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– EVANGELIO –
En aquel tiempo, 7, 36Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró, pues, Jesús en casa del fariseo y se sentó a la mesa. 37En esto, una mujer, una pecadora pública, al saber que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume, 38se puso detrás de Jesús junto a sus pies, y llorando comenzó a bañar con sus lágrimas los pies de Jesús y a enjugárselos con los cabellos de la cabeza, mientras se los besaba y se los ungía con el perfume. 39Al ver esto el fariseo que lo había invitado, pensó para sus adentros: «Si éste fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues en realidad es una pecadora». 40Entonces Jesús tomó la palabra y le dijo: “Simón, tengo que decirte una cosa”. Él replicó: “Di, Maestro”. 41Jesús prosiguió: “Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. 42Pero como no tenían para pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Quién de ellos lo amará más?”. 43Simón respondió: “Supongo que aquél a quien le perdonó más”. Jesús le dijo: “Así es”. 44Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa no me diste agua para lavarme los pies, pero ella ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. 45No me diste el beso de la paz, pero ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. 46No ungiste con aceite mi cabeza, pero ésta ha ungido mis pies con perfume. 47Te aseguro que si da tales muestras de amor es que se le han perdonado sus muchos pecados; en cambio, al que se le perdona poco, mostrará poco amor”. 48Entonces dijo a la mujer: “Tus pecados quedan perdonados”. 49 Los comensales se pusieron a pensar para sus adentros: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?». 50Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”. 8,1Después de esto, Jesús caminaba por pueblos y aldeas predicando y anunciando el reino de Dios. Iban con él los doce 2y algunas mujeres que había liberado de malos espíritus y curado de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que había expulsado siete demonios, 3Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, Susana, y otras muchas que le asistían con sus bienes. (Lc 7,36-50; 8,1-3)
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Comentario al Evangelio – XI DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – El Fariseo y la pecadora
Simón recibe a Jesús en su casa con orgullosa frialdad. María, la pecadora, se deshace en manifestaciones de arrepentimiento y amor. Por haber amado mucho, fue redimida de todas sus faltas. Y el fariseo, por orgullo, se vio impedido de pedir perdón.
Orígenes históricos de los fariseos
El orgullo, causa de todos los pecados, no abandona al hombre sino media hora después de la muerte. Sutil e interior, aunque es un feroz lobo de ambición, se esconde bajo piel de oveja. Por este motivo, el orgulloso no es fácilmente fustigado por la reprobación de la sociedad, como sucede con los demás vicios. ¡Qué común es encontrar a la soberbia hablando abiertamente de sus propias cualidades y virtudes –reales o imaginarias– u ostentando sus riquezas!
Fariseos (Parroquia San Nicolás de Bari, Argentina)
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Ese es el gran mal de los que se juzgan doctos y sabios. Es terrible la vanidad femenina desenfrenada, pero no es nada en comparación al orgullo descontrolado de un hombre que quiere pasar por inteligente y culto. Se podría aplicar a este el dicho de Plinio: “Espanta ver hasta dónde puede llegar la arrogancia del corazón humano estimulada por el menor éxito” (1).
En este marco se insertan los escribas y fariseos.
El origen histórico de los fariseos se remonta a la restauración de Israel después del cautiverio en Babilonia. Sin embargo, sus características descritas en los Evangelios se evidenciaron después de la sublevación y victoria de los Macabeos (2), pues, oponiéndose a la fuerte influencia helénica que se ejercía especialmente sobre los sectores más altos de la sociedad, se separaron por fidelidad a las antiguas tradiciones puras de Israel. De ahí surgió el nombre “fariseo”, que quiere decir “separado”. Por entonces no constituian una secta, partido político ni organización.
Como suele ocurrir con todos los que no restituyen a Dios los dones recibidos, no tardaron los fariseos en creerse los únicos dueños de la verdad, erigiéndose como ley y modelo frente a los demás. Por otra parte, en su casi totalidad eran los doctores de la ley, también llamados escribas. Gozaban, pues, de notoriedad, prestigio e influencia. Esta situación de superioridad, si no es equilibrada por la virtud de la modestia y por el verdadero amor a Dios, fácilmente conduce a la hipocresía de la que fueron acusados repetidamente por el Divino Salvador (3).
Ahora bien, junto a lo anterior, “el orgullo es suspicaz; convierte en calumnia, con la interpretación más injusta, lo que fue dicho o ejecutado con la mayor simplicidad” (4). Este es el caso del fariseo Simón, del Evangelio de hoy.
¿Por qué Simón invitó a Jesús?
