Comentario al Evangelio – Domingo de Pascua – Misa del Día La Resurrección del Señor

Publicado el 03/26/2016

 

– EVANGELIO –

 

1 El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. 2 Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. 3 Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. 4 Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; 5 y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. 6 Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo 7 y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. 9 Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9).

 


 

Comentario al Evangelio – Domingo de Pascua – Misa del Día La Resurrección del Señor

 

Entre los acontecimientos de aquel día, hay episodios que pasan muchas veces desapercibidos; sin embargo, bien analizados, revelan en toda su fuerza el poder del amor.

 


 

Quia surrexit sicut dicit…”. Tal como lo había anunciado a los suyos (cf. Mt 12, 40; 16, 21; 17, 9; 17, 22; 20, 19; Jn 2, 19-21), Jesús resucitó. Este supremo hecho ya había sido previsto por David (cf. Sal 15, 10) y por Isaías (cf. Is 11, 10).

 

San Pablo resaltará el valor de este grandioso acontecimiento: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y también vana es nuestra fe” (I Cor 15, 14). Así se refleja la importancia capital de la Pascua de Resurrección, la magna fiesta de la Cristiandad, la más antigua, y centro de todas las otras, solemne, majestuosa y repleta de júbilo: “Haec est dies quam fecit Dominus. Exultemus et laetemur in ea —Este es el día del triunfo del Señor. Día de júbilo y gozo” (Sal 117, 24).

 

En la Liturgia, esta alegría se prolonga por la repetición de la palabra aleluya, por el blanco de los ornamentos y por los cánticos de júbilo. Con razón decía Tertuliano: “Sumad todas las solemnidades de los gentiles y no llegaréis a nuestros cincuenta días de Pascua”.1

 

En la Resurrección del Señor, más allá de contemplar el triunfo de Jesucristo, celebramos también nuestra futura victoria, pudiéndose aplicar a nosotros las bellas palabras de San Pablo: “La muerte ha sido aniquilada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” (I Cor 15, 55).

 

Cristo fue el único que resucitó por su propio poder

 

Elías obró la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta, en casa de quien vivía (cf. I Re 17, 17-24). Más tarde, lo mismo haría Eliseo con el hijo de una sunamita (cf. II Re 4, 17-37).

 

El propio Salvador, entristecido al encontrar el cadáver de la hija de Jairo, ordenó a las mujeres que no llorasen más, pues la niña sólo dormía. Jesús tomó consigo apenas a los padres y tres Apóstoles y, cogiéndola de la mano, dijo: “¡Niña, a ti te digo, levántate!” (Mc 5, 41). Ella se puso de pie llena de vida y de alegría. Maravillados con el prodigio, los padres ni se dieron cuenta de que la jovencita necesitaba alimentarse, y el propio Maestro tuvo que recordarles esto (cf. Mc 5, 42-43).

 

La compasión de Jesús por los sufrimientos humanos se manifestó nuevamente al depararse con un entierro, en la ciudad de Naím. Todos caminaban consternados en extremo, pues había fallecido el hijo de una viuda, su único sustento. El féretro se encontraba cercado por gente deshecha en llanto. Las misericordiosas entrañas de Nuestro Señor se conmueven: “No llores”, le dijo a la pobre madre. Y, colocando su omnipotencia divina al servicio de su bondad infinita, dijo: “Joven, a ti te hablo, ¡levántate!”. Obedeciendo a la solemne voz del Creador, comenzó a hablar, el que segundos atrás era un cadáver. Jesús lo tomó por la mano y lo entregó a su madre (cf. Lc 7, 11-16).

