Con este signo vencerás – in hoc signo vinces

Publicado el 10/29/2013

 

 

El sol había nacido ya, derramando el calor de sus rayos sobre la plaza del Pretorio, cuyo tribunal, formado con piedras multicolores, se llamaba en griego Lithostrotos, que significa empedrado o montículo de piedras….

 


 

La Cruz, figura de la ignominia y la derrota, pasó a ser el centro de la espiritualidad católica, el distintivo de los seguidores de Cristo, el punto hacia donde convergen todos los anhelos, todos los amores, toda la ternura y el respeto del alma verdaderamente cristiana.

 

Era la mañana más conturbada de toda la Historia.

Cruz.jpg

 

 

El sol había nacido ya, derramando el calor de sus rayos sobre la plaza del Pretorio, cuyo tribunal, formado con piedras multicolores, se llamaba en griego Lithostrotos, que significa empedrado o montículo de piedras. Nada mejor que la piedra para calentarse a la luz del sol; ni siquiera el agua tiene la misma capacidad para conservar los ardores del astro rey. Bajo esa luz creada por Dios, el propio Dios iba a ser juzgado.

 

Sin embargo, no sólo manifestaciones minerales podían sentirse ahí. El orden de la naturaleza emanado de las manos del Omnipotente, las criaturas inconscientes y sin vida, cumplen su designio por una determinación divina. Hay seres, en cambio, que poseen libre albedrío, pero no siempre usan con rectitud ese don recibido del Señor de toda la Creación. Peor aún, a veces lo utilizan maliciosamente en sentido contrario. Sin embargo, en toda la Historia nunca se había empleado el libre albedrío con tanta carga de odio hacia el Creador.

 

La cruz que dividió la Historia

 

En esa plaza, sol y piedra se mantenían fieles al mandato de Dios. Pero un gobernador romano –que pasó a la Historia y es nombrado todos los días cuando rezamos el Credo– no se dejaba influir por la voz de la conciencia y de la gracia en su interior: no quería condenar pero, como todo quien relativiza el absoluto de la Ley divina, buscaba una solución intermedia entre la condena y la adoración.

 

El pueblo exigía…

 

¡Cuántas veces el pueblo hizo bien al pedir la condenación de un reo! No obstante, si alguna vez el pueblo se equivocó –y debió suceder– nunca fue tanto como en aquella ocasión. ¿El pueblo nada más? No… Ahí estaban los fariseos y los escribas, alentándolos a todos para gritar contra el propio Creador una sentencia no sólo injusta sino deicida: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”

 

Nada hacía callar al populacho, hasta que en cierto momento un símbolo que marcaría más tarde todas las coronas y las fachadas de iglesias hizo su aparición en la plaza: ¡la Cruz! La figura misma de la vergüenza, la ignominia y la derrota empezaba ahora su marcha triunfal a través de los siglos.

 

Esa cruz que abrazaría y besaría el Divino Redentor, y sería cargada tan amorosamente en sus hombros adorables hasta el Calvario, además de producir un gran silencio, dividió a la multitud de arriba abajo, revelando simbólicamente su papel a lo largo de la Historia: frente a ella la impiedad sonreirá y la piedad la venerará; a su vista unos se burlarán y otros se postrarán; unos proferirán palabras de desprecio, otros derramarán lágrimas de ternura; por causa suya muchos temblarán de espanto mientras otros desfallecerán de amor, hasta el día supremo en que “aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre” (Mt 24, 30) y dividirá también a la humanidad reunida en el valle de Josafat: a la derecha los que resurgen en cuerpo glorioso; a la izquierda los que recuperan sus cuerpos para ser todavía más atormentados en el infierno. “Separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda” (Mt 25, 32-33).

 

Y la cruz figurará para siempre en el esplendoroso trono de Jesucristo, convertida de madero de tortura en árbol de luz.

