COMENTARIO AL EVANGELIO – Domingo 6º de Pascua – A los que aman

Publicado el 04/30/2016

 

– EVANGELIO –

 

Dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo. ». (Jn 14, 23-29)

 


 

 

COMENTARIO AL EVANGELIO – Domingo 6º de Pascua – A los que aman

 

Los impensables premios prometidos por el Salvador, antes de su partida a la eternidad, tienen como presupuesto el amarlo y guardar su palabra. Profundizar el conocimiento sobre esas promesas y las condiciones para que ellas se cumplan, es el objetivo de estas páginas.

 


 

I – Preparando la partida de este mundo

 

Celo y bienquerencia, antes de partir

 

“Partir c'est toujours mourir un peu!” Partir es siempre morir un poco, dicen los franceses. Así –a pesar de que vivimos en la era del avance total de las comunicaciones, en la cual las distancias casi no existen– la despedida de un ser querido siempre produce dolor en nuestro corazón. Mucho más se daba en aquellos tiempos del Imperio Romano, en los cuales los viajes eran lentos, no había telégrafo, teléfono ni internet. Súmase a esos datos el hecho de que el destino hacia el cual iba el Divino Maestro, no era otra ciudad o país, sino la eternidad.

 

Por eso mismo, Jesús se esmera en preparar de manera eximia a sus seguidores para las consecuencias resultantes de su ida definitiva al Padre.

 

Que no tiemble vuestro corazón …”, era el empeño celoso y lleno de bienquerencia por parte de Jesús hacia sus discípulos. Y … “ni se acobarde”. Él es cariñoso en extremo y quiere consolarlos cuanto le sea posible, haciéndoles comprender, “antes de que suceda”, las enormes ventajas oriundas de su partida de este mundo.

 

Necesidad del alejamiento de Jesús

 

En efecto, los discípulos, después de largo tiempo de íntimo y diario convivio con Jesús, guardaban una figura aún muy humana del Redentor. Y, por eso, se hacía necesaria su Ascensión al Cielo, entre otras razones, para que el Espíritu Santo les infundiese la verdadera imagen del Hijo de Dios.

 

A ese propósito, nos dice San Agustín: “Si Él no se alejase corporalmente, veríamos siempre su cuerpo a través de ojos carnales y no llegaríamos a creer espiritualmente; y esta fe es necesaria para que, justificados y beatificados por ella y teniendo el corazón limpio, mereciésemos contemplar a ese mismo Verbo de Dios en Dios” (1).

 

Y en otra obra, dirá el mismo Obispo de Hipona: “Bien conocía Él lo que les era más conveniente, porque era mucho mejor la visión interior con la que les había de consolar el Espíritu Santo, no trayendo un cuerpo visible a los ojos humanos, sino infundiéndose Él mismo en el pecho de los creyentes” (2).

 

Es delante de la perspectiva de dejar Jesús a sus discípulos que la Liturgia de hoy trata sobre las más bellas promesas hechas por Él.

 

II – El premio del amor: "haremos morada en Él"

 

"El que me ama…"

 

El amor ocupa un lugar prominente en nuestras relaciones con Dios. Jesús nos lo dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero.” (Mt 22, 37-38).

 

En varios otros pasajes, las Escrituras Sagradas insisten sobre esa ley del amor a Dios: “Ama a tu Criador con todas tus fuerzas” (Ecli 7, 32). “Ama a Dios toda tu vida, e invócale para que te salve con su gracia” (Ecli 13, 18). “El amor es el cumplimiento de la Ley” (Rom 13, 10).

 

Podemos amar a Dios de una forma imperfecta, procurando agradarle con el objetivo de recibir el premio de la gloria eterna. Pero este amor es incompleto y fruto más específicamente de la virtud de la esperanza, que de la caridad.

 

Para recibir los premios prometidos por Jesús en el Evangelio de hoy, es necesario amar a Dios en razón de ser Él quien es, y no apenas teniendo en vista el obtener la recompensa reservada a los buenos.

 

“… guardará mi palabra …”

 

Con divina capacidad de síntesis, deduce el Salvador, a continuación, una primera consecuencia de ese amor: la sumisión a la voz de Dios.

 

Afirma Santa Teresita: “Para el amor, nada es imposible”. El fuego de la caridad nos habilita, en efecto, para toda y cualquier acción, tornando fácil la virtud de la obediencia, practicada por el propio Jesús de forma tan ejemplar.

 

Él, durante los primeros treinta años de su existencia, fue modelarmente sumiso a María y José (cfr. Lc 2, 51). Y es conmovedor acompañar paso a paso las relaciones entre el Hijo y el Padre, a lo largo de la vida pública de Jesús. No hay una sola referencia de parte de Éste en la cual no trasparezca su absoluta sumisión: “Pues he descendido del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me ha enviado” (Jn 6,38). El Verbo se hizo carne, entre otras razones, para enseñarnos el valor inconmensurable de la obediencia.

