Cantando por los caminos de Judea – La Presentación de la Santísima Virgen María

Publicado el 11/20/2017

Caminando en dirección al Templo, Nuestra Señora cantaba himnos de alabanza a Dios. Desde las terrazas de la Jerusalén celestial, los ángeles de debruzaban para verla y oír sus cánticos. Todo eso es muy bonito. Sin embargo, más bello aún debe haber sido el momento en que la Santísima Virgen entró en el Templo.

 


 

El 21 de noviembre se conmemora la fiesta de la Presentación de Nuestra Señora. En el libro del Padre Régamey, Les plus beaux textes sur la Vierge Marie 1 , encontramos las siguientes reflexiones de San Francisco de Sales:

 

8: Santa Ana llevando a la Santísima Virgen

al Templo – Museo de Bellas Artes, Rouen,

Francia

Nuestra Señora cantaba mil veces con más gracia que los ángeles

 

Es un acto de simplicidad admirable el de esta gloriosa niña que, asida al regazo de su madre, no deja, sin embargo, de relacionarse con la Divina Majestad. Ella se abstuvo de hablar hasta el momento más apropiado y, aún así, no lo hacía más que como las otras niñas de su edad, aunque ya hablase con sabiduría.

 

Ella permaneció como un suave cordero al lado de Santa Ana por espacio de tres años, después de los cuales fue conducida al Templo, para ser allí ofrecida, como Samuel, que también fue conducido al Templo por su madre y dedicado al Señor en la misma edad.

 

¡Oh, Dios mío, cómo desearía poder representar vivamente la consolación y suavidad de ese viaje, desde la casa de Joaquín hasta el Templo de Jerusalén! ¡Qué alegría demostraba esa niña, al ver llegar la hora que tanto había deseado!

 

Los que iban al Templo a adorar y ofrecer presentes a la Divina Majestad, cantaban a lo largo del viaje. Y para esas ocasiones, el profeta real David había compuesto expresamente el salmo que la Iglesia nos hace repetir todos los días en el Oficio Divino. Comienza él por las palabras: “Beati immaculati in via qui ambulant in lege Domini” – “Bienaventurados aquellos, Señor, que en tu vía caminan sin mácula” (Sl 119, 1) – sin mancha de pecado –, “in via”, o sea, en la observancia de los Mandamientos.

 

Los bienaventurados San Joaquín y Santa Ana entonaban entonces ese cántico a lo largo del camino, y nuestra gloriosa Señora y Reina con ellos.

 

¡Oh Dios, qué melodía! ¡Cómo Ella lo entonaba mil veces con más gracia que los ángeles! Por eso ellos se quedaron de tal forma admirados que, en grupos, venían a escuchar esa celestial armonía. Y los Cielos abiertos se inclinaban en los alpendres de la Jerusalén celestial, para ver y admirar a esa amabilísima niña.

 

Os quise decir eso, aunque rápidamente, para que tengáis con qué entreteneros el resto de este día considerando la suavidad de ese viaje. También para que quedéis conmovidos al oír ese cántico divino que nuestra gloriosa Princesa entona tan melódicamente. Y eso con los oídos de nuestra devoción, porque el muy feliz San Bernardo dice que la devoción es el oído del alma.

 

Por humildad, Ella vivía como una niña común

 

El fundamento teológico de todo lo que aquí está dicho es la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora.

 

Como la Santísima Virgen fue inmaculada desde el primer instante de su ser, no tenía las limitaciones inherentes al pecado original. Entre esas limitaciones está el hecho de que el hombre nace sin el uso de su inteligencia. El hombre nace inteligente, pero sin el uso de la inteligencia. Ese uso sólo llega más tarde con el desarrollo del cuerpo. En Nuestra Señora no. Ella tuvo, desde el primer instante de su vida, el uso de su inteligencia, naturalmente altísima.

 

De tal manera que en Ella se reunían, en un contraste admirable – lo que en Nuestro Señor toma una sublimidad que llega a ser sublimemente desconcertante – se reunían en la infancia de Ella, como en la de Nuestro Señor, aspectos aparentemente contradictorios. Por un lado, María Santísima poseía, cuando todavía estaba en los primeros pasos de su vida, una contemplación superior a la de los mayores santos de la Iglesia. Pero, por otro lado, Ella mantenía todas las actitudes de una niña. Y no hacía un uso exterior de eso, queriendo, por humildad, vivir como cualquier niña.

