Si el hombre sirvió a Dios con todo su ser, si sufrió por Él en cuerpo y alma, con sus facultades espirituales y sentidos corporales, es justo que la recompensa se extienda también al cuerpo, ya resucitado.
En los remotos tiempos de las clases de catecismo aprendimos que después de las aflicciones de esta vida recibiremos en el Cielo, si morimos en gracia de Dios, un premio absolutamente superior a cualquier idea que nos hagamos. De eso no tenemos la mínima duda, pues la doctrina de la Iglesia es bastante clara al respecto. Sin embargo, ¿cómo será tal galardón?
Sobre ello la Sagrada Escritura poco nos aclara. San Pablo llegó a degustarlo, pero, al sentir la imposibilidad de expresarlo en un lenguaje humano, se limitó a repetir al profeta Isaías: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2, 9). Y un tiempo después añadía: “Yo sé de un hombre en Cristo que hace catorce años […] fue arrebatado hasta el tercer Cielo. Y sé que ese hombre […] oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir” (2 Cor 12, 2.4).
Las enigmáticas palabras del Apóstol avivan en nosotros el anhelo de saber más cosas acerca de las alegrías celestiales. Pero ante la falta de conocimiento sobre lo que ellas expresan en sí, podemos quedarnos con una impresión disminuida del Paraíso.
Cuerpo y alma: unidad sustancial
Al estar compuesto de alma, elemento espiritual, y cuerpo, elemento material, mientras haya vida en esta tierra ambos serán inseparables en el ser humano, conformando una unidad sustancial. Sentir dolor o placer, tristeza o alegría, abarca a todo el individuo.
Una gran decepción o una excelente noticia afectan primordialmente al alma, pero también repercuten en el cuerpo. El intenso dolor provocado por una fractura ósea no deja de ser sentido por el alma. Y una exquisita comida causa regocijo en el espíritu, lo que lleva al salmista a afirmar que el vino al hombre “le alegra el corazón” (Sal 103, 15), y al sabio a decir que “el vino y la música alegran el corazón” (Eclo 40, 20).
Ahora bien, si el ser humano es comprendido en su todo de este modo en la vida terrena, lo mismo ha de suceder de alguna forma en la eternidad. Después de la resurrección de los cuerpos y del tremendo Juicio Final, los justos subirán en cuerpo y alma al Cielo y los réprobos se precipitarán en el Infierno, también en alma y cuerpo.
La investigación de un conceptuado teólogo
Creemos, por tanto, que los cuerpos resucitados de los justos, ya gloriosos, participarán del disfrute que gozan sus almas en el Cielo. Porque, conforme argumenta San Agustín, “el colmo de todas las cosas que deben desearse es la felicidad”.1
La pregunta, no obstante, se mantiene: ¿cómo se llevará a cabo esto?
El P. Luis Brémond, teólogo francés de principios del siglo pasado, analizó a la luz de la fe tal plenitud y, fundamentándose en la Revelación y en grandes autores y doctores, publicó una inspirada obra titulada Le Ciel. Ses joies, ses splendeurs (El Cielo. Sus alegrías, sus esplendores).
Hemos seleccionado algunas interesantes consideraciones, resultado de su investigación, que nos proporcionarán una pre-degustación de la felicidad celestial, empezando por la manera como se es recibido allí.
Gloria y esplendor de los cuerpos en el Cielo
“La llegada de un alma santa a la celestial morada —explica el P. Brémond— produce una alegría especial entre los bienaventurados. Toda la milicia celeste sale a su encuentro y la recibe en arrebatos de alegría narrando todo lo que esta alma ha hecho de glorioso en la tierra y glorificando a Dios”.2
Todos los santos estarán revestidos de esplendor y adornados con una corona de gloria eterna. La luminosidad personal de cada uno de ellos es un chorro de gloria del alma sobre el cuerpo.
Si aun estando aquí en el destierro, en los momentos de gran emoción el alma transfigura la fisonomía del hombre, cuánto más el cuerpo glorioso será marcado por el premio eterno, como asevera el Doctor Angélico: “Según que el alma será mayor claridad conforme al mayor mérito, así también habrá diferencia de claridad en el cuerpo, como dice el Apóstol. Y así en el cuerpo glorioso se conocerá la gloria del alma, como en el vidrio se conoce el color del cuerpo que se contiene en el vaso de vidrio, como dice San Gregorio sobre aquello: ‘no se le igualará el oro ni el vidrio’ (Job 28, 17)”.3
Por eso asegura el P. Brémond que “la belleza de los cuerpos resucitados, proporcional a los méritos, constituye una marca característica de la santidad de los elegidos; un brillo particular será la recompensa de los miembros que más han sufrido por la gloria de Dios”.4
Incluso en esta vida terrena, continúa, a veces encontramos en los santos analogías y anticipaciones de la gloria futura de la cual disfrutarán nuestros cuerpos: de la luz interna derramada por el Espíritu Santo en su alma se desprende un rayo esplendoroso que envuelve su cuerpo.
Un ejemplo de esto fue Moisés bajando del monte Sinaí, donde había pasado cuarenta días en convivencia con Dios: los hijos de Israel notaron que la tez de su rostro se había vuelto brillante y no osaron acercarse a él (cf. Éx 34, 29-30). O San Juan de Dios que, después de una aparición del Señor, permaneció un tiempo envuelto por tal foco de luz que los enfermos del hospital en el que se encontraba se pusieron a gritar: “¡Fuego! ¡Fuego! ¡El hospital se quema!”,5 cuenta nuestro autor.