 

Pero, sin duda, la más impresionante de todas las resurrecciones obradas por Jesús fue la de Lázaro. María, hermana del difunto, advirtió al Maestro que el cadáver ya estaba descompuesto, pues había recibido el beso de la muerte cuatro días antes. Entretanto, Jesús, a pesar de saber que el milagro que iba a realizar excitaría la envidia de los fariseos y, así, apresuraría su propia muerte, deseaba ardientemente cumplir los designios del Padre. En el Sagrado Corazón de Jesús se encontraron, entonces, dos fuertes sentimientos armónicos: la compasión por su amigo Lázaro y sus hermanas, y la prisa por realizar la finalidad de su Encarnación. Manda que se remueva la lápida de la entrada de la tumba. Un repugnante olor se esparce entre los presentes. Una voz potente y todopoderosa ordena: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y de la boca de la tumba cavada en la piedra, un cadáver revivido se presenta con dificultad, vendada la totalidad de su cuerpo. Una nueva determinación, dicha con divina serenidad: “Desátenlo y déjenlo ir”. Era la misma voz a la cual los vientos y los mares obedecían… (cf. Jn 11, 38-44).

 

Durante el Viernes Santo, numerosas resurrecciones se efectuaron, concomitantes al terremoto, a las tinieblas y a la gran rasgadura del velo del Templo. Los justos dejaron sus sepulturas, pasearon por las calles y aparecieron a muchas personas, ciertamente para increparlas por el deicidio (cf. Mt 27, 52-53).

 

A lo largo de la Era Cristiana habrá otras resurrecciones: San Pedro hará volver a la vida a Tabita (cf. Hch 9, 36-43); San Pablo, con un abrazo, levantará de la muerte al joven Eutico (cf. Hch 20, 9-12); San Benito devolverá con vida y salud, al hijo de un campesino, cuyo cuerpo inerte había sido puesto en las puertas del monasterio.

 

Pero, si numerosas fueron las resurrecciones a lo largo de los tiempos, ¿en qué especialmente se distingue la de Cristo?

 

En primer lugar, nunca nadie profetizó su propio retorno a la vida terrena. Menos aún puede alguien obrar por su propio poder ese milagro tan superior a la naturaleza creada.

 

“Destruid este templo, y yo lo reedificaré en tres días” (Jn 2, 19). Era la mayor prueba de que Jesús había dicho la verdad. Más aún. Que Jesús es la Verdad. Ningún acto podría ser más convincente que éste. Sin embargo, ni así se convencieron los malos: “Mientras iban las mujeres, algunos soldados de la guardia vinieron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo sucedido. Reunidos éstos en consejo con los ancianos, tomaron una importante suma de dinero y se la dieron a los soldados, diciéndoles: ‘Digan que durante la noche, mientras ustedes dormían, los discípulos de Jesús vinieron y robaron el Cuerpo. Y si la cosa llegase a oídos del gobernador, nosotros lo convenceremos, y a ustedes les evitaremos dificultades’. Ellos tomando el dinero, hicieron como se les había dicho. Esta versión se divulgó entre los judíos hasta el día de hoy” (Mt 28, 11-15).

 

Demostración más grandiosa de su propia divinidad, imposible. Mala fe más visceral entre sus enemigos, inimaginable.

 

Un aspecto poco comentado en la narración de la Resurrección de Jesús

 

Aunque no lo hayan afirmado los evangelistas, es de sentido común, y los buenos autores son unánimes a este respecto, que Jesús una vez resucitado se apareció en primer lugar a su Madre, inmediatamente después de resucitar. Enseguida a Santa María Magdalena (cf. Mc 16, 9; Jn 20, 11-17) y después a otras de las Santas Mujeres (cf. Mt 28, 9-10).

 

¿Por qué motivo habría escogido a las mujeres para manifestarse, antes que a los propios Apóstoles?

 

Volvamos nuestra atención para un pasaje del Evangelio muy poco analizado:

 

“Pasado el sábado, María Magdalena, María, madre de Santiago y Salomé compraron aromas para embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el primer día después del sábado, en cuanto salió el sol, se dirigieron al sepulcro. Se decían entre sí: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?” (Mc 16, 1-3).