 

De tal manera que quien la tratase, a no ser por alguna expresión de su mirada o de su palabra o algo así, tendría la sensación de estar tratando a una verdadera niña común, igual a las demás. Es como Nuestro Señor Jesucristo, que cuando era niño quería ser nutrido, protegido y custodiado como un niño. Aunque fuese Dios, Señor soberano, y Rey del Cielo y de la Tierra, en todas sus manifestaciones exteriores era como un niño.

 

¿Ya se imaginaron cómo sería, en la vida cotidiana de San José y de Nuestra Señora, el momento en que era necesario darle leche o cambiarle la ropa a Dios? ¿Cogerlo, colocarlo sobre una mesa y vestirlo con unas ropitas, sabiendo – como sabían –, que allí estaba la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, con la naturaleza divina hipostáticamente unida a la naturaleza humana? ¡Por lo tanto, en aquél niñito que sonreía estaban reunidos todos los esplendores de las alegrías, de la majestad y de la grandeza de la divinidad! ¡Es decir, eso representaba algo de aturdir!

 

Virgen María Niña – Antigua Basílica de Guadalupe, México

A mi modo de ver, algo así se daba con San Joaquín y Santa Ana. No sé si ellos sabían que Nuestra Señora sería la Madre del Verbo Encarnado. Pero seguramente presentían que era una niña designada para cosas altísimas con vistas al Mesías. Por lo tanto, esa Niña allí presente llevaba la vida de una niñita, aunque teniendo en sí la magnífica contemplación de un gran Doctor de la Iglesia.

 

Así comprendemos cómo se ajustan esos aspectos de una benignidad extrema, de la afabilidad y de la accesibilidad de Nuestra Señora, con una grandeza de la cual los más grandes hombres de la Tierra no son sino una figura minúscula.

 

El lugar donde se manifestaba la gloria y las consolaciones de Dios

 

¿Por qué? Porque María Santísima quiso que las cosas fuesen así: Reina incomparable, Ella fue, al mismo tiempo, una Niña simplísima. Tan simple, que su vida exterior fue la de cualquier niña. Lo cual, a propósito, Santa Teresita comenta muy bien en un trecho respecto al modo de hacer sermones sobre Nuestra Señora, diciendo que a ella le gustaría hacer una prédica a su manera, y mostrar en la Santísima Virgen todo ese lado de bondad, de simplicidad, de accesibilidad, a tal punto que era una niñita que los parientes colocaban en sus brazos. Posiblemente, tan pronto fue capaz de servir a las personas, Ella las servía, traía agua, hacía una pequeña atención, etc., y era la Reina del Cielo y de la Tierra.

 

Esos contrastes armónicos tienen tal belleza en sí mismos, que incluso corremos el riesgo de quitarles el brillo alargándonos demasiado a ese respecto. Hay en ellos algo insondable, delante de lo cual es mejor guardar silencio.

 

Ahora bien, en esas condiciones y según una tradición muy generalizada, Nuestra Señora fue llevada al Templo a los tres años de edad. Y en el camino a Jerusalén, como acostumbraban a hacer los judíos, Ella iba cantando. ¡Es lindísimo!

 

Como sabemos, el único Templo quedaba en Jerusalén, en Judea. Había sinagogas donde el pueblo se reunía a rezar determinadas oraciones, a oír las lecturas y comentarios de las Sagradas Escrituras, pero el Templo donde se realizaban los sacrificios sólo era ese. Y los judíos de todo el territorio de Israel, así como los dispersos por el mundo entero, iban periódicamente a Jerusalén a participar de los sacrificios del Templo.

 

Era una alegría ir adonde se manifestaba la gloria y las consolaciones de Dios, el vínculo entre el Cielo y la Tierra. Era bonito, por lo tanto, que ellos fuesen cantando. A propósito, como tantas veces sucede en romerías, al menos como se realizaban antiguamente.

 

También es necesario decir que los métodos de locomoción modernos conspiraron contra el canto. No se puede imaginar, en un suburbio de la Central de Brasil, un tren partiendo para Aparecida “a todo galope” y las personas cantando dentro de él. ¡Cómo es más bonito ir a pie, reposando de cuando en cuando, parando, cantando, avanzando! ¡Eso tiene plenitud humana, una armonía natural!

 

¡Podemos imaginar qué belleza, cuando llegaba el mes de la visita al Templo de Jerusalén, los judíos iban cantando y los caminos de la nación judaica se llenaban de cánticos por todos lados!

 

San Francisco de Sales imagina, entonces, a la Santísima Virgen Niña María cantando con una voz inefable, con San Joaquín y Santa Ana, el cántico que David, por inspiración del Espíritu Santo, compuso para esa circunstancia.

