, o por el contrario fue un “mal ladrón”?
Lamento decepcionar a los lectores. Algún tiempo después, habiendo sido traicionado por uno de sus compañeros, Cartouche fue aprehendido. Como venganza denunció a todos sus cómplices, pero no se arrepintió de sus grandes y numerosos pecados. Condenado a muerte, murió impenitente.
¿Fue, de veras, un “mal ladrón”?
Sin embargo, ¿no causa sorpresa que un desprovisto de sentimientos cristianos tuviera modos tan corteses? Quizás en su infancia sus padres le dieron una educación refinada, que no supo aprovechar, lo cual explica sus actitudes… No. Su padre era de humilde condición, un simple trabajador manual que fabricaba barriles…
¿Qué explica entonces que un hombre de la peor especie tuviera una educación tan marcada? ¿Sería un mero capricho?
La cortesía, las reglas de la buena educación, constituyen la transposición de la ley de la caridad en la convivencia social. Quien ama al prójimo, lo trata con cordialidad y educación, buscando ser siempre agradable en la relación con los demás. De ahí viene el significado de la palabra amable: el que se hace amar por su buen trato. ¿Y acaso no es cierto que los santos se caracterizaron siempre por sus modos afables y por su cordialidad, incluso cuando sobresalían en ellos virtudes armónicamente opuestas?
En cierto sentido, el grado de cristianización de una sociedad podría medirse por el modo con que las personas se tratan entre sí, en las relaciones humanas. Si la Iglesia ejerce mucha influencia en los ambientes, todos tenderán hacia la perfección y hacia un alto grado de refinamiento, de civilización. Fue lo que ocurrió, en el pasado, en muchos países de Europa y de forma sobresaliente en Francia, la hija primogénita de la Iglesia.
De aquellos siglos afirmó el Papa León XIII: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En esa época, la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil”. (Encíclica Immortale Dei)
Uno de los síntomas de la descristianización del mundo moderno es el abandono de las buenas maneras, de las bellas fórmulas de cortesía, puesto que el amor a Dios y al prójimo va disminuyendo de generación en generación, y los padres muchas veces no logran transmitir a sus hijos la Fe que profesan.
En la época de Cartouche la influencia de la Iglesia era tanta, que la sociedad reprobaba a los hombre, incluso a los de humilde condición, que no tuvieran buenas maneras, no supieran respetar a los más débiles y, sobre todo, a las personas del sexo femenino. Un criminal que había perdido la Fe y violaba la Ley de Dios, matando y robando, se sentía obligado a practicar ciertas reglas de cortesía.
Cuando se habla de sacralización del mundo, la acción de la Iglesia debe llegar a estas profudidades del alma humana. De manera tal que el mal se avergüence de mostrarse a la luz del día, y tenga que encubrirse para actuar.
Cartouche no es ejemplo para nadie… Pero este episodio de su triste vida, ¿no serviría para estimularnos a hacer un examen de conciencia?
En nuestros hogares, en la educación de los hijos, ¿buscamos perfeccionar el trato y la compostura, cultivar las buenas maneras, o, por el contrario, nos dejamos influir por el mensaje negativo que tantas veces transmiten los medios de comunicación?
Una forma de impregnar nuestras familias del suave aroma de Jesucristo podría consistir en imaginarnos cómo eran las relaciones entre los miembros de la Sagrada Familia, y tratar de imitarlas. ¿No le parece, lector, que sería un hermoso objetivo por alcanzar? Quien lo consiga, ciertamente llegará con rapidez a la santidad. |
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