¿Quién podrá calcular la fuerza impetratoria de San José ante su divino Hijo? Habiéndole sido Jesús sumiso durante su vida terrena, seguramente que no dejará de atender a todas las peticiones que le haga en la eternidad.
A lo largo de la historia de la Iglesia nos encontramos con ciertos personajes cuya grandeza sobrepasa cualquier leyenda. Parecen ser objetos de una especial predilección de Dios, complacido en adornar sus almas con el brillo de las virtudes más elevadas y de rarísimos dones.
Pensemos en Moisés, con quien el Creador hablaba “cara a cara, como habla un hombre con un amigo” (Éx 33, 11). Recordemos, aún en el Antiguo Testamento, las insignes figuras de José de Egipto, Judit, Ester o del victorioso y aguerrido Judas Macabeo. Y tampoco podemos dejar de incluir en esta lista a grandes nombres del Nuevo Testamento como San Antonio de Padua, taumaturgo y predicador de envergadura legendaria, Santa Catalina de Siena, con quien Dios mantenía elevados diálogos, consejera de Papas y reyes, o pastores más recientes como San Juan Bosco, cuya admirable obra evangelizadora se expandió rápida y profundamente por toda la Iglesia.
A todos, sin embargo, les supera un santo muy conocido, pero al que con frecuencia no se le presta la debida atención: San José, padre virginal del Niño Jesús. Reflexionemos un poco sobre quién es él, a la luz del libro más reciente de Mons. João Scognamiglio Clá Dias.1
En la mente de Dios, desde toda la eternidad
Antes del inicio de los tiempos, Dios Padre ya había predeterminado “con un mismo decreto” los orígenes de María juntamente “con la Encarnación de la divina Sabiduría”, 2 y por eso quiso que la llegada de su Hijo al mundo estuviera revestida de la suprema pulcritud que a Dios conviene. A pesar de los aspectos de pobreza y humildad con los que habría de mostrarse, debía nacer de una virgen (cf. Is 7, 14), sin mancha de pecado, que reuniera en sí las alegrías de la maternidad y la flor de la virginidad.
No obstante, era indispensable la presencia de alguien capaz de asumir la figura del padre ante el Verbo de Dios encarnado, en quien la Santísima Trinidad, ciertamente, también ya habría pensado en aquel mismo decreto. A él bien podemos aplicar las palabras de las Escrituras acerca del rey David, del cual sería descendiente: “El Señor se ha buscado un hombre según su corazón” (1 Sam 13, 14). ¡Ese es San José!
A la altura de ser el esposo de María
Para que nos hagamos una idea de quién es él, hemos de considerar que, al ser elegido como padre adoptivo del Niño Jesús, le correspondía ser el cónyuge de la Virgen María y, para que el matrimonio fuera armónico y proporcionado, era necesario que estuviera a la altura de Ella.
Ahora bien, ¿quién es María? La más perfecta de todas las criaturas, la obra maestra del Altísimo, concebida sin sombra de pecado original. Si sumáramos todas las virtudes de todos los ángeles y de toda la humanidad hasta el fin del mundo, no tendríamos siquiera una pálida idea de su singular perfección.
Así pues, el varón escogido para ser el guardián de aquella que sería la Hija del Padre eterno, la Madre del Verbo Encarnado y la Esposa del divino Espíritu Santo, tendría que poseer una grandeza de alma impar y una virtud excelsa.
“Y si las relaciones del Paráclito con la Santísima Virgen fueron sublimes, también lo fueron con San José, aunque de una manera diferente, porque él, por su consentimiento a la acción divina, permitió que se realizara la concepción virginal. El mismo Dios, por lo tanto, le dio el derecho de mandar sobre el Niño Jesús, atribución que debía observar para que el buen orden de las cosas reinara en la Sagrada Familia. Es difícil calcular lo que esto supone. Lo cierto es que se trata del mayor acto de confianza de Dios en un hombre”,3 afirma Mons. João.
