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“¡Serpientes! ¡Raza de víboras!” Son algunos de los títulos que Jesús les dio a los fariseos. En el mismo capítulo 23 de San Mateo los llama de “hipócritas”, devoradores del dinero de las viudas, transforman a sus discípulos en hijos del infierno, guías de ciegos, entre otros apelativos.
Lo cierto es que los fariseos fueron los más duros opositores del Reino de Dios, predicado por Jesús, y nosotros nos preguntamos: ¿Dónde estaba en sus almas la raíz de este terrible pecado?
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Cuando un cristiano adopta el camino de la santidad, debe colocar el amor de Dios por encima de todo, y dedicar más interés al prójimo que a sí mismo, para poner en manos de Dios su propio cuidado.
Los fariseos se olvidaron de la virtud de la humildad y comenzaron a sobrevalorar sus virtudes –verdaderas o falsas-; se deleitaban sin fin en la autocomplacencia y su orgullo ya no tuvo límites. El espíritu orgulloso se declara así mismo centro del universo y vive exaltando sus propias cualidades, no solo desprecia al prójimo, sino que exagera sus defectos. Los fracasos de los demás son “porque no me consultaron”, cree que debe ser siempre el dirigente y si debe someterse a alguna autoridad, trata de dominarla, pero como no es fácil, su camino consiste en la crítica y el sabotaje. Jamás agradece nada, piensa que todos le deben. Al convertirse en el centro, no tolera al que no gira a su alrededor.
El fariseo es un ególatra que en su refinada hipocresía se presenta como hombre de Dios y con tan grandes defectos se cree santo.
A los fariseos les hizo falta verse tal cual eran, con sus defectos y virtudes. Es el camino que tomó San Pablo, “por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor. 15,10). La humildad nos abre los ojos, vemos verdaderamente quienes somos, no nos hacemos falsas ilusiones. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,29). Es decir, la humildad nos da la paz de alma y la felicidad.
Cuando hay confianza en si mismo, no en Dios, presunción de santidad, y desprecio por el prójimo, son los tres vicios contrarios a las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.
Veamos la oración de un fariseo: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.”
Esto no es una oración, es un acto de orgullo, de auto-elogio, de profundo desprecio por los demás. El agradecimiento del fariseo se exalta a sí mismo e insulta a los demás.
Ahora veamos la oración del publicano pecador: En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”
El publicano reza con humildad, contrición y pedido de clemencia, y concluye Jesús: “Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se exalta será humillado, y el que se humille será exaltado”.
Finalmente. Si nos pidieran elegir entre los doce apóstoles a uno para ser el primer papa, sin la gracia de Dios, solo con la razón, seguramente, descartaríamos a San Pedro, diríamos que era pretencioso, exagerado, imprudente. Y lo peor, quizá elegiríamos a Judas antes de la traición: mostraba discreción, seguridad y habilidad financiera, tanto más que criticó a la Magdalena cuando gastó una fortuna en un perfume que bien podría haberse dado a los pobres. Esto nos permite entender que sería de la Iglesia sino la dirigiera el Espíritu Santo.
Si nuestra oración no es hecha con humildad, Dios no escucha esa oración y es inútil rezar.
Cabe preguntarnos: Y mi oración: ¿Es humilde como la del publicano? No importa si mi situación actual es la de un pecador, debemos considerar más bien, nuestra oración con humildad, contrición y confianza en Dios. Recordemos: “La humildad llevo a un ladrón al cielo–al buen ladrón- antes que a los apóstoles”.
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