Cruz2.jpg

 

 

 

El suplicio más humillante

 

Entre los hombres de la Antigüedad, la crucifixión era considerada el castigo más atroz y humillante –el Libro del Deuteronomio la llama “maldición de Dios” (21, 23)–, reservada sobre todo para esclavos y para los malhechores, asesinos y ladrones cuyo castigo público debía ejemplarizar al pueblo. Más tarde, Roma, al dominar el mundo conocido, eximió de dicha pena a sus ciudadanos sin importar la gravedad del delito, para impedir así que la dignidad del Imperio fuera mancillada. Pero ésta fue precisamente la muerte que Cristo consintió, asumiendo la condición de esclavo no sólo para redimirnos de la esclavitud del pecado, sino incluso para hacernos reyes: un suplicio usual del código penal, con el procedimiento aplicado vulgarmente a los delincuentes; sin duda, lo peor.

 

Descripción de un médico

 

Según interesantes estudios realizados en el siglo pasado por renombrados médicos europeos, la muerte en la cruz posee como causa determinante la asfixia. Inmediatamente después de la crucifixión, el condenado presenta violentas contracciones generalizadas, el rostro se pone amoratado, un sudor abundante brota de la cara y del cuerpo entero, haciéndose especialmente profuso en los pocos minutos que preceden a la muerte. Los crucificados morían al cabo de tres horas, aproximadamente, luego de una atroz agonía.

 

En su obra “La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según el cirujano”, el Dr. Pierre Barbet afirma: “Toda la agonía transcurría en una sucesión de abatimiento y solevantamiento, de asfixia y respiración. La prueba material la tenemos en el Santo Sudario, donde podemos señalar un doble flujo de sangre vertical que sale de la llaga de la mano, con una desviación angular de algunos grados. Uno corresponde a la posición abatida y el otro a la erguida. Se advierte en seguida que un individuo agotado, como lo estaba Jesús, no podría extender esa lucha por mucho tiempo”.

 

El misterio de la Cruz

 

Desde una mirada humana y materialista, el Cordero inmolado en lo alto de la Cruz no era más que un pobre ser maltratado e injuriado por todos, un hombre frustrado y derrotado para siempre; pero bajo la luz sobrenatural –que es la única visión verdadera– Jesús estaba ahí elevado como un Rey en su trono de gloria, atrayendo hasta él a todas las criaturas. Los apóstoles, sobre todo san Pablo, comprendieron en profundidad este divino misterio: “Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2, 2). Y también: “En cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6, 14).

 

El lento amanecer de la Cruz

 

Para los primeros cristianos, sin embargo, imbuidos como estaban de las ideas y tradiciones antiguas, la cruz conservaba su terrible significado. Además, muchos miembros de la Iglesia naciente habían visto sufrir este martirio a sus parientes en Roma, durante las sanguinarias persecuciones decretadas por los emperadores paganos, lo cual aumentaba su rechazo. Fueron necesarios varios siglos para que las primeras representaciones del Salvador clavado en la cruz hicieran su aparición.

 

En los siglos segundo y tercero, pues, los fieles prefirieron la imagen del pez (en griego ichthys) para representar a Cristo. En esta simbología, las letras de la palabra ichthys contienen las iniciales de la frase: Iesous Christos Theou Yios Soter (Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador). A partir del siglo cuarto, después de ser reconocida la religión católica por Constantino el Grande, el simbolismo del pez declinó paulatinamente para ceder su sitio a la cruz, la cual comenzó a ser esculpida en sarcófagos, cofres y otros objetos, volviéndose el principal emblema de la Cristiandad. Una de las primeras expresiones artísticas occidentales del sacrificio del Calvario es la famosa puerta de madera de la Basílica de Santa Sabina en Roma, tallada durante el siglo V.

 

En la misma época se instituyó la actual señal de la cruz, pero existía ya la piadosa costumbre de hacer la triple marca sobre la frente, los labios y el pecho, con lo cual las tres partes superiores del hombre –inteligencia, amor y fuerza– quedaban bajo el amparo de la cruz.

 

Santa Elena recupera la Vera Cruz

Cruz3.jpg

 

 

A inicios del siglo cuarto un lamentable abandono caía sobre los Santos Lugares, al punto que la propia colina del Gólgota se hallaba cubierta de escombros. Movida por un fuerte impulso de la gracia, la emperatriz Elena –que acababa de obtener por sus maternales oraciones el espléndido milagro del puente Milvio y la conversión de su hijo Constantino, con la subsiguiente libertad para el cristianismo (28 de octubre del 312)– decidió emprender un largo viaje hasta Jerusalén para descubrir la Vera Cruz de Cristo. Santa Elena comprendía íntimamente el significado de los misterios: aquella cruz luminosa que brilló en los cielos rodeada por la frase In hoc signo vinces (“Con este signo vencerás”) ante los ojos maravillados del joven César, ¿no era acaso una clara manifestación de los designios de la Providencia, augurando un resurgimiento triunfal de la Iglesia por medio del escándalo de la cruz?

