¿Cómo surgió la Biblia?

Publicado el 08/30/2016

Un largo y maravilloso itinerario recorrido por la razón humana iluminada por la fe, y asistida por la gracia y por los carismas del Espíritu, hizo posible definir con divina autoridad la “regula fidei” de la Sagrada Escritura.

 


 

Mucho se habla sobre la Biblia, pero ¿cuántos la conocen en profundidad? La generalidad de los católicos —incluso los considerados practicantes—, ¿sabrá cómo surgieron los libros sagrados, qué criterio de selección se ha seguido y con qué autoridad fueron adoptados o rechazados? Vemos, pues, que unas aclaraciones al respecto son del todo oportunas para el conjunto de los fieles.

 

Antiguo y Nuevo Testamento

 

La Biblia, como sabemos, es el conjunto de los escritos o libros del Antiguo y del Nuevo Testamento con los que Dios se reveló a los hombres. También son denominados Sagrada Escritura o Letras Sagradas y constituyen un solo y único libro cuyo contenido es la Palabra de Dios. Aunque sean producto de autores humanos —los hagiógrafos, escritores sagrados— fueron redactados bajo la inspiración del Espíritu Santo y, por lo tanto, son verdaderamente la Palabra de Dios. Por eso se dice que la Sagrada Escritura es una obra conjunta entre hagiógrafos y el divino Paráclito.

 

Así pues, la Biblia se encuentra dividida en dos grandes partes: el Antiguo y el Nuevo Testamento.1 El primero contiene la Palabra de Dios dirigida al pueblo elegido de la primera Alianza y fue consignada en diversos escritos elaborados a lo largo de unos 900 años. El Nuevo Testamento contiene, consignado por los Apóstoles y evangelistas, las enseñanzas con las que Jesucristo completó y perfeccionó la Revelación Antigua, y el testimonio de su Muerte y Resurrección —el Misterio Pascual—, con el que abrió triunfalmente la Era de la Gracia, sellando así la Nueva y Eterna Alianza.

 

Y en el eje divino alrededor del cual giran ambos testamentos está la persona de Jesucristo. En efecto, en el Antiguo se le anuncia a Él: “las Escrituras […] están dando testimonio de mí” (Jn 5, 39), dice el Señor; y el Nuevo es la realización de ese anuncio. Esta verdad es expresada por San Agustín con el brillo y la concisión de su ingenio: “in Vetere Novum lateat, et in Novo Vetus pateat” 2 — En el Antiguo está escondido el Nuevo, y en el Nuevo se revela el Antiguo.

 

Ahora bien, sabemos que antes de Cristo y, sobre todo, en la era cristiana vinieron a la luz numerosos escritos que supuestamente contenían la Palabra de Dios, y de ellos tan sólo un reducido número fue incluido en la relación de los Libros Sagrados. ¿Por qué unos entraron y otros no? ¿Quién hizo esa selección y con qué autoridad? Estas cuestiones nos llevan a tratar un bellísimo tema: la formación del canon de los libros sagrados.

 

Admirable unanimidad forjada a lo largo de siglos

 

La palabra griega κανών (canon) tiene varios significados: regla de medir, regla, norma y por extensión lista, relación. El Canon de la Sagrada Escritura es, por lo tanto, la relación de los Libros Sagrados que componen la Biblia: 46 del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo. Solamente estos 73 gozan de la prerrogativa de Palabra de Dios.

 

Larga y luminosa es la historia de la formación del Canon, es decir, de cómo la Divina Providencia fue disponiendo a lo largo de los siglos las circunstancias y los espíritus para que la Santa Iglesia discerniera e identificara entre los diversos escritos presentados como auténticos transmisores de la Palabra de Dios, cuáles eran de hecho inspirados y contenían infaliblemente las verdades de la fe.

 

“El Señor en Majestad” con

los cuatro Evangelistas

(siglos XI-XII), Museo

Metropolitano de Arte,

Nueva York

La dificultad estaba en el hecho de que, con el paso de los siglos, aparecieron un número determinado de escritos del Antiguo Testamento en el seno de las comunidades religiosas israelitas. No todos, sin embargo, gozaban de igual respeto y acatamiento. Algunos, desde el principio, reflejaban antiguas y auténticas tradiciones con las que el pueblo de Dios se identificaba plenamente. Con relación a otros, no existía esa aceptación general.

