El Coliseo Romano – Magnífico palacio espiritual

Publicado el 01/20/2017

No es raro al visitar algún ambiente, monumento o lugar histórico, tener la impresión de estar ahí presentes algunas personas que lo marcaron muy especialmente. Además de dar una dimensión más profunda a nuestra visita, dicha experiencia nos lleva a comprender mejor el espíritu de esos personajes que si hubiésemos convivido diariamente con ellos.

 

Esta reflexión me viene a la mente de un modo especial, cuando me acuerdo de las ruinas del Coliseo Romano. Al penetrar en ellas sentimos, por una acción de la gracia divina, la presencia de los mártires que allí padecieron y vertieron su sangre para transformarse – según el inspirado decir de Tertuliano –, en semillas de nuevos cristianos. ¡Héroes de la Fe, admirados por todo el mundo en todos los siglos, desde los tiempos de la Iglesia de las catacumbas hasta los días de hoy! E incluso hombres que se vanaglorian de su ateísmo, cuando van a Roma, no dejan de pasar por el Coliseo, para ver de cerca el lugar donde aquellos valientes enfrentaron a las fieras para mantenerse fieles a la religión católica apostólica romana.

 

¡Qué magnífico palacio espiritual! Inmenso y fastuoso, es una de las matrices de maravillas en esta tierra.

 

Su mayor belleza aparece en la noche, cuando las sombras y las tinieblas atenúan el prosaísmo de las cosas modernas que lo circundan, y el silencio de las altas horas envuelve los ruidos cacofónicos de la ciudad que adormece. En cierto momento, mientras una luna graciosa y amiga esparce sus destellos aterciopelados, se oye el silbido demorado de un ave nocturna, anidada bajo los arcos del Coliseo. Esa especie de grito nos hace recordar el gemido dilacerante de un mártir, la última oración lanzada a los cielos por un alma en camino a la suprema inmolación…

 

Contemplar aquel anfiteatro de tragedias y de heroísmos lleva nuestra imaginación a reproducir uno de los más bellos episodios de martirio que registra la hagiografía católica.

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Es de noche en la Roma de los Césares. Aquí y allá, las antorchas que la iluminan se van apagando. Poco a poco disminuyen los ruidos de las fiestas, se extinguen las conversaciones y las risas. En la metrópolis soberana del mundo, todo está en calma y reposo. Despiertos, en medio de densas tinieblas, quedan apenas los mártires del Coliseo, orando y animándose mutuamente. A veces la noche es borrascosa, el tiempo inhóspito, haciendo aún más horrorosa y dolorida aquella vigilia para la muerte.

 

Súbitamente, se oye el bramido de una fiera retumbando por los sótanos lúgubres del gran circo. Rugido de un animal hambriento, privado de alimento hace días para que se lance más encarnizado sobre su víctima, en la hora del fatídico encuentro. Y el rugido del tigre, del león, de la pantera o de la hiena repercute como un estremecimiento de terror en los cuerpos de los católicos. Algunos lloran, por miedo de que les falte el coraje en el momento decisivo. Suplican a Dios, con toda el alma, fuerzas superabundantes para no cometer la peor de las infidelidades, para no apostatar de la verdadera religión de Nuestro Señor Jesucristo.

 

Sereno en medio de tanta aprensión, uno de los cautivos, ya entrado en la ancianidad, recorre las filas de los prisioneros, dirigiéndole a cada uno palabras de ánimo y de esperanza. Seguramente él se recuerda, en ese extremo de la vida, de aquella voz suave y paternal que – conforme reza la tradición – un día, en su remota infancia, penetró en lo más íntimo de su ser: “Dejad que los niños vengan a Mi, pues de ellos es el Reino de los Cielos”. Imitando al Divino Redentor, promete ahora a esos hermanos en la fe la misma bienaventuranza eterna.

 

Poco a poco se van disipando las tinieblas y la claridad de la mañana trae consigo la manecilla que marca la hora del sangriento suplicio. Los rugidos de las fieras se vuelven más intensos y aterradores; las súplicas, más apremiantes y fervorosas. Suenan los clarines, anunciando la llegada del César. Se abren las prisiones y los mártires son conducidos al local de la inmolación. Al verlos renqueantes y maltratados, el pueblo pagano que llena las tribunas del Coliseo explota en abucheos y gritos.

 

Liberadas de sus jaulas, las fieras hambrientas se precipitan sobre las carnes de los católicos. Excepto una. Dando pruebas de la autenticidad de la Fe que profesa, aquél viejo cautivo detiene milagrosamente al león que se adelanta hacia él. Abre sus grandes brazos y eleva al cielo una extraordinaria oración:

 

“Señor, así como el trigo es triturado para transformarse en la Sagrada Eucaristía, que así esta fiera triture mi cuerpo, por Vos, ¡oh, Dios mío!”

 

Sólo entonces, desvencijado de la fuerza misteriosa que lo retenía, el animal se lanza sobre el mártir, despedazándolo. El héroe fue San Ignacio de Antioquía, aquél que, cuando niño, había sido acariciado por el Divino Maestro, recibiendo de Él la promesa del Reino de los Cielos.

 

Y la noche cae una vez más sobre la grandiosa mole del Coliseo. Las arenas del circo pagano, embebidas de sangre católica, se transforman de nuevo en un campo arado y fértil, de donde germinarán muchos otros hijos de la Esposa Mística de Cristo.

 

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(Revista Dr. Plinio, No. 30, septiembre de 2000, p. 32-35, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)

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