 

La alegría de los ángeles cuando la Santísima Virgen entró en el Templo por primera vez

 

Noten cómo San Francisco de Sales, con una finura de tacto extraordinaria, no se refiere a la impresión que ese canto produciría en las personas. Porque, precisamente como Nuestra Señora no manifestaba su grandeza, era posible que Ella no entonase con toda la perfección con la que sabía cantar. ¡Ahora bien, el canto de la Santísima Virgen debería ser el canto por excelencia! Nunca, ni antes ni después, nadie cantó como Ella, excepción hecha de Nuestro Señor Jesucristo. El Redentor también cantó, y después de eso, ningún canto fue canto.

 

Presentación de la Santísima Virgen en

el Templo – Museo de Bellas Artes, Dijon,

Francia

Es bonito imaginar también otra cosa: a Nuestra Señora cantando y a los ángeles oyendo las armonías de alma con las que Ella cantaba. Y esas armonías los extasiaban.

 

Como se acostumbra a comparar el Cielo con la ciudad de Jerusalén, San Francisco de Sales dice que de los alpendres o de las terrazas de la Jerusalén celestial los ángeles se debruzaban para ver a Nuestra Señora cantando por los caminos de Judea, lo que para ellos era de una alegría inexpresable, aunque los hombres ignorasen aquellas armonías de alma.

 

Confieso que no conozco un pensamiento más bonito ni más apropiado para esa circunstancia que ese. Sin embargo, más bello aún debe haber sido el momento en el cual María Santísima entró en el Templo.

 

¡El Templo de Jerusalén en su grandeza, en su majestad sacral, todavía habitado por la gloria del Padre Eterno, donde se realizaban los sacrificios, el lugar más sagrado de la Tierra! ¡Imaginen el estremecimiento de alegría de todos los ángeles que volaban sobre el Templo, en el momento en que Nuestra Señora entraba allí por primera vez, como una Reina en lo que le es propio, como la joya entra en el cofre donde debe ser guardada!

 

Más aún si a los ángeles les fue dado conocer la gran gloria y la inmensa tragedia del Templo que estaban por ser realizadas. ¿Cuál era la gloria? El Mesías iba a entrar en el Templo. ¿Cuál era la tragedia? El Templo iba a rechazar al Mesías. Tragedia cuyo final sería aquello que Bossuet llama magníficamente de “las pompas fúnebres del Hijo de Dios”, cuando él dice que, inmediatamente después de expirar Nuestro Señor Jesucristo, el Padre Eterno comenzó a preparar los funerales de Él: el cielo se oscureció, el sol se toldó, la tierra tembló, el velo del Templo se rasgó. El recinto otrora sagrado fue entregado a los demonios, que hicieron allí una especie de sabbat 2 , a manera de cien mil gatos salvajes sueltos allí adentro.

 

No obstante, el Templo conoció su plenitud en la célebre visita de Nuestra Señora y San José, cuando llevaron al Niño Jesús, y Ana y Simeón, que representaban la fidelidad, recibieron a la Sagrada Familia. Los fieles reconocieron entonces al Enviado y se cerró el eslabón entre los justos de la Antigua Ley y la promesa que se cumplía.

 

Pues bien, la Santísima Virgen, al entrar en el Templo de Jerusalén en el momento de su Presentación, realizaba el primer paso en esa plenitud de la historia de ese lugar sagrado.

 

¿Qué deben haber sentido en ese momento los “Simeones” y las “Anas” allí existentes, qué fulguraciones del Espíritu Santo deben haber habido en el Templo en esa ocasión? Nadie podrá decirlo, a no ser en el fin del mundo. Pero sigamos el consejo del suavísimo San Francisco de Sales y quedémonos con todos esos recuerdos en nuestras almas, pensemos en ellos, suave y alegremente, tanto cuanto nos sea posible: Nuestra Señora cantando por el camino, entrando en el Templo de Jerusalén y, desde los alpendres de la Jerusalén celestial, los ángeles más altos embebecidos con el alma de esa Niña. Es una meditación muy adecuada para el día de la Presentación de Nuestra Señora.

 

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1) Del francés: Los más bellos textos sobre la Virgen María. RÉGAMEY, O.P., Pie-Raymond. Les plus beaux texts sur la Vierge Marie. Paris: La Colombe, Éditions du Vieux-Colombier, 1946. P. 229-230.

2) N. del T.: Aquelarre.

(Revista Dr. Plinio, No. 236, noviembre de 2017, p. 8-11, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 21.11.1965)

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