 

Una maravillosa acción de Dios condujo poco a poco a las comunidades judaicas a una opinión casi unánime en esa materia. Admirable obra de hecho, porque no se conocía en aquella época una autoridad infalible, como la concedida por Jesucristo a su Iglesia, que pudiera reconocer y declarar el carácter sagrado e inspirado de esos libros.

 

En primer lugar, el Pentateuco, o Torah, fue reconocido muy pronto como la Palabra de Dios. A continuación, los Profetas; y los demás escritos fueron adquiriendo después el reconocimiento normativo hasta constituir colecciones, que contenían más o menos el actual conjunto de los libros del Antiguo Testamento.3

 

Discernir el mensaje evangélico de las falsas interpretaciones

 

En lo que respecta al Nuevo Testamento, la situación es aún más rica y compleja, si bien que más clara y fácil de ser acompañada. En determinado momento de la historia de la Iglesia primitiva, los Apóstoles y sus seguidores se dedicaron a la tarea de registrar por escrito gran parte de lo que oralmente predicaban. Así surgieron los primeros libros.

 

Muy pronto, no obstante, se introdujeron herejías en medio de las comunidades cristianas. Algunas procedían de erróneas interpretaciones doctrinarias concebidas por cristianos judaizantes; otras, por lo que parece, de origen pagano, como las doctrinas llamadas gnósticas. Unas y otras llevaron a interpretaciones falseadas del mensaje evangélico.

 

En los primeros tiempos del cristianismo proliferaron escritos neotestamentarios, mezclándose, por tanto, los testimonios auténticos de los Apóstoles y de sus primeros seguidores con los otros de cuya veracidad se podía legítimamente dudar, porque no gozaban de la garantía de procedencia apostólica (del tiempo de los Apóstoles), o porque no eran objeto de credibilidad por parte de las iglesias.

 

“Los Evangelistas San Lucas y San Juan” – Museo San Pío V, Valencia (España)

También se introdujeron adaptaciones o interpolaciones heréticas en algunos escritos con la pretensión de proceder de la época apostólica, pero de dudosa y sospechosa autoría.

 

Dado que la Iglesia, por medio del Espíritu Santo, recibió como legado las Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, le cupo a ella discernir, reconocer y declarar, con la asistencia de ese mismo Espíritu, cuáles de entre los numerosos escritos eran de hecho la Palabra de Dios.

 

El resultado de este trabajo lento y seguro de la Iglesia en la identificación de los Libros Sagrados fue la creación del Canon.

 

La acción del Espíritu Santo

 

En esta paciente tarea de la Iglesia se nota una triple acción del Espíritu Santo.

 

Primero, el divino Paráclito actúa sobre las comunidades que acogieron la Palabra de Dios, que “en muchas ocasiones y de muchas maneras” habló “antiguamente a los padres por los profetas” y “en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo” (cf. Hb 1, 1-2), formando e inspirando las tradiciones, propiciando que éstas sean conservadas en la memoria del pueblo, y disponiendo que la Palabra permanezca íntegra e inalterable. En segundo lugar, inspira a los hagiógrafos a poner por escrito el contenido de la Palabra de Dios transmitida al comienzo oralmente y consignada en las tradiciones; y a escribir “todo y sólo lo que Él quería”.4 Los autores sagrados se entregan, pues, a esta misión. Finalmente, a través de la mis ma Tradición, es decir, lo que semper, ubique et ab omnibus fue objeto de fe, da a conocer a la Iglesia los escritos inspirados.

 

La definición del Canon, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento es, por tanto, obra humana y divina de la Iglesia. Es decir, en cuanto que aplica criterios lógicos de sabiduría humana para discernir la autenticidad de los escritos vetero y neo testamentarios, pero también en cuanto que es asistida por el divino Espíritu Santo en la interpretación de los datos procedentes de tales recursos humanos. La labor aplicada e inteligente de una pléyade de hombres de los primeros tiempos del cristianismo —los Santos Padres— llevó a la Iglesia a un elevadísimo plano en el conocimiento de las Escrituras y la hizo discernir, por la acción del Espíritu Santo, preciosos criterios para la selección y clasificación de los Libros Sagrados.