Padre virginal del Niño Jesús
Su misión, como padre virginal del Niño Jesús, consistió, por consiguiente, en ser la imagen del Padre a los ojos del propio Hijo de Dios. En la sencillez de la vida cotidiana, San José ejercía, como jefe de la casa, una verdadera autoridad sobre Él. “En los años de su vida oculta en Nazaret, la intimidad de la Sagrada Familia constituía un espectáculo tan sublime que sólo Dios y sus ángeles fueron dignos de asistir”.4
¿Quién respondería a las preguntas de Dios? Esta gracia le fue concedida únicamente a San José, varón humilde y puro. Imaginemos al Niño Jesús de pie ante él tratando de averiguar cómo hacer tal o cual cosa; y el santo patriarca, mera criatura, consciente de que era Dios el que estaba indagando, le da consejos.
“Es difícil medir el privilegio que San José tenía, en medio de la respetuosa y casta familiaridad del hogar, de abrazar con ternura al Hijo de Dios, que lo llamaba de padre y le pedía indicaciones de cómo proceder. No menos difícil es evaluar cuánto auxilio de la gracia era necesario para responder a un Dios y aconsejarle. He aquí las glorias que se acumulan sobre el esposo de María”,5 dice nuestro fundador.
Consideremos a San José como modelo de castidad y de fuerza, varón de santidad inimaginable, en el cual Dios reunió, como en un sol, todo cuanto los demás santos juntos tienen de luz y esplendor. Todas las glorias se acumularon en este incomparable varón.
Hoy como ayer: “Id a José”
Al principio de estas líneas recordábamos a otro José, hijo del patriarca Jacob, al cual el faraón mandaba a los egipcios, en tiempo de carestía, diciéndoles: “Id a José”.
De manera similar, dice un piadoso autor del siglo pasado, la Divina Providencia “constituyó al santo patriarca señor de su casa y príncipe de toda posesión, poniendo en sus manos las llaves de los tesoros celestiales, como el faraón puso las de los graneros de Egipto en las del antiguo José, virrey de aquel país”.6
Así, concluye, “con las mismas palabras con que el expresado faraón exhortaba a sus vasallos recurrieran a José en su extrema penuria, recomiéndanos Dios, nuestro Señor, nos dirijamos a nuestro bendito santo, diciéndonos a todos: ‘Id a José’, que poder tiene para remediar vuestros males”.7
Se obrarán las maravillas de la gracia
¿Quién podrá entonces calcular el poder de San José como intercesor junto a María Santísima y a su divino Hijo? Él lo puede todo ante el divino Redentor, pues habiéndole sido sumiso durante su vida terrena (cf. Lc 2, 51), seguramente no dejará de atender a ninguna de sus peticiones por toda la eternidad.
Imploremos siempre su poderosa intercesión. Tengamos la certeza de que, como asegura Mons. João al concluir su libro sobre el santo patriarca, “cuando la devoción a él haya alcanzado el grado de consistencia y de fervor que sólo la Providencia conoce en su exacta medida, se obrarán las maravillas de la gracia y asistiremos al gran viraje de la Historia. ‘Id a José y haced lo que él os diga’ (Gén 41, 55); él os llevará, atravesando altanera y victoriosamente persecuciones y batallas, al Reino de María, al Reino de los Cielos”.8
1 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. São José: quem o conhece?… São Paulo: Lumen Sapientiæ; Arautos do Evangelho, 2017.
2 BEATO PÍO IX. Ineffabilis Deus, 8/12/1854.
3 CLÁ DIAS, op. cit, pp. 187-188.
4 Ídem, p. 299.
5 Ídem, ibídem.
6 SOLÁ Y VIVES, CMF, Domingo. San José, ínclito protector de los hombres y del mundo. Madrid: Corazón de María, 1919, p. 222.
7 Ídem, ibídem.
8 CLÁ DIAS, op. cit., p. 438.