 

Actuaban sin pensar, o sea, de modo sustancialmente imperfecto, por varias razones. Sabían que el cadáver había sido embalsamado dos días antes. ¿Por qué hacerlo de nuevo? Además, se trataba de un cuerpo de una persona fallecida cuarenta y ocho horas atrás. Por fin, es de sentido común que no se debe violar una sepultura, cualquiera que sea, y las leyes romanas no toleraban una transgresión de ese tipo.

 

Había dificultades adicionales, como ellas mismas confiesan: “¿Quién nos removerá la piedra…?”. En aquella hora era poco probable que encontrasen hombres a los cuales pudiesen pedir tal trabajo. Y en la hipótesis de haber algunos ahí, ¿se prestarían para realizar tarea tan peligrosa?

 

El sepulcro, como sabían los discípulos, había sido lacrado cuidadosamente por los odiosos adversarios de Jesús. Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos “pusieron guardia al sepulcro después de haber sellado la piedra” (Mt 27, 66). ¿Cómo irían a convencer a los centinelas para que les permitieran abrir el sepulcro y retirar el cadáver?

 

Y nada indica que ellas hayan expuesto sus planes a San Pedro y a los otros Apóstoles. Es una nota más de imperfección. Actuaban por su propia cuenta en un asunto que podría comprometer a toda la Iglesia naciente. Cualquier violación de la sepultura dejaría a la incipiente comunidad cristiana en una complicada situación delante de las autoridades judaicas y romanas. El simple hecho de llegar a hacer a los vigías alguna propuesta en cuanto al cadáver, daría razón a los príncipes de los sacerdotes y escribas, que habían solicitado al gobernador romano una guardia delante del sepulcro de Jesús, pues “no sea que vengan sus discípulos, roben el Cuerpo y digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos…” (Mt 27, 64).

 

Otra cuestión de gran peso para la evaluación de los hechos es ésta: ¿por qué la Virgen no se juntó a ellas? ¿Habrán preguntado a la Madre de Jesús si era correcto aquel modo de proceder?

 

Tanto más que ellas mismas no creían en la Resurrección. De lo contrario, habrían preferido quedarse en las proximidades del Santo Sepulcro, para aguardar los acontecimientos. Igualmente, no se les habría ocurrido la idea de embalsamar de nuevo el Cuerpo, con el fin de protegerlo de la agresividad del tiempo y de la descomposición.

 

Este juicio parece demasiado severo, aunque esté apoyado en autores de gran importancia. Y de hecho lo es. Se agrega a esto que los propios Apóstoles consideraban la situación con la gravedad que estamos describiendo. Las terribles noticias sobre los acontecimientos de la Pasión del Señor, que se habían propagado por todos lados, y el odio que podían sentir en el ambiente, les habían infundido terror hasta el fondo del alma. Por esto estaban encerrados en el Cenáculo.

 

Ahora bien, es precisamente en medio de ese clima de tragedia y pánico que aquel grupo de piadosas mujeres, sin reflexionar mucho sobre las consecuencias de sus actos, resuelve salir antes del rayar de la aurora…

 

A pesar de su imprudencia, las mujeres no fueron reprendidas

 

Podemos imaginar la enorme preocupación que se apoderó de los que estaban en el Cenáculo, al sentir la falta de esas mujeres. Y también el alboroto que hubo y las miradas de reprobación, cuando ellas volvieron para contar lo que habían presenciado en el sepulcro de Jesús. Apóstoles y discípulos no sólo no creían en la narración, sino que atribuyeron todo a la fértil imaginación femenina: “Pero a ellos tales relatos les parecieron desatinos y no los creyeron” (Lc 24, 11). Al narrar el episodio de los discípulos de Emaús, San Lucas pone en sus labios una queja sobre tales mujeres, que habían asustado a todos en el Cenáculo (cf. Lc 24, 22).

 

San Pedro y San Juan resolvieron ponerse en movimiento para certificar lo que oyeron, y después de examinar el sepulcro de Jesús, creyeron en Santa María Magdalena (Jn 20, 3-8).