 

Buscar la cruz era un propósito arduo, pero el enérgico carácter de la anciana emperatriz no se había derrumbado antes con los azares de la fortuna ni con las duras pruebas de la vida. Después de algunas semanas de penoso trabajo y de remover mucha tierra, durante las cuales Elena alentó con su ánimo y sus oraciones a los numerosos obreros, en un foso fueron encontradas, para pasmo general, ¡tres cruces!

 

Surgía, pues, un dilema: ¿cómo reconocer el Madero sagrado sobre el cual padeció su agonía el Redentor, bañándolo con las últimas gotas de sangre? Instado por Elena, el Patriarca de Jerusalén, san Macario, vino en su ayuda. Reunió al pueblo y oró fervorosamente, suplicando al Señor una intervención que iluminara a sus fieles de forma evidente. Luego hizo traer a una pobre mujer desahuciada por los médicos y a punto de morir; en contacto con las dos primeras cruces, la moribunda permaneció impasible, pero al tocar la tercera se levantó de inmediato, completamente curada, dando gracias a Dios en medio de la ovación entusiasta de la multitud.

 

La noticia del milagro se esparció con rapidez por todo el mundo cristiano, y comenzó una ferviente devoción a las reliquias de la Pasión.

 

Al regresar de su peregrinaje, y después de erigir varias iglesias en honor de la Pasión de Cristo, la virtuosa emperatriz llevó a la Ciudad Eterna un fragmento considerable de la Santa Cruz, quedando en Jerusalén la parte más importante. Trajo también los cinco clavos encontrados en la misma ocasión y los obsequió a su hijo Constantino, quien mandó engastar uno de ellos en la diadema imperial. Quizá este piadoso gesto haya originado la hermosa costumbre de poner una cruz como remate a las coronas de los soberanos católicos.

 

Entrada triunfal de la Santa Cruz en Jerusalén

 

Tres siglos después de estos acontecimientos, Cosroes II, rey de Persia, saqueó la Ciudad Santa, mató un gran número de cristianos y se apoderó del precioso Madero, llevándoselo junto a las abundantes riquezas que formaban su botín de guerra.

 

Enorme fue la consternación de los fieles de Oriente al saber que su tesoro más inestimable caía en poder de idólatras. El emperador Heraclio inició una campaña para recuperarlo, lo que logró al cabo de quince largos años de fatigas y aventuras. Finalmente, Heraclio pudo llegar frente a Jerusalén dando gracias al Señor por la victoria.

 

Se organizó una gran ceremonia con toda la pompa y solemnidad posible; los fieles venían de todas partes a venerar la reliquia felizmente recuperada, mientras el emperador, acompañado por el patriarca Zacarías, los grandes de su corte, innumerables clérigos y una fervorosa multitud, colocaba la Vera Cruz en sus hombros para entrar a la ciudad por la puerta que conduce al Calvario. Pero, cuando llegó al umbral, quedó súbitamente inmóvil, incapaz de dar un solo paso más. Zacarías, a su lado, se inclinó para hacerle ver que la púrpura imperial y la suntuosa indumentaria no se condecían con el ejemplo de humildad de Jesús, que por las mismas calles había llevado esa Cruz herido y cubierto de oprobio. Heraclio se despojó entonces de las insignias reales; cubierto con un saco y descalzo, prosiguió sin más dificultad la piadosa procesión. La cruz fue triunfalmente restituida al patriarca Zacarías en medio de las aclamaciones de júbilo de la multitud reverente.

 

El tiempo confundió la fecha de ambos acontecimientos: el hallazgo de la Cruz por la emperatriz santa Elena y su rescate por el augusto Heraclio. Pero desde hace siglos, el Occidente cristiano celebra el hallazgo del Santo Leño el día 3 de mayo, y el 14 de septiembre su exaltación.

