¡El Cielo es de los que confían!

Publicado el 04/10/2018

Cuando las tentaciones parecen que no tienen fin, las tribulaciones de la vida amenazan destruirnos y nuestras oraciones aparentemente no son oídas por Dios, es la hora de la confianza en la Providencia.

 


 

Singlando el embravecido mar de Galilea cuajado de olas encrespadas, los discípulos de Jesús luchaban por llegar a Cafarnaún en medio de la bruma de la noche. Experimentados pescadores, buenos conocedores de aquellas aguas, se afanaban en realizar las maniobras necesarias para no zozobrar en la tempestad y arribar cuanto antes a puerto seguro. Súbitamente, algo los deja aterrados: el divino Maestro va a su encuentro, en la oscuridad, ¡andando sobre las aguas!

 

Al principio, entre gritos de pánico, creían que estaban viendo un fantasma, pero enseguida percibieron que era el propio Jesús quien les hablaba: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (Mt 14, 27). Los Apóstoles ya habían sido testigos de muchos milagros, pero la visión de aquella figura majestuosa y serena avanzando en medio de la tormenta realzaba aún más el divino poder de Aquel que los había llamado.

 

Y Pedro empezó a hundirse…

 

San Pedro, siempre fogoso, le suplicó al divino Maestro el permiso para ir a su encuentro. El Señor lo consintió y el príncipe de los Apóstoles comenzó a andar con desembarazo sobre las violentas olas. Creía firmemente en el poder del Maestro. Sin embargo, en determinado momento, miró hacia sí mismo y hacia el mar… El temor natural venció a la confianza sobrenatural. Pedro empezó a hundirse.

 

Entonces gritó con fuerza pidiéndole a Jesús que lo salvara. Tal vez le viniera a la memoria uno de los salmos que los judíos de la época aprendían de niños: “Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello” (Sal 68, 2). El creador del mar se acercó a él, le extendió su mano salvadora y le hizo una divina recriminación: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?” (Mt 14, 31).

 

Cuando ambos subieron a la barca, el viento impetuoso cesó y el mar se calmó. Todo volvió a su perfecto orden. Aquellos pocos testigos de tan grandioso espectáculo y del absoluto poder del Señor sobre las fuerzas de la naturaleza se postraron ante Jesús y proclamaron su filiación divina: “Realmente eres el Hijo de Dios” (Mt 14, 33).

 

Esa también es nuestra propia historia

 

El episodio ocurrido con el príncipe de los Apóstoles se repite, en cierto modo, en la vida de cada uno de nosotros. Sabemos, como Pedro, que Jesucristo es Dios, esperamos su intervención en la Historia y rezamos, pidiendo su auxilio. Pero al igual que Pedro, muchas veces también dudamos… Nos falta la virtud de la confianza.

 

Por medio de esa virtud, el hombre adquiere la certeza de que Dios y su Madre Santísima han de ayudarlo a vencer todas las dificultades que encuentre en su camino. Conducido por la luz de la razón y por la luz de la fe, y llevado a esperar contra todas las apariencias y ante los obstáculos más imposibles de vencer, no se perturba ni duda. Al contrario, “en las circunstancias más terribles se mantiene calmo y en orden, porque sabe que la Virgen vendrá en su socorro”.1

 

Por lo tanto, cuando, al navegar en las procelosas aguas de este valle de lágrimas, entremos en un torbellino de pruebas, no nos dejemos guiar por el viento de las incertezas. Pongamos con confianza los ojos en el Salvador y en María Santísima. Ellos harán que la tempestad se calme y nuestra nave se dirija segura a buen puerto.

 

Temor al percibir la propia contingencia

 

Puede suceder, no obstante, que sin dudar del poder del Altísimo ni del deseo que Él tiene de ayudarnos, sintamos pánico de acercarnos a Él y de abandonarnos enteramente en sus manos. La infinita desproporción entre la perfección divina y nuestras grandes miserias parece separarnos de Él irremediablemente.

 

Nada más erróneo. Y para demostrarlo, analicemos otro episodio de la vida de Pedro.