 

Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, relucen los ejemplos de la práctica de esa virtud. Samuel advierte al rey Saúl: “Por ventura ¿el Señor no estima más que los holocaustos y las víctimas, el que obedezca a su voz? La obediencia vale más que los sacrificios; y el ser dócil importa más que el ofrecer la grosura de los carneros” (1 Sam 15, 22). San Pablo aconsejará también a los Hebreos: “Obedeced a vuestros prelados y estadles sumisos” (13, 17). O recordará en su Epístola a Tito que “vivan sujetos a los príncipes, y potestades, que obedezcan sus órdenes, y que estén prontos para toda obra buena” (3, 1). O incluso Abrahán enteramente dispuesto a inmolar a su hijo único Isaac, con el fin de cumplir un mandato divino (cfr. Gen 22, 1-12). ¿Y qué decir de un Job, de un Tobías o de la propia madre de los Macabeos? ¿Y de María Santísima en su "fiat"?

 

La obediencia es, por lo tanto, una de las virtudes más agradables a Dios y, en consecuencia, una de las más necesarias. San Bernardo y San Agustín dicen ser ella indispensable incluso para la práctica de la castidad, pues quien no se somete a las órdenes y deseos del superior, no conseguirá reprimir la concupiscencia de la carne. Para ser fieles a los Mandamientos de la Ley de Dios, es necesario tener flexibilidad de espíritu en relación a la voluntad de nuestros superiores.

 

“… y mi Padre lo amará …”

 

Entretanto, ese amor a Jesús no confiere a quien lo posee solamente la fidelidad a las divinas enseñanzas. De él se origina un fruto mucho más precioso: “y mi Padre lo amará”.

 

Si el amor a Dios nos trae tan gran beneficio, ¿qué se podrá decir del hecho de ser alguien objeto de su amor?

 

Santo Tomás nos explica, como siempre, con magistral lucidez, cuán grande es la capacidad de difusión del bien, por su propia naturaleza (3). Cuánto mayor es la perfección, más tiende ella a comunicarse plenamente. Desde los seres más simples, como los minerales, hasta los sobrenaturales, hay una verdadera sinfonía del darse en todo el orden de la creación.

 

Corren los caudalosos ríos en busca de los océanos, fertilizando la tierra por donde pasan. Y tanto las aguas dulces de los lagos y ríos, cuanto las saladas del mar, producen al hombre alimento en profusión. El sol no cesa de hacer incidir sus calurosos y esenciales rayos sobre todo el orbe, dando brillo y vitalidad a todo cuanto delante de él se presenta. Los vegetales con sus substancias, hojas, flores y frutos, embellecen los panoramas, perfuman los bosques y jardines, nos ofrecen su oxígeno y nos agradan con sus sabores. Las laboriosas abejas producen su miel para alimento y alegría de los hombres. Los animales se multiplican y tornan aplacibles nuestras comidas y nuestros entretenimientos. Y la nota predominante de esa gran sinfonía es siempre la superabundancia.

 

En el plano de la humanidad, el grado de comunicatividad del bien es aún mayor. Los pensadores, o los artistas, desean invariablemente dar amplio conocimiento de todo lo que surge en sus mentes o de sus manos. Un alma, cuánto más se eleva en las vías de la virtud, más crece en el empeño de hacer el bien a los otros.

 

Ahora bien, Dios es el Bien por excelencia, el Bien sustancial, y por eso conviene a Él comunicarse a las criaturas en grado también excelente y pleno (4). He aquí el más elevado aspecto del misterio de la Encarnación, o sea, en Jesús, su privilegiada y santísima alma y su sagrado cuerpo constituyen una sola Persona con el Verbo Eterno. En Él están las propiedades humanas y toda la esencia divina. En Él, el amor del Padre llegó a los límites infinitos. Y, a través de la fe, colocó al alcance de los hombres la plenitud del Bien, que es el propio Dios, conforme a las enseñanzas de Jesús a Nicodemos: “Porque este a quien Dios ha enviado habla las mismas palabras que Dios: pues Dios no le ha dado su espíritu con medida. El padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en su mano. Aquel que cree en el Hijo de Dios, tiene vida” (Jn 3, 34-36). Más tarde Jesús añadirá: “La voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es que todo aquel que ve o conoce al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6-40).

 

Y después de Jesús, en el orden del ser, y juntamente con Él en el plano divino y eterno de la creación, se encuentra en el más alto grado de santidad, en cuanto objeto de ese amor eficaz de Dios, la Virgen María. Ella fue elegida para ser la Madre del Verbo Encarnado, por estar penetrada del más excelente amor a Dios en el orden de las puras criaturas y por ser la más amada por la Trinidad Divina.

 

“… y vendremos a él y haremos morada en él.