 

La cruz, señal de salvación

Cruz4.jpg

 

Poco a poco, por entre las oscuras ruinas del paganismo pútrido y decadente, surgía un mundo nuevo, “cruciforme”, bañado por la luz pura y fulgurante de las doctrinas del Evangelio, haciendo sentir de modo suave y misterioso la dulcis praesentia de Quien, con el rostro divino cubierto de moretones y heridas, dejara escapar desde la Cruz el grito desgarrador que resonaría en el cielo de la Historia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 15, 34). Ahora, sin embargo, una nota de paz y regocijo impregnaba, junto a una fuerte sensación de victoria, el progresivo desarrollo de la Esposa Mística de Cristo.

 

La Cruz pasó a ser el centro de la espiritualidad católica, el signo distintivo de los seguidores de Cristo, el punto hacia donde convergen todos los anhelos, todos los amores, toda la ternura y el respeto del alma verdaderamente cristiana.

 

Por todas partes el símbolo de la Redención proyecta su sombra protectora, recordándonos los dolores soportados con infinita paciencia por el Hombre-Dios a favor de la pobre humanidad hundida en la tiniebla del error, del pecado y de la muerte, mientras comunica su mudo –¡pero cuán elocuente!– mensaje de esperanza: “¡El Bien vencerá! Yo pondré a tus adversarios como escabel de tus pies”.

 

San Andrés de Creta exclama palabras inspiradas: “Si no fuera por la cruz, Cristo no sería crucificado. Si no fuera por la cruz, la vida no estaría clavada al madero. Si la vida no hubiera sido clavada, no brotarían de su costado la sangre y el agua, manantiales de inmortalidad que lavan al mundo. No se habría rasgado el documento del pecado, no habríamos sido declarados libres, no habríamos probado el árbol de la vida, no se habría abierto el Paraíso. Si no fuera por la cruz, la muerte no habría sido vencida ni el infierno derrotado.

 

“Por tanto, grande y preciosa es la cruz. Grande, pues por ella grandes bienes se hicieron realidad; y tanto más grandes cuando, a través de los milagros y sufrimientos de Cristo, heredades más excelentes se han de distribuir. Preciosa, porque la cruz es pasión y victoria de Dios: pasión por la muerte voluntaria en esta misma pasión, y victoria porque el diablo es herido y con él la muerte vencida. Así, derrumbadas las prisiones infernales, la cruz fue también la salvación común del mundo entero”.

 

Esa misma cruz adorna las coronas de los monarcas, brilla esplendorosa sobre el pecho de los obispos, preside gloriosa las liturgias solemnes; se la ve sobre las torres de los templos –ora en imponentes basílicas e inmensas catedrales, ora en las más modestas y desconocidas capillas y oratorios–, enarbolada en las banderas militares, plantada al medio de claustros silenciosos; la vemos todavía agitada por las manos incansables del misionero, cargada en los fatigados hombros del penitente, besada con los labios trémulos del moribundo… En alabanza suya, el oficio de la Iglesia canta este bellísimo himno de Semana Santa:

“¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!

Jamás el bosque dio mejor tributo

en hoja, en flor y en fruto.

¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol

donde la Vida empieza

con un peso tan dulce en su corteza!


“Tú, solo entre los árboles, crecido

para tender a Cristo en tu regazo;

tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo

de Dios con los verdugos del Ungido.”

 

¡Una sola Cruz! No obstante, en el Calvario había tres. Pero es una sola, porque de los tres condenados uno solo era Inocente. A nadie se le ocurrió jamás levantar una segunda cruz, aunque san Dimas fuera canonizado en vida por la propia voz del Salvador; porque sólo la sangre sin mancha es merecedora de veneración, como sólo la de Dios puede ser adorada. ¡Una sola cruz atrajo todos los pueblos, una sola selló el tiempo y la eternidad!

 

Cuando adoremos la Cruz, unámonos a Aquella que estaba de pie adorando a su Hijo en ese instrumento de suplicio: Stabat Mater dolorosa juxta crucem lacrimosa. Llenémonos de esperanza, recogiendo también las purísimas lágrimas de María, que son nuestra prenda de confianza y certeza de perdón.

 

 

 

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->