 

El Canon veterotestamentario

 

Teniendo en cuenta el hecho de que los libros del Antiguo Testamento fueron escritos a lo largo de aproximadamente 900 años en hebreo, arameo y, en menor medida, en griego, y sin entrar en el interesante tema de la probable datación de tales escritos, ni de sus autores, puesto que rebasaríamos los límites naturales de este artículo dedicado a estudiar la formación del Canon, veamos a continuación cómo los mencionados libros se hicieron conocidos.

 

Es cierto que algunas colecciones parciales de escritos veterotestamentarios ya circulaban entre varias comunidades israelitas, tanto de Palestina como de la Diáspora, en el tiempo post-destierro, sobre todo en el período de los Macabeos, pero nos faltan datos históricos precisos a ese respecto.

 

Hacia el año 200 a. C. apareció por primera vez una amplia colección de los escritos veterotestamentarios, en griego, compuesta, según se decía, por 70 sabios judíos de Alejandría y por eso se le llama “Septuaginta” o “de los Setenta”, o incluso “Alejandrina”, a menudo designada por la sigla numérica “LXX”.

 

Sin embargo, no hay noticias de que se hubiera elaborado un Canon de los libros sagrados antes de la era cristiana. Junto a algunos libros reconocidos por todos como sagrados, habían varios sobre los cuales existía cierta indecisión, y algunos francamente contestados.

 

Las diversas versiones de las Escrituras circulaban pacíficamente entre los judíos de Palestina y del extranjero, pero la Septuaginta obtuvo amplia aceptación entre unos y otros y era la más difundida en los primeros tiempos del cristianismo.

 

Pergamino masorético sin datación

Museo Real de Ontario, Toronto (Canadá)

“La mayor parte de las citas del Antiguo Testamento atribuidas a Jesús en los Evangelios corresponden al texto de la versión de los Setenta”.5 El hecho de que esta versión sea la más citada en los Evangelios le confiere innegable autoridad. También era la más usada por los judíos cristianos de los primeros tiempos, y gozaba de plena credibilidad en esos medios. En el transcurso del primer siglo, la mayoría de los libros contenidos en la versión de los LXX fue pacíficamente aceptada: son los llamados protocanónicos (de proto, primero, en griego). Sin embargo, otros que se prestaban a discusiones sólo fueron aceptados posteriormente: son los llamados deuterocanónicos (de deutero, segundo).

 

Al principio del siglo II —cuando la Iglesia ya tenía vida propia, independiente del judaísmo, y en ella se daba amplia aceptación a la relación de libros de los LXX, llamada Canon Largo— las autoridades judías, por iniciativa de los rabinos fariseos, decidieron cerrar su canon y rechazar siete libros contenidos en la versión de los LXX,6 abrazando por tanto un canon reducido, llamado Canon Breve.

 

No es disparatado admitir que el hecho de que los judíos abrazaran el Canon Breve se debió, entre otros motivos, a una necesidad de diferenciación frente al cristianismo.

 

Los datos históricos disponibles indican que, muy probablemente, esa colección abrazada por los rabinos —conocida también por el nombre de Texto Protomasorético— fue revisada más tarde, en la Edad Media, y provista con anotaciones y signos a manera de comentarios, por los masoretas judíos, maestros y representantes de la Massorah (Tradición) judaica, llegando a constituir el llamado Texto Masorético, es decir, la actual Biblia hebraica.

 

Cuando los judíos decidieron cerrar su canon, era ya ampliamente aceptada en la Iglesia, hacía más de un siglo, la versión de los Setenta, el Canon Largo. Así pues, el canon de los rabinos fariseos no tuvo sino un alcance restringido, limitado al ámbito de las comunidades judías remanentes.