 

Al final de todo, las propias mujeres se dieron cuenta del peligro a que se habían expuesto y de la imprudencia cometida: “Saliendo, huían del sepulcro, porque el temor y estupor se habían apoderado de ellas, y a nadie dijeron nada; tal era el miedo que tenían” (Mc 16, 8). Esta es la reacción característica de los desprevenidos: antes del acto, el peligro no existe; después de las primeras pruebas de éste, el pánico.

 

Delante de esos hechos, se vuelven incomprensibles las actitudes de Nuestro Señor para con ellas. Hagamos una breve recapitulación de los hechos:

 

1. Por decisión de Jesús, la precedencia en la predicación del Evangelio correspondía a los hombres —los Doce Apóstoles y setenta y dos discípulos—. Ahora bien, el más importante de todos los milagros, el fundamento de nuestra fe, la Resurrección del Señor Jesús, en primer lugar, no es comunicada a los hombres, sino a las mujeres. Ellas son las encargadas por el Rabboni de transmitir la Buena Nueva a los propios Apóstoles y discípulos, a fin de que estos la anuncien por el mundo. Y para colmo, ellos ni siquiera llegan a creerles… (cf. Mc 16, 11).

 

2. Jesús manda dos Ángeles (cf. Lc 24, 4) para comunicarles el gran acontecimiento (cf. Lc 24, 6; Mc 16, 6; Mt 28, 6). Es la primera vez que en el Evangelio nos deparamos con el término resurrección después de la muerte del Señor.

 

3. Ellas no sólo no reciben la menor recriminación de parte de los mensajeros celestiales, sino que son tratadas con enorme bondad y deferencia. Uno de los Ángeles las recibe con palabras cariñosas, intentando desde el primer momento quitarles el miedo y mostrarles que conocía perfectamente las altas razones que las movía para estar allí.

 

4. Como se vio antes, Jesús inmediatamente después de salir del sepulcro se apareció a María, su Madre. En segundo lugar, a Magdalena (cf. Jn 20, 16), con enorme ternura, llamándola por el nombre. Y, en tercer lugar, a las otras mujeres, también con mucha bondad, dejando que de Él se aproximasen y hasta besasen sus pies (cf. Mt 28, 9-10).

 

El amor puro por Jesús acaba compensando las imperfecciones

 

A esta altura nos preguntamos, ¿por qué esa diferencia de actitud de Jesús, para con ellas, de un lado, y para con los Apóstoles, de otro? El trato del Señor para los Apóstoles es claramente descrito por San Marcos: “Finalmente se apareció a los Once, cuando estaban sentados a la mesa, y los reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, por cuanto no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos” (Mc 16, 14). Su primera palabra, por lo tanto, según el evangelista, es de censura hacia ellos. ¡Qué diferencia! ¿Por qué?

 

No habría entendido nada de esta sublime lección quien afirmase que Jesús quiso dar preeminencia a la mujer sobre el hombre. No es el caso. En verdad, tales episodios reflejan claramente la esencia del Evangelio, que Nuestro Señor había resumido en los siguientes términos: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). Es en el perfecto amor a Dios y al prójimo que está la síntesis del Evangelio.

 

Era tan grande el amor que aquellas mujeres tenían por Jesús que hasta su instinto de conservación, en el deseo de encontrarse con Él, se había atenuado. Cargaban imperfecciones, sin embargo el amor por el Señor era puro. Y cuando ese amor es así de acrisolado, Cristo mismo toma sobre sí la tarea de perfeccionar las acciones que la naturaleza humana decaída debería realizar.

 

Con esta afirmación, no es nuestra intención hacer una apología de la imprudencia en cuanto tal, sino resaltar cómo las actitudes sin reflexión de las santas mujeres del Evangelio eran compensadas por el puro amor de Dios —la caridad.