Era una honra insigne, y una inmensa gracia, recibir en su casa a un gran profeta, más aún tratándose de un taumaturgo que había obrado ya hasta una resurrección, la de la hija de Jairo (5). Simón invita a Jesús de Nazaret y lo recibe en medio de otros tantos fariseos.
¿Cuál es su objetivo?
Se engañaría del todo quien creyera que en la raíz de las ansias de Simón estaba alguna causa piadosa o la admiración. La comida sería una excelente ocasión para que él y los demás fariseos observaran bien de cerca a ese personaje, entonces ya muy comentado y discutido en los círculos de la elevada esfera religiosa. ¿Serían verdaderas las noticias que el pueblo esparcía a su respecto? Esa era la preocupación de todos.
Tanto le faltaron a Simón motivos de fervor y devoción cuando “invitó a Jesús a comer” (v.36), que le dio el trato común y corriente empleado para recibir a cualquier persona sin proyección ni importancia.
Por la Historia conocemos las costumbres de la época. En general, los hombres se desplazaban a pie, por calles y caminos polvorientos. En consecuencia, la buena acogida a un huésped –sobre todo de cierta categoría– consistía en mandar a un siervo que le lavara los pies tan pronto como entraba en la casa, con mayor razón si iba a participar en una comida. Además, era de buen tono saludar al invitado con un beso, a la llegada. Y por fin, una de las mejores señales de aprecio y deferencia era ungir la cabeza del visitante con aceite aromático.
Se puede discutir la elegancia o el buen gusto de este ritual, pero no poner en duda hasta qué punto Simón trató a Jesús como a un cualquiera, negándole las prácticas propias a la recepción de un personaje distinguido. Además de eso, no podemos olvidar los delirios existentes entre los fariseos por ser meticulosos en la observancia de esas pequeñas normas sociales o religiosas, tal como nos lo relata un historiador:
“Quiero mencionar ahora algunos hechos curiosos a propósito de los rabí. Nadie podía salir de noche a solas, ni usar sandalias remendadas… Ningún hombre podía hablar con mujeres en lugar público, y unos y otros debían rehusar toda intimidad con gente inferior. Tampoco debían caminar erguidos, porque demostraría orgullo. Entre las fantásticas sutilezas que los rabí enseñaban en sus escuelas, había 248 preceptos positivos en la ley –número, según afirman, correspondiente a los miembros y órganos del cuerpo humano– y 365 preceptos negativos –el número de nuestras arterias y venas–, con un total de 613, la cantidad de letras que componen el decálogo de Moisés” (6).
Simón no admira a su invitado, muy por el contrario, le tiene cierta antipatía. Con respecto a Él su juicio ya es categórico en su subconciente, y está ansioso por encontrar hechos que den solidez a la sentencia lista para ser formulada. Ya conoce a Jesús, pero sin hacer uso alguno de la virtud de la fe para analizarlo y sin la menor estima por Él, desde la primera noticia que le llegó al respecto del Maestro. En los albores de la relación entre ambos, apareció un sentimiento de inseguridad, comparación y envidia en el alma de Simón.
Tomando en cuenta su psicología moral, deformada por las llagas de una existencia quizá sectaria y orgullosa, se comprenderá mejor la reacción de Simón frente al imprevisto que ocurre a determinada altura de la cena.
Una pecadora que admiraba la virtud
Las mesas para comer solían tener en aquellos tiempos la forma de una larga “u”. El anfitrión y el invitado principal se sentaban lado a lado, justo al medio. En esas ocasiones, se excluía a las mujeres de los salones. Por lo tanto, el ingreso de una dama en aquel recinto, aun siendo de alta reputación, chocaría fuertemente a todos los comensales; más aún si fuera una mujer conocida por su mala vida. Fue lo que pasó.
Hacía mucho que María había probado el vacío y la mentira del pecado y, por tener un alma delicada, ansiaba una oportunidad para cambiar de vida; pero las circunstancias le impedían realizar ese buen intento. Por pura debilidad había caído en tales horrores. Pero en su corazón femenino, guardaba una gran admiración hacia la virtud y, por increíble que parezca, en especial hacia la pureza. Su sensibilidad física la arrastraba a las engañosas delicias de la carne y, por lo tanto, a la ofensa grave a Dios; pero la sensibilidad espiritual la invitaba a la paz de conciencia, al amor al Creador.
