A principios del siglo XX, cuando tan sólo estaba empezando a delinearse, tímidamente, el esbozo de un mundo que nacería de la victoria de los Aliados en la Primera Guerra Mundial, se dio uno de los hechos más notables de la Historia Contemporánea: la Madre de Dios se aparece y le transmite a la humanidad un mensaje.
Y dicho mensaje llegó en un momento crucial. La impiedad y la impureza se extendían por todo el orbe, hasta tal punto de que, para sacudir a los hombres, había eclosionado una auténtica hecatombe que fue la propia Gran Guerra, como le dijo la Santísima Virgen a los pastorcitos. No obstante, la conflagración terminaría un tiempo después de sus apariciones, dándoles a los pecadores la oportunidad de enmienda.
Por lo tanto, lo que la Virgen advertía en Cova da Iria era la existencia de una prodigiosa crisis en la sociedad, la cual, en el fondo, no era más que la consecuencia de una crisis religiosa, que desembocaría en una catástrofe más moral que política. Sería un azote para la humanidad, si ésta no daba oídos a la voz de la Reina de los profetas. Y, en este caso, a aquel mal le sucederían otros: guerras y persecuciones a la Iglesia y al Papa, martirios, varias naciones serían aniquiladas. La Virgen indicaba, así, la extensión de una calamidad que se propagaba por la tierra, al final de la cual, sin embargo, su Inmaculado Corazón triunfaría.
La crisis moral continúa acentuándose
A pesar del clarísimo aviso de la Virgen, la crisis moral, desde 1917 hasta hoy, no ha hecho sino acentuarse. Las modas, las leyes y las costumbres están defendiendo cada vez más abiertamente el crimen, el pecado, la aversión a la Ley de Dios, fruto de una cultura laica y materialista. Se está instaurando una completa inversión de valores, un orden de cosas que propicia el vicio y dificulta la práctica de la virtud. Y el motivo central de esa profunda crisis es, sin duda, el abandono de la religión.
La humanidad ya no vive en función de su Creador, sino de sí misma. Se olvidó de que su fin en esta tierra es amar a Dios y conquistar la salvación de las almas. Ante semejante cuadro tan dramático, ¿cómo esperar que no venga sobre el mundo una intervención regeneradora? ¿Cómo puede ignorar Dios la inmensa crisis en la que el mundo está sumergido a causa de la maldad de los hombres?
Un cambio de la sociedad hacia la verdadera conversión se va volviendo más improbable. Y a medida que caminamos en el paroxismo de la degradación moral, también es más probable la realización de los castigos profetizados por la Virgen. Dicho esto, nos queda dirigir nuestra mirada hacia una luz que brilla en el horizonte de los acontecimientos actuales, y que nos invita a confiar en la promesa que Ella hizo hace cien años: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.1
El triunfo del Inmaculado Corazón de María será propiamente el Reino de María, es decir, el ápice de la Historia, cuando la preciosísima Sangre de Cristo, derramada para nuestra redención, dará su mejores frutos.
San Luis María Grignion de Montfort y el Reino de María
¿Pero por qué un Reino de la Virgen?
Porque “por medio de la Santísima Virgen María vino Jesucristo al mundo, y también por medio de Ella debe reinar en el mundo”,2 enseña el gran mariólogo San Luis María Grignion de Montfort, en su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.
Sin embargo, podríamos preguntarnos: si el propio Jesús le dijo a Pilato que su Reino no era de este mundo (cf. Jn 18, 36), ¿cómo se explica un reinado suyo a través de su Madre Santísima aquí en la tierra? ¿No se estaría refiriendo San Luis Grignion al reinado de la Virgen en la eternidad, finalizados los siglos? ¿O bien, a su título de Reina del Cielo y de la tierra, que recibió tan pronto como subió al Cielo y fue coronada por la Santísima Trinidad?
No. Lo que San Luis Grignion afirma, cuando habla de un reinado temporal de María, es que Ella será, de hecho, Reina de los hombres y ejercerá sobre la humanidad un gobierno efectivo. En esa época, dice él, “las almas respirarán a María como los cuerpos respiran el aire”.3 Será una nueva era histórica en la cual la gracia habitará en el corazón de la mayoría de las personas y éstas serán dóciles a la acción del Espíritu Santo, a través de la devoción a María: “Sucederán entonces cosas maravillosas en este mundo, donde el Espíritu Santo, al encontrar a su querida Esposa como reproducida en las almas, vendrá sobre ellas abundantemente y las colmará de sus dones, especialmente del don de sabiduría, para obrar las maravillas de la gracia”.4 Será un tiempo feliz, un “siglo de María, en el que numerosas almas escogidas y obtenidas del Altísimo por María, perdiéndose ellas mismas en el abismo de su interior, se transformen en copias vivas de la Santísima Virgen, para amar y glorificar a Jesucristo”.5
No obstante, ¿cómo se realizará todo eso si vemos a nuestro mundo en un estado tan lamentable? Hasta nos resulta difícil imaginar una era en la cual reinen entre los hombres la virtud y la aspiración a la santidad…
También es San Luis Grignion de Montfort quien nos explica cómo se dará esa maravilla, en una de las oraciones más admirables que haya compuesto alguien, su Oración abrasada: “El Reino especial de Dios Padre duró hasta el Diluvio y terminó por un diluvio de agua; el Reino de Jesucristo terminó por un diluvio de sangre, pero vuestro Reino, Espíritu del Padre y del Hijo, continúa hasta el presente y será terminado por un diluvio de fuego, de amor y de justicia”.6
Caerá sobre la tierra una lluvia de fuego abrasador del Espíritu Santo que transformará las almas, como ocurrió con los Apóstoles (cf. Hch 2, 3), reunidos en el Cenáculo con María Santísima después de la Ascensión de Jesús (cf. Hch 1, 14), en los comienzos de la Iglesia primitiva. De medrosos y cobardes como lo fueron durante la Pasión del Señor, se transformaron en héroes de la fe, intrépidos y dispuestos a todo, para ir por el mundo entero predicando “el Evangelio a toda la Creación” (Mc 16 ,15).
Por eso, podemos decir con San Luis Grignion que la vida de la Iglesia es un Pentecostés prolongado, en el cual el Reino del Espíritu Santo se suma al Reino de Cristo, como éste se sumó al Reino de Dios Padre. Y en ese Reino previsto por él, la sociedad temporal crecerá tanto en dignidad que los hombres, aún viviendo en esta tierra de exilio, serán semejantes a los habitantes del Cielo.