 

Es demasiado exiguo el espacio de estas páginas para discurrir sobre la falsa y la verdadera prudencia. La primera pone al alma en la trinchera del mero raciocinio y enfría el fervor. Sin embargo, en este episodio del Evangelio vemos premiado el amor, hasta cuando está maculado de imperfecciones. San Pablo se refiere a esa supremacía del amor, al afirmar que de nada valen el don de lenguas, el de profecía, el de ciencia, y otros, sin la caridad (cf. I Cor 13, 1-3).

 

El fervor es un tesoro

 

Santo Tomás transcribe este pensamiento de Aristóteles: “Los que son movidos por el instinto divino son más audaces…”.2

 

Es oportuno recordar que también el corazón del joven se suele mover por el amor, sobre todo cuando es arrebatado por el fervor primaveral. Tal como las santas mujeres, muchas veces no se guía por la prudencia, ni por la razón, sino por la audacia. Si se trata de un amor desinteresado y puro, Dios lo premia.

 

Esa llama es un tesoro, que necesita ser tratado con cariño. Cabe a los padres y a los educadores no extinguirla, sino encaminarla para las sendas del bien y de la virtud.

 

Terminemos estas reflexiones con un comentario lleno de sabiduría de San Pedro Julián Eymard, fundador de la obra de la adoración perpetua al Santísimo Sacramento y de la Congregación Sacramentina:

 

“En efecto, desde lo alto de la Cruz atrajo hacia sí nuestro señor Jesucristo todas las almas rescatándolas del pecado. Pero ciertamente que al pronunciar estas palabras, tenía también la mirada fija en su trono eucarístico.

 

“Toda virtud, todo pensamiento que no termine en una pasión, que no acabe por convertirse en una pasión, no producirá jamás nada grande.

 

“El amor no triunfa sino cuando es en nosotros una pasión que absorbe toda la vida. No siendo así podrán practicarse actos de amor aislados, más o menos frecuentes; mas no se ha entregado su propia vida.

 

“[…] El amor, si ha de ser en nosotros una pasión, preciso es que se someta a las leyes de las pasiones humanas.

 

“Me refiero a las pasiones honestas, naturalmente buenas; pues, en sí mismas, las pasiones son indiferentes. Las hacemos malas cuando las dirigimos para el mal. Depende de nosotros utilizarlas para el bien.

 

“Según esto, una pasión que domine a un hombre lo concentra en sí mismo.

 

“Determinada persona quiere llegar a una cierta posición honrosa y elevada. Sólo trabajará para esto, aunque tome diez o veinte años, no importa. Es bello.

 

“Concentra en esto su vida. Todo queda reducido a servir a este pensamiento o deseo. Deja de lado todo lo que no lo conduzca a su objetivo. […] Así es como se llega, en el mundo, a lo que se desea.

 

“[…] El hombre que no tiene una pasión, todavía no empezó a vivir.

 

“Esas pasiones pueden volverse y ser ¡ay! crímenes continuos. Pero, en fin, pueden ser, y son aun en sí mismas, honoríficas. Sin una pasión, nada alcanzamos. Vivimos sin objetivo, arrastrando una vida inútil. Pues bien, en el orden de la salvación, es necesario también tener una pasión que nos domine la vida […] Sin eso nada alcanzaréis, seréis apenas un empleado que trabaja por un sueldo, ¡pero jamás un héroe!

 

“[…] Algunos dirán: ‘¡¡Pero esto es una exageración!!’ ¿Y qué es el amor sino una exageración?

 

“Exagerar es sobrepasar la ley. Y el amor debe exagerar”.3

 


 

1) TERTULIANO. De idolatria, c.XIV: ML 1, 683.

2) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.45, a.3.

3) SAN PEDRO JULIAN EYMARD. A Santíssima Eucaristia. A Presença Real. Tradução pela nova edição crítica francesa. Petrópolis: Vozes, 1955, v.I, p.198-199; 203.

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