En el auge de ese dilema, después de mucho implorar el socorro del Cielo, escuchó hablar de la aparición de un gran profeta en Israel, taumaturgo en altísimo grado: los paralíticos caminaban, los ciegos veían, los sordos oían, los mudos hablaban y hasta los muertos resucitaban. Por fin, pensó ella, había llegado el remedio para todos los males que atormentaban su espíritu tan cargado de recriminadas aflicciones. Se consideraba monstruosa y no veía la hora en que pudiera sentirse purificada de sus manchas. Bajo ese lodo inmundo había una piel de armiño que ardía en ansias de limpieza.
María Magdalena venera el cuerpo de Jesús (La Deposición, Catedral de Valencia, España)
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Las primerísimas reacciones de su alma en relación a Jesús fueron de la más entrañada simpatía. Desde el inicio ella lo amó más que a sí misma, y estaba ansiosa por tener la oportunidad de aproximarse a Él. Así, “al saber que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo”, decidió encarar los rigorismos sociales y entrar en la sala de la cena. Para llegar adonde estaba el Divino Maestro, dio la vuelta por el lado externo de la mesa y “se puso detrás de Jesús junto a sus pies, y llorando comenzó a bañar con sus lágrimas los pies de Jesús y a enjugárselos con los cabellos de la cabeza, mientras se los besaba y se los ungía con el perfume” que había traido en un rebosante frasco de alabastro.
Antes, por su concupiscencia, se inquietaba por atraer a sí la atención de todos; ahora, se arrodilla para servir. Los ojos con los que había ofendido a Dios por su curiosidad sin freno, lloraban de dolor por el pasado. Sus cabellos, otrora vanidosamente peinados, los utilizaba en ese momento como fino lino para enjugar los pies del Señor. Los labios que tantas palabras de insensatez habían proferido, se consagraban a besar esos divinos pies. Por fin, elevaba a la categoría de instrumento de alabanza el perfume usado en otras épocas para incitar su vanidad. “Así, esta mujer pecadora se hizo más honesta que las vírgenes, después de consagrarse a la penitencia y dedicarse a amar a Dios. Y todo cuanto se dijo de ella [en el versículo 38] sucedía exteriormente, pero lo que movía su intención, y que sólo Dios veía, estaba mucho más lleno de fervor” (7).
El juicio temerario del fariseo
La seguridad parecía regresar al corazón de Simón, el fariseo, al presenciar tan escandalosa escena: “Si éste fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues en realidad es una pecadora”. Su juicio es apresurado e infundado. Así como no tuvo fe ni amor para encantarse con el Maestro, también le faltó el discernimiento para ver e interpretar en la ex-pecadora las señales de un arrepentimiento perfecto, pues son notorios los efectos del vicio o la virtud estampados en el rostro (Eclo 13,31). El orgullo de ser un riguroso y sabio legista lo llevó a una conclusión aparentemente lógica, pero en realidad temeraria, contra el Médico y contra la enferma. Además manifestó su falsedad, pues, si concibió en su interior la convicción de estar frente a un hombre común y esperó su salida para comentar probablemente con satisfacción el aparente horror de aquel escándalo, ¿por qué llamarlo Maestro? Al respecto, comenta con mucha propiedad San Gregorio Magno: “El Médico se encontraba entre dos enfermos; uno tenía la fiebre de los sentidos, y el otro había perdido el sentido de la razón: aquella mujer lloraba lo que había hecho, pero el fariseo, orgulloso de su falsa justicia, exageraba la fuerza de su salud” (8).
Además de no tener tino o virtud para percibir en la pecadora la enorme gracia de la que había sido objeto, le faltaba al fariseo la humildad, la fe y el amor para ver en Jesús al Hijo de Dios. No obstante, la prueba de hasta qué punto Jesús es profeta se le dió a Simón enseguida, en el estilo tan apreciado de aquellos tiempos, a través de la parábola de los dos deudores. Es notorio el carácter universal de las palabras del Salvador contenidas en ese trecho, pero no podemos dejar pasar la realidad concreta que se despliega ante sus ojos de Juez Supremo.
Ahí estaban dos reos.
Ambos habían ofendido a Dios en grados diferentes y necesitaban, por lo tanto, el perdón. La pecadora estaba imbuida de un arrepentimiento perfecto y le fueron perdonados sus muchos pecados, porque mucho amó. En cuanto al fariseo, el Señor le expresa su disposición a perdonarlo, pero sería necesario de parte suya, una fe y amor más grande (vv.47 y 50). Era indispensable para el fariseo reconocer su deuda con Dios y pedirle perdón, pero no procedió así por orgullo.