 

La Iglesia primitiva, desde el principio, acató la versión de los Setenta, versión ésta que entre otras, como ya ha sido dicho, corría libremente entre los judíos, porque no había aún, entre ellos, una relación definida de los libros considerados sagrados. Por lo tanto, no heredó del judaísmo un canon definido, sino que fue ella quien lo definió, acogiendo todos los libros que constaban entre los LXX y también los llamados deuterocanónicos. De esta manera la versión de los Setenta, el Canon Largo, fue abrazada por el cristianismo, en su totalidad, desde sus primeros comienzos —con algunas dificultades circunstanciales, 7 esclarecidas con el tiempo— y gozó de plena autoridad entre los cristianos. El Concilio de Calcedonia (451 d. C) no hizo sino reconocer una realidad ya vivida por el cristianismo hasta el siglo IV, pues aunque el Canon veterotestamentario ya estuviese vivo en la Iglesia y los libros que vinieron a componerlo gozasen de gran autoridad entre los fieles, a excepción de algunas pocas comunidades orientales aisladas y sin mayor importancia, no se puede hablar aún de libros canónicos. Sólo a partir de esa fecha es cuando la colección de esos libros adquiere plena configuración canónica.8 Y así permaneció durante más de mil años.

 

Únicamente en el siglo XVI —¡un milenio y medio después del nacimiento del cristianismo!— fue cuando dicha realidad fue negada. En efecto, Martín Lutero y sus seguidores decidieron rechazar casi 1.500 años de Tradición cristiana, naciendo así la Biblia Protestante.

 

Durante muchos siglos, por el camino de la Tradición apostólica, la Iglesia no sintió la necesidad de presentar una definición dogmática sobre el Canon sagrado, de tal forma la pax Christi no se veía seriamente amenazada en esa materia. Las negaciones de Lutero en el siglo XVI y la intranquilidad suscitada por ellas en el seno de la cristiandad fueron las que llevaron a la Santa Iglesia a manifestar en ese campo el poder que su divino Fundador le había conferido. Así, lo que estaba asentado como doctrina común y corriente de la Iglesia desde el siglo IV y vivido por el cristianismo desde sus comienzos, fue objeto de una formulación explícita en el Concilio de Florencia (1442) en el decreto Pro Iacobitis,9 y de una definición dogmática en el Concilio de Trento (1564), reafirmada en el Concilio Vaticano I (1870).

 

Canon neotestamentario

 

Como hemos visto, la predicación apostólica fue al principio exclusivamente oral, porque los Apóstoles salieron por el mundo a predicar, fieles al mandato del divino Maestro que les dijo “id y predicad” (cf. Mc 16, 15) y no “id y escribid”. Y no nos olvidemos de las dificultades de la época para conseguir libros, los cuales eran todos manuscritos, por lo tanto, costosos y de elaboración lenta.

 

Así pues, en el Período Apostólico (hasta el año 70) la Iglesia naciente no poseía aún escritos propios, sino solamente la “Ley y los Profetas”, o sea, el Antiguo Testamento, leído a la luz del mensaje cristiano. Enseguida, no obstante, dos factores exigieron de los Apóstoles y de sus primeros seguidores el recurrir a la escritura: la multiplicación de las comunidades en regiones muy distantes, gracias, sobre todo, al apostolado de San Pablo, y la aparición de las herejías. Sin embargo, durante mucho tiempo e incluso hasta el Período de los Padres Apostólicos, las tradiciones evangélicas eran más conocidas a través de la tradición oral que de la escrita.10 San Lucas da testimonio de eso: “Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra” (Lc 1, 1-2).

 

“La predicación de San Pedro”

> Museo de Bellas Artes, Dijon (Francia)

Esta lucha terminó por cristalizar en la Iglesia una idea que ya existía, latente, desde el Período Sub-apostólico: 11 la necesidad de un Canon cerrado.

 

En los tiempos de San Justino Mártir (siglo II) en Roma, el Nuevo Testamento ya contenía dos tercios de lo que vino a ser su Canon definitivo. En el período siguiente —de San Irineo, San Clemente de Alejandría, Orígenes— lo esencial del Canon definitivo ya había sido incluido en el Canon reconocido por San Irineo y por la Iglesia de la Galia: los cuatro Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, algunas Cartas y el Apocalipsis.

 

Precisamente San Irineo —una de las grandes figuras de la patrística— fue quien, ante el gnosticismo y, sobre todo, el marcionismo, desarrolló la doctrina cristiana, estableciendo magníficamente los fundamentos de la comprensión de las Escrituras como un todo único, coherente y armónico.

