Al relatar el episodio que sigue a continuación, Don Lemoyne,
recuerda cómo Don Bosco era estimulado por sus famosos
“sueños” a inculcar la devoción al Santo Rosario en sus
alumnos. Y cita muy a propósito uno de ellos.
En febrero de 1848 el Oratorio
de Don Bosco, fundado
dos años antes, todavía
daba sus primeros pasos
cuando recibe la honrosa visita del
marqués Roberto d’Azeglio, alta personalidad
del Reino de Cerdeña, amigo
personal del rey Carlos Alberto.
Aparición de la Virgen a San Juan Bosco debía edificar (Italia) |
Siempre amable, Don Bosco recorrió
con él las dependencias de la
casa, enseñándole lo que allí se hacía
en beneficio de los jóvenes necesitados.
El visitante no escatimaba
elogios hacia todo lo que veía, excepto
a algo que le causó profundo desagrado:
el tiempo “perdido” por los
alumnos en el rezo del Rosario.
—Deje de hacerles rezar esa antigualla
de 50 Avemarías ensartadas
una detrás de otra —le dijo.
—Bueno, a mi me gusta mucho
esta práctica; y puedo decirle que
mi institución ha sido fundada sobre
ella. Estaría dispuesto a dejar muchas
otras cosas también importantes,
pero no esa —le respondió el santo.
A continuación, con su característica
osadía cuando se trata
de defender las verdades de la fe,
agregó:
—Y además, si fuera necesario, estaría
dispuesto a renunciar a su preciada
amistad, pero nunca al rezo del
Rosario.
Al relatar este episodio en la monumental
obra Memorias biográficas
de San Juan Bosco, el sacerdote
salesiano Giovanni Battista Lemoyne,
biógrafo y ardoroso discípulo del
fundador, observa que éste era estimulado
por sus famosos “sueños” a
inculcar en los jóvenes alumnos la devoción
al Santo Rosario. Y cita muy
a propósito uno de ellos, titulado La
serpiente y el Rosario, narrado por el
santo el 20 de agosto de 1862.
El irresistible poder del Avemaría
Después de haber rezado las oraciones
de la noche, escribe Don Lemoyne,
dio algunos avisos sobre el orden
de la casa y empezó su narración:
“Quiero contaros un sueño que
tuve hace algunas noches. Soñé que
me encontraba en compañía de todos
los jóvenes en Castelnuovo de Asti, en
casa de mi hermano. Mientras se recreaban,
se me acercó un desconocido
y me invitó a acompañarle. Me
condujo a un prado próximo al patio
y me señaló una enorme serpiente de
siete u ocho metros y de un extraordinario
grosor. Horrorizado, quise huir.
—¡No, no! No huya; venga conmigo
y vea.
— ¿Cómo quiere que me atreva a
acercarme a esa bestia? ¿No sabe que
me puede atacar y devorarme en un
instante?
—No tenga miedo, no le hará ningún
daño; venga conmigo.
—¡Ah! No soy tan necio como
para exponerme a tal peligro.
—Entonces, espere aquí.
Acto seguido, el desconocido fue
en busca de una cuerda y cuando volvió
con ella en la mano me dijo:
—Tome una punta de la cuerda y
sujétela bien; yo agarraré el otro extremo
y me pondré en la parte opuesta
y así la mantendremos suspendida
sobre la serpiente.
—¿Y después?
—Se la dejaremos caer sobre su espina
dorsal.
—No, por caridad. ¡Ay de nosotros
si lo hacemos! La serpiente saltará
enfurecida y nos despedazará.
—No, no; déjeme a mí, yo sé lo que
hago.
—¡De ninguna manera! No quiero
hacer una experiencia que me puede
costar la vida.
Ya me disponía a huir, cuando insistió
de nuevo, asegurándome que no
había nada que temer; y tanto me dijo
que me quedé donde estaba, dispuesto
a hacer lo que me decía. Él, entretanto,
pasó del lado de allá del monstruo,
levantó la cuerda y con ella dio
un latigazo sobre el lomo del animal.
La serpiente dio un salto volviendo la
cabeza hacia atrás para morder al objeto
que le había herido, pero en lugar
de clavar los dientes en la cuerda,
quedó enlazada en ella mediante un
nudo corredizo. Entonces el desconocido
me gritó:
—¡Sujete bien la cuerda! ¡Que no
se le escape!
Y corrió a un peral que había allí
cerca y ató a su tronco el extremo
que tenía en la mano; corrió después
hacia mí, cogió la otra punta y fue a
amarrarla a la reja de una ventana de
la casa. Mientras tanto, la serpiente se
agitaba y daba tales golpes con la cabeza
y con sus anillos en el suelo que
sus carnes se rompían saltando en pedazos
a gran distancia. Así continuó
hasta que murió. Sólo quedó de ella el
esqueleto descarnado.