Es fácil comprender la sentencia final del Divino Juez: la pecadora es oficial y públicamente perdonada; mientras que al fariseo le cabría quizá, en la mejor de las hipótesis –si llegara a arrepentirse y vencer su orgullo–, el decreto de Nuestro Señor: “los publicanos y las prostitutas entrarán antes que vosotros en el reino de Dios.” (Mt 21, 31)
¿Es necesario el pecado para crecer en el amor?
Es importante responder un asunto: de cara al Evangelio de hoy, ¿es necesario que la persona haya practicado un gran número de pecados para que, al ser perdonada, ame más?
Si fuera cierto, María Inmaculada –no sólo por su purísima concepción, sino también por su intachable vida– sería la criatura que menos amó a Dios. Ahora bien, con emocionado júbilo sabemos que la Santísima Virgen es la más amada y la más perfecta amante, entre todos los seres salidos de las manos del Creador. No obstante, también a Ella le cabía rezar: “perdona nuestras deudas”, como se pedía antiguamente en el Padrenuestro, pues le debe el ser, la predestinación a la maternidad divina, la plenitud de gracias, la concepción inmaculada, la vida exenta de cualquier mancha de pecado, en fin, todos los dones, virtudes y privilegios que le fueron concedidos en el más alto grado.
Ella misma exteriorizó ese reconocimiento al pronunciar el Magnificat en casa de su prima Santa Isabel (Lc 1, 46-55): “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso.” (Lc 1, 46-49)
La gratitud, que se mostraba perfecta en la pecadora, no estaba presente en Simón el fariseo. Independientemente a las faltas cometidas, todos nosotros somos deudores ante la inconmensurable bondad de Dios, porque Él nos escogió entre infinitos otros seres posibles de ser creados, sobre los que no recayó su acto creador. Pero a los orgullosos no se les ocurren esos pensamientos.
Encuentro de María con su prima Santa Isabel (Pintura de Fra Angélico, Museo del Prado, Madrid)
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Bajo este prisma, María Santísima es la mayor deudora, porque Ella sola recibió de Dios mucho más que la suma de los Ángeles y los Bienaventurados en conjunto.
Ahora comprendemos mejor el Evangelio: la pecadora recibió de Dios diez veces más que Simón, el fariseo. Ella amó al Redentor en la misma proporción, rebosante de gratitud. El otro no. Por su orgullo, no se reconocía como deudor, y por lo tanto no entendía ni deseaba la remisión que le ofrecía Jesús.
Abrazar la senda del amor y la gratitud
“Este niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de contradicción” (Lc 2, 34).
Frente a Jesús, estamos o con el amor y la gratitud de la pecadora –o mejor aún, con disposiciones de alma semejantes a las de la Santísima Virgen– o siguiendo los desórdenes del fariseo Simón.
Si abrazamos la senda del amor agradecido –sea en la inocencia, sea en el arrepentimiento– se nos aplicará la sentencia de Santo Tomás: “El niño, incluso el no bautizado, si tiene la edad de uso de razón y ama eficazmente al bien aun más que a sí mismo, está justificado por el bautismo de deseo; porque ese amor, que ya es el amor eficaz a Dios, no es posible en el estado actual de la humanidad sin la gracia regeneradora” (9).
Por el contrario, si asumimos la soberbia del fariseo, sentiremos en nosotros mismos cuánto “el orgullo es impaciente y malévolo; envidioso, arrogante, ambicioso, busca sólo sus propios intereses, cargado de irritaciones y resentimientos por el mal sufrido”. Probaremos en el fondo de nuestra alma “el regocijo con la injusticia y la tristeza con la verdad”, porque el orgullo “nada disculpa, de todo desconfía, nada espera y nada soporta” (parafraseando a San Pablo, 1 Cor 13, 4-7).
1) Nat. Hist. 2, 33.
2) Ver I Mac 2, 19-27.
3) Ver Mt 15, 7; 16, 4; 22, 18; 23, 13-33; e Mc 7, 6.
4) Luis Vives, De anima et Vita – I, 3: De superbia [Basilea 1555] f. 592.
5) Ver Lc 7, 41-55; Mc 5, 35-42.
6) C.M. Franzero, The memoirs of Pontius Pilate, trad. Portuguesa de Morais Cabral, Lisboa, p. 215.
7) San Juan Crisóstomo, apud Catena Áurea in Lc VII, 36-50.
8) Apud Catena Áurea, in Lc VII, 36-50.
9) P. Reginald Garrigou- Lagrange, El Salvador y su amor por nosotros, Rialp, Madrid, 1977, p. 34, comentando ST, I, II, q. 109, a. 3