Los sentidos se deleitarán con los placeres inefables
El cuerpo de los elegidos tendrá sus regocijos propios y respectivos, además de los del alma. Si el hombre entero, en todo su ser, sirvió a Dios, sufrió por Él con sus sentidos corporales, es justo entonces que la recompensa se extienda a ellos, como las facultades del alma.
Leonardo Lessius, famoso teólogo jesuita, recuerda que “si cada sentido es capaz de una perfección suprema en su género, lo cual constituye su felicidad específica, ¿por qué no podrían tener realmente en la Patria, con facilidad y sin inconvenientes, su bienaventuranza? El alma no es sólo racional, sino también sensitiva, y es capaz de deleite y bienaventuranza bajo esos dos aspectos.
Por consiguiente, debe ser feliz en su parte racional, por gozosa visión de Dios, y en su parte sensitiva, por la perfección de los objetos sensibles más notables, acomodados a los diversos sentidos”.6
Así pues, cada sentido del cuerpo se deleitará para siempre con placeres inefables, como explica San Lorenzo Justiniano.7 La Resurrección de Cristo, afirma, elevó la naturaleza humana a su plenitud. De este modo, en el Cielo, la carne espiritualizada de los elegidos superabundará, en todos sus sentidos, de toda clase de delicias. Sus ojos se regocijarán con el aspecto cautivante del Redentor; cánticos melodiosos extasiarán sus oídos; la suavidad penetrante de los excelentes perfumes celestiales sensibilizará su olfato; una dulzura de las más refinadas, sabrosas y exquisitas inundará su paladar; finalmente, el propio tacto sentirá, a su manera, los castos placeres de los que hablan los que ya los experimentaron.
Y el P. Brémond agrega que “con los sentidos ocurrirá lo mismo que en la visión beatífica: todos disfrutarán de las criaturas que Dios ha preparado para regocijar los sentidos de sus hijos, pero la medida del disfrute estará en relación con los méritos personales de cada uno de los elegidos”.8 Después de todo, se pregunta, “¿acaso no es justo que el cristiano mortificado en el beber y en el comer disfrute en el Cielo de una recompensa especial? Ya que el sentido del gusto ha tenido su parte en los sufrimientos del alma en esta tierra, ¿acaso no es justo que tenga su parte en los regocijos celestiales?”.9 Concluye, pues, nuestro autor que el cuerpo, que hoy hace más pesada al alma, será para ella una fuente de gozo cuando se vuelva glorioso, con la resurrección de la carne.10
Atractivos de los justos y de Dios
Además, como nada en el Cielo se repite, cada justo tendrá encantos en su persona con “un rasgo particular y característico, que será fruto de una virtud específica suya o una virtud común a varios otros, pero matizada por los méritos individuales. Por otra parte, añadiendo la pura gratuidad al mérito, Dios sacará del tesoro de sus perfecciones, en provecho de cada elegido, un atractivo y un encanto que no se parecerán en nada a los de cualquier otro”,11 haciendo agradabilísima la convivencia entre todos.
Si así será las relaciones entre los bienaventurados, cuánto más atrayente será la contemplación del propio Dios, ya que, según dice el P. Brémond basándose en San Jerónimo, “después de la resurrección, Él mostrará a los elegidos, con más magnificencia, su propia bondad”.12
Por consiguiente, es inconcebible el aburrimiento en el Cielo. El deseo del gozo de la Verdad, Bondad y Belleza infinitas llevará a los santos a sumergirse en “el océano del amor: allí el hombre irá de arrebato en arrebato; pero ese amor es Dios, siempre Dios. Es el océano de la alegría: el hombre irá de embriaguez en embriaguez; pero esa embriaguez es Dios, ¡siempre Dios! Más allá, no hay nada más: allí está todo lo que se puede ver, poseer, saborear; allí el hombre se para y se mueve al mismo tiempo”.13
Después de todas estas consideraciones no nos queda sino decir que en el Cielo, de hecho, recibiremos “una recompensa muy grande” (Gén 15, 1). Con razón exhorta el P. Brémond: “La vida presente es atravesada por mil y un tormentos, para hacer que elevemos más nuestros afectos. Insensatos como somos, abrazamos con tanto ardor los placeres efímeros como si no hubiéramos nacido para una gloria eterna; y como si quisiéramos ser felices a pesar de nuestro Creador, tomamos para encontrar la felicidad un camino contrario al que nos ha prescrito. Amemos, pues, al único Bien, que contiene todos los bienes, y es suficiente. En el Cielo están los bienes del alma e incluso, después de la resurrección, los bienes del cuerpo”.14
1 SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. V, Præfatio. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI, p. 331.
2 BRÉMOND, Louis. Le Ciel. Ses joies, ses splendeurs. París: P. Lethielleux, 1925, p. 258.
3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. Suppl., q. 85, a. 1.
4 BRÉMOND, op. cit., p. 144.
5 Ídem, p. 145.
6 LESSIUS, SJ, Leonardo. De Summo Bono et æterna beatitudine hominis. L. III, c. 8, n.º 96. In: Opuscula varia. Venetiis: Andream Baba, 1625, p. 74.
7 Cf. SAN LORENZO JUSTINIANO. De disciplina et perfectione monasticæ conversationis, c. XXIII. In: Opera Omnia. Venetiis: Baptista Albritius & Joseph Rosa, 1751, v. I, pp. 159-160.
8 BRÉMOND, op. cit., p. 161.
9 Ídem, p. 165.
10 Cf. Ídem, p. 263.
11 Ídem, p. 213.
12 Ídem, p. 263.
13 Ídem, p. 276.
14 Ídem, p. 278.