 

En el Antiguo Testamento no se había llegado a una clara noción de la existencia y de la actuación de las tres Personas Divinas. De forma transparente y sin margen a dudas, ese misterio nos es revelado por Nuestro Señor Jesucristo y reafirmado en formulaciones distintas por los Apóstoles (5).

 

En el evangelio de este VI domingo de cuaresma, el Redentor hace mención, una vez más, a este admirable misterio al utilizar la palabra "Vendremos". Y promete, al mismo tiempo, estar presente en el alma de aquél que lo ama y cumple sus preceptos. Así, dirá San Juan en su primera Epístola: “Dios es caridad o amor: y el que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn 4, 16); y San Pablo a los Corintios: “Vosotros sois templo de Dios vivo” (2 Cor 6, 16).

 

¿Cómo puede Jesús prometer esa venida sobre aquellos que lo aman y guardan su palabra, cuando en la realidad Dios ya se encuentra presente en todas sus criaturas?

 

El Creador, nos explica Santo Tomás, “está presente en todas las cosas y en lo más íntimo de ellas (et intime)” (6). O más específicamente: “Dios está presente en todas las cosas por potencia, en cuanto que todo está sometido a su poder. Está por presencia, en cuanto que todo queda al descubierto ante Él. Y está por esencia, en cuanto que está presente en todos como razón de ser” (7). Frente a eso, ¿cómo entender esa promesa de Jesús?

 

¡No es nada difícil!

 

La dependencia de todos los seres creados en relación a Dios es absoluta, pues, además de recibir de Él la existencia, en ella son constantemente sustentados en su naturaleza. Dios crea y conserva todo cuanto existe, incluso el demonio, así como el propio infierno. Ahora bien, donde actúa un puro espíritu, allí está Él presente. Por lo tanto, Dios está presente en todas partes.

 

No es, sin embargo, a esa presencia que Jesús hace referencia en este versículo, sino a otra muy superior, exclusiva a los hijos de Dios, y que supone siempre la gracia santificante (estado de gracia).

 

Notese bien que se trata aquí de una presencia permanente, pues Jesús habla en establecer lamorada de la Santísima Trinidad en el alma que lo ama y guarda su palabra. Es una venida del Padre y del Hijo –e, inseparables que son del Espíritu Santo, también de Éste– espiritual e íntima, como nos enseña San Agustín: “Vienen con su auxilio, nosotros con la obediencia; vienen iluminándonos, nosotros contemplándolos; vienen llenándonos de gracias, nosotros recibiéndolas, para que su visión no sea para nosotros algo exterior, sino interno, y el tiempo de su morada en nosotros no transitorio sino eterno.” (8).

 

Presencia íntima de Dios, como Padre y como Amigo

 

Con mucha claridad y precisión, el gran teólogo Padre Antonio Royo Marín, OP, resume la esencia de esa inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo, afirmada por Jesús en este versículo: “Presencia íntima de Dios, uno y trino, como Padre y como Amigo. Este es el hecho colosal que constituye la propia esencia de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma justificada por la gracia santificante y por la caridad sobrenatural.

 

“En el cristiano, la inhabitación equivale a la unión hipostática en la persona de Cristo, si bien que no sea ella, pero sí la gracia santificante, la que nos constituye formalmente hijos adoptivos de Dios. La gracia santificante penetra y embebe formalmente nuestra alma, divinizándola. Pero la divina inhabitación es como la encarnación en nuestras almas del absolutamente divino: del propio ser de Dios tal como es en sí mismo, uno en esencia y trino en personas” (9).

 

Estas son las maravillas del universo sobrenatural que nos hacen, a través de las virtudes teologales, acompañar fructuosamente las revelaciones traídas a la tierra por el Verbo Encarnado: “para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros (…) yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno” (Jn 17, 21 y 23).

 

Después de haber enseñado la gran importancia del amor a Dios, o sea, de la perfecta caridad, en los versículos posteriores, Jesús estimula los discípulos a la práctica de las otras dos virtudes teologales: la de la Fe y la de la Esperanza.

 

III – Conclusión

 

A esa impostación de espíritu nos invita el Evangelio de hoy. Jesús no está visible entre nosotros, pues, hace dos milenios, subió al Cielo. Entretanto, por el sacramento del Bautismo y por la acción del Espíritu Santo, su figura se encuentra delineada en nuestras almas, convidándonos a amarlo con exclusividad. Las gracias nos amparan en ese camino. Toda nuestra existencia gira alrededor de dos únicos amores, pues no hay un tercero: el amor a Dios llevado hasta el olvido de sí mismo, o el amor a sí mismo llevado al olvido de Dios.

 

¿Cuál de esos amores es practicado por nuestra era histórica, y cuáles son las consecuencias correspondientes? He ahí un buen problema para ser considerado con toda seriedad por ocasión de la Ascensión del Señor al Cielo, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, o sea, los que amaron y los que rehusaron amar.

 

 

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