 

San Clemente de Alejandría y Orígenes presentaban una relación de 22 libros sobre los cuales, para ellos, no existían dudas: los cuatro Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las 14 Cartas paulinas, las primeras Epístolas de Pedro y Juan y el Apocalipsis.12

 

Algunos escritos neotestamentarios, como hemos visto más arriba, parecen haber obtenido muy pronto el reconocimiento canónico, manifestado sobre todo por el uso litúrgico que se fue haciendo de ellos. Son los llamados protocanónicos del Nuevo Testamento.

 

Otros, no obstante, ofrecieron cierta dificultad para ser aceptados y sólo después de un proceso relativamente largo la autoridad de la Iglesia los incluyó en el Canon. Son los llamados deuterocanónicos del Nuevo Testamento —la Epístola a los Hebreos, la segunda de Pedro, la segunda y tercera de Juan, las epístolas de Santiago y Judas y el Apocalipsis— lo que significa que entraron en el Canon neotestamentario solo después de algunas vacilaciones, siendo aceptados, repetimos, únicamente por la autoridad de la Iglesia.

 

La sabiduría divina supera cualquier previsión humana

 

A lo largo de casi 300 años, basado en la aceptación por las comunidades, animadas por el Sensus Fidei (el sentido de la fe), pero sobre todo por el uso litúrgico, con el reconocimiento explícito de las autoridades eclesiásticas —reunidas en sínodos y concilios regionales o ecuménicos—, se fue definiendo un núcleo de libros de canonicidad segura e indiscutible.

 

Lutero también había rechazado los deuterocanónicos del Nuevo Testamento, pero sus seguidores no pudieron sustentar esa posición y acabaron por admitirlos. De este modo la Reforma caía en la incoherencia de negar la autoridad de la Iglesia en cuanto al Antiguo Testamento y afirmarla en relación con en el Nuevo.

 

Así pues, de una forma divinamente sapiencial el Espíritu Santo va gobernando la Santa Iglesia de una manera nada racionalista y esquemática, definiendo sin prisas maravillas como el conjunto de los libros de la Sagrada Escritura, en los que “el Padre que está en los Cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos”.13

 

Este largo y maravilloso itinerario recorrido por la razón humana iluminada por la fe, y asistida por la gracia y por los carismas del Espíritu Santo, hizo posible discernir con claridad y definir con divina autoridad la regula fidei de la Sagrada Escritura. Durante este trayecto hemos sido llevados también a contemplar la maravillosa armonía entre dos fuentes en las que se funda toda la fe cristiana: la Santa Tradición y las Letras Sagradas.

 

 


 

1 Término bíblico usado en el sentido de Alianza.

2 SAN AGUSTÍN. Quæstionum in Heptateuchum, l. 2, 73: ML 34, 623.

3 Los términos “Antiguo Testamento” y “Nuevo Testamento” fueron puestos en uso por el cristianismo: el primero procede de una expresión de San Pablo (2 Co 3, 14), y el segundo extraído de un oráculo de Jeremías (31, 31).

4 CONCILIO VATICANO II. Dei Verbum, n.º 11.

5 TREBOLLE BARRERA, Julio. A Bíblia Judaica e a Bíblia Cristã. 2.ª ed. Petrópolis: Vozes, 1999, p. 600.

6 Tobías, Judit, Baruc, Sabiduría, Eclesiástico, 1 y 2 Macabeos, además de algunos pasajes de Ester y Daniel.

7 Algunos libros, los deuterocanónicos, fueron objeto de discusión entre las iglesias, pero en un segundo momento de la historia del Canon fueron aceptados pacíficamente por la generalidad del mundo cristiano.

8 Cf. TREBOLLE BARRERA, op. cit., p. 273.

9 Cf. DZ 1334-1335; 1501-1504; 3029.

10 KÖSTER, Helmut. Synoptische Überlieferung bei den Apostolischen Vätern. In: TREBOLLE BARRERA, op. cit., p. 277.

11 Período que siguió, inmediatamente, a los Apóstoles.

12 Véase que aunque el Apocalipsis y la Carta a los Hebreos no presentan dudas para Orígenes y San Clemente de Alejandría en cuanto a su autenticidad, sólo más tarde estos libros serán considerados por la Iglesia como deuterocanónicos.

13 CONCILIO VATICANO II, op. cit., n. 21.

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