 

Cierta vez, estando a la orilla del lago de Genesaré, el divino Maestro subió a su barca, mandó que la apartaran un poco de tierra y desde allí predicó a la muchedumbre. A pesar de estar cansado, pues había salido a pescar toda la noche sin haber conseguido nada, el discípulo prestó cuidadosa atención en las divinas palabras.

 

Para su sorpresa, tan pronto como terminó de predicar, el Maestro le ordenó que avanzara mar adentro y echara nuevamente las redes. Durante la noche entera el mar se había negado a dar sustento alguno a aquellos pescadores. Sin embargo, el mandato de un hombre tan extraordinario como aquel no podía dejar de ser atendido. San Pedro no sabía que a partir de aquel día echaría las redes apostólicas para conquistar almas.

 

Hecha la voluntad del Maestro, el apóstol no conseguía creer lo que estaba viendo, ni siquiera tirar de las redes repletas de peces que poco antes había echado con desconfianza. Fue necesario pedir ayuda a la otra barca, y ambas casi se hundieron por la cantidad de pescado.

 

Cuando se dio cuenta de lo sucedido, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús e hizo la súplica tantas veces repetida a lo largo de los siglos por quien siente el peso de su propia contingencia: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Esta vez Jesús no atendió su petición. Por el contrario, lo tranquilizó y le hizo una promesa: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 10).

 

El Maestro no abandonó al nuevo apóstol. Lo atrajo hacia sí y le mostró lo mucho que deseaba que se levantara y lo siguiera. Esta misma invitación nos la hace Dios a cada instante: “El Señor recela, por encima de todo, que tengáis miedo de Él. Vuestras imperfecciones, vuestras flaquezas, vuestras faltas (aun las más graves), vuestras reincidencias tan frecuentes, no le desagradarán, siempre que deseéis sinceramente convertiros. Cuanto más miserable sois, más compasión tiene de vuestra miseria; más desea cumplir para con vosotros su misión de Salvador”.2

 

Trabajemos con el espíritu vuelto hacia lo alto

 

San Pedro no actuó mal por haberse quedado toda la noche intentando pescar. El trabajo es necesario y justo. Dios no espera una pasividad completa de los que en él confían, pero hasta los cuidados materiales deben ser enteramente puestos en sus manos.

 

Es menester trabajar con ahínco por la gloria del Creador del universo, sabiendo al mismo tiempo que sin Él nada podemos hacer. Bien expresa este principio un salmo cantado por los judíos en sus peregrinaciones a Jerusalén: “Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!” (Sal 126, 2).

 

Simón Pedro había echado las redes siguiendo las reglas de su profesión, pero no obtuvo nada. Para enseñarle a tener confianza en lo sobrenatural, el Señor obra la pesca milagrosa.

 

A ejemplo del príncipe de los Apóstoles, debemos echar las redes de nuestros esfuerzos sobre el mar de este mundo, teniendo siempre en consideración la regla de oro dada por San Ignacio de Loyola: “En todo lo que hiciereis, he aquí la regla de las reglas a seguir: confiad en Dios, actuando como si el éxito de cada acción dependiera por completo de vosotros y no de Dios; sin embargo, al emplear vuestros esfuerzos para lograr ese buen resultado, no contéis con ellos sino proceded como si todo fuera hecho únicamente por Dios y nada por vosotros”. 3

 

Ahora bien, si eso pasa con “el pan de vuestros sudores”, cuanto más esta verdad se verifica con la gracia de Dios.

 

Nada, absolutamente nada se puede alcanzar en el orden sobrenatural por las propias fuerzas, ni siquiera una señal de la cruz hecha con piedad. Por lo tanto, “¡preparémonos para la lucha! Trabajemos con ahínco, pero con espíritu y corazón vueltos hacia lo alto”.4

 

 

1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Confiança: flexibilidade nas mãos da Providência. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XIX. N.º 217 (Abril, 2016); p. 14.

2 SAINT-LAURENT, Thomas de. Livro da confiança. São Paulo: Cultor de Livros, 2016, p. 11.

3 FRANCIOSI, Xavier de. L’esprit de Saint Ignace, apud SAINT-LAURENT, op. cit., pp. 24-25.

4 SAINT-LAURENT, op. cit., p. 23.

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