Del cetro que María recibió de su divino Hijo siempre emanará la fuerza necesaria para enfrentar cualquier adversidad, porque más que Reina y Señora es Madre de extrema ternura para cada uno de nosotros.
Hubo una vez que el pueblo judío, según lo narran las Sagradas Escrituras, recibió la amenaza de ser exterminado por el rey Asuero. En ese momento crucial de su historia entró en escena la reina Ester para interceder por los suyos ante el monarca y obtenerles la salvación (cf. Est 3–7). Recordemos cómo ocurrió esto.
“María Auxiliadora” Iglesia de San Clemente, Toronto (Canadá).
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De acuerdo con las leyes de aquella época, estaba prohibido acceder al atrio interior del palacio real sin haber sido convocado.
El que osara entrar por iniciativa propia sería condenado inmediatamente a la pena capital, salvo que el soberano levantara su cetro de oro apuntando hacia el intruso, en señal de consentimiento, perdonándole la vida. Hacía un mes que Ester no había sido llamada a la presencia de Asuero, cuando Mardoqueo la alertó sobre la trama del infame Amán. Confiando, no obstante, en el Dios verdadero y en las oraciones de los suyos, la reina se dirigió a los aposentos reales.
El anhelo por conseguir la salvación de su pueblo vencía en su espíritu el miedo a la muerte. Al verla, el monarca se alegró y le extendió el temido bastón de mando, cuya punta se apresuró ella a tocar en señal de sumisión.
“¿Qué sucede, reina Ester? —le preguntó el soberano— ¿Qué deseas? Aunque sea la mitad de mi reino, te lo concederé” (Est 5, 3). La amenaza había sido vencida.
Esta admirable escena de la Historia Sagrada prefigura una realidad más elevada y conmovedora para nosotros, los cristianos. Habiendo sido expulsado del Paraíso y convertido en enemigo de Dios a causa del pecado, el hombre del Antiguo Testamento estaba subyugado al dominio del demonio, mucho más cruel y tiránico que el de Asuero o Amán. ¿Qué podría hacer para entrar de nuevo en el Palacio Celestial y recuperar los favores del Creador? ¿Quién osaría comparecer ante el Rey de Justicia para interceder por la humanidad que se había rebelado contra su bondadosísimo Dios y Señor?
“No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios” (Lc 1, 30). Las sencillas palabras del ángel Gabriel permiten vislumbrar el inefable amor del Altísimo por una criatura, la más santa y noble entre todas.
Desde el momento de su Inmaculada Concepción, Dios la había inundado de gracias y favores. Y bastó que, por así decirlo, tocase la punta del divino cetro omnipotente, abo gando por la venida del Salvador, para que fuese atendida inmediatamente.
La fulgurante virtud de la doncella de Nazaret conquistó de tal modo la benevolencia del Creador que Él decidió tomarla por Esposa inmaculada y hacerla su Madre virginalísima. Y depositando en sus albísimas manos el cetro que simboliza el dominio sobre todos los hombres, la convirtió en Reina de Misericordia. Por la omnipotencia suplicante que Dios le concedió, nada le puede ser negado a tan bondadosa Soberana.
“Como una nueva Ester, la Santísima Virgen ha encontrado gracia ante el Señor para todos los hombres y ha obtenido la mitad de su divino imperio. Ella tiene el cetro de la misericordia, mientras su Hijo sigue siendo Rey de justicia. Sí, María es la embajadora de la misericordia divina; éste es su ministerio. Al igual que en los Estados donde los que han de tratar cuestiones de finanzas, de marina o de agricultura se dirigen a los respectivos ministros, de la misma manera a la Madre de Dios deben acudir los que tienen necesidad de misericordia”.1
No nos cansemos nunca, por lo tanto, de recurrir a Ella en los momentos de dificultad y aflicción. Del cetro que le fue entregado por su divino Hijo siempre emanará la fuerza necesaria para enfrentar cualquier adversidad de la vida, porque más que Reina y Señora es Madre extremosa para cada uno de nosotros.
“Sobre todo en los momentos de sufrimiento y de tentación, siempre podremos contar con este factor de paz fundamental: la Santísima Virgen está conmigo, aunque yo no esté con Ella. No me abandonará nunca y me ayudará en todas las circunstancias.
Vendrá al encuentro con la exuberancia de su misericordia, concediéndome más de lo que le pido y más de lo que le retribuyo, dejándome pasmo y desconcertado ante todo lo que hace por mí”.2
1 TISSOT, Joseph. A arte de aproveitar as próprias faltas . 3ª ed. São Paulo: Quadrante, 2003, pp. 117-118.
2 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia . São Paulo, 16 de junio de 1972.