Entonces el desconocido desató la
cuerda del árbol y de la ventana, la recogió,
formó con ella un ovillo y me
dijo:
—¡Preste atención!
Metió la cuerda en una cajita, la cerró
y después de unos momentos la
abrió. Los jóvenes habían acudido a mi
alrededor. Miramos el interior de la
caja y nos quedamos maravillados. La
cuerda estaba dispuesta de tal manera,
que formaba las palabras: ¡Ave María!
—¿Pero cómo es posible? La cuerda
fue puesta ahí enrollada y ahora
aparece de esa manera, exclamé.
—La serpiente —dijo él— representa
al demonio y la cuerda el Avemaría,
o mejor, el Rosario, que es
una serie de Avemarías con la cual
y con las cuales se puede derribar,
vencer, destruir a todos los demonios
del infierno”.
Don Bosco bendice a algunos de sus alumnos |
Se niega a seguir su narración
“Hasta aquí —concluyó Don Bosco—
llega la primera parte del sueño.
La segunda será más interesante
para todos. Pero ya es tarde y por
eso la contaremos mañana por la noche.
Entretanto tengamos presente lo
que dijo aquel desconocido respecto
al Avemaría y el Rosario. Recémosla
devotamente ante cualquier asalto de
la tentación seguros de que saldremos
siempre victoriosos. Buenas noches”.
El 21 de agosto por la noche, relata
Don Lemoyne, todos estaban impacientes
por escuchar la segunda
parte de la narración. Pero para sorpresa
general, Don Bosco les comunicó
que había reflexionado mejor
sobre el asunto y había llegado a la conclusión de que no debía contarla.
Hubo un murmullo generalizado de
disgusto, y cuando se serenaron los
ánimos dijo:
—Lo pensé ayer por la noche, lo
he pensado hoy y me he convencido
de que no conviene contar la segunda
parte del sueño, pues contiene
cosas que no deben ser oídas fuera
de esta casa. Contentaros, pues,
con sacar algún provecho de lo que
os dije al narraros la primera parte.
Al día siguiente sus discípulos le
rogaron insistentemente que si no
quería hacerlo en público, les contase
en privado la segunda parte del sueño.
Después de reiteradas súplicas accedió,
pero con una condición: que
todos se comprometieran a comentarlo
solamente entre ellos, que no saliera
nada fuera del Oratorio.
El yunque y el martillo
De manera que, tras las oraciones
de la noche, recomenzó:
“Mientras aquel personaje desconocido
y yo hablábamos sobre
el significado de la cuerda y de la
serpiente, me volví hacia atrás y
vi algunos jóvenes que cogían pedazos
de la carne de la serpiente
y se los comían. Entonces les grité
inmediatamente:
—¿Pero qué es lo que estáis haciendo?
¿Estáis locos? ¿No os dais
cuenta de que esa carne es venenosa
y que os hará mucho daño?
—No, no, está muy buena —me
respondían los jóvenes.
Pero, después de haberla comido,
caían al suelo, se hinchaban y se tornaban
duros como una piedra. No podía
resignarme al ver que, a pesar de
aquel espectáculo, cada vez era mayor
el número de los jóvenes que comían
de aquellas carnes. Le gritaba a uno y
a otro; daba bofetadas a éste, un puñetazo
a aquel, intentando impedir que
comiesen; pero era inútil. Aquí caía
uno, allá comenzaba a comer otro.
Entonces llamé a los clérigos en
mi auxilio y les dije que se mezclaran
entre los jóvenes y se organizaran
de manera que ninguno comiera
aquella carne. Mi orden no obtuvo
el efecto deseado; al contrario, algunos
de esos mismos clérigos se pusieron
también a comer las carnes de la
serpiente cayendo al suelo al igual
que los demás. Yo estaba fuera de mí
cuando veía a mi alrededor a un número
tan grande de muchachos tendidos
por el suelo en el más miserable
de los estados. Me volví entonces
al desconocido y le pregunté:
—Pero, ¿qué quiere decir esto?
Saben que esta carne les ocasiona la
muerte y aún así la comen. ¿Cuál es
la causa?
Él me contestó:
—Ya sabe que ‘animalis homo
non percipit ea quae Dei sunt’ (el
hombre natural no capta las cosas
del espíritu de Dios).
—¿Y no hay remedio para que
estos jóvenes vuelvan en sí?
—Sí que lo hay.
—¿Y cuál sería?
—No hay otro más que el yunque
y el martillo.
—¿El yunque? ¿El martillo? ¿Y
cómo hay que emplearlos?
—Hay que someter a los jóvenes
a la acción de ambos instrumentos.
—¿Cómo? ¿Acaso debo colocarlos
sobre el yunque y luego golpearlos
con el martillo?
Entonces el desconocido esclareció
su metáfora diciendo:
—Mire, el martillo significa la
Confesión; el yunque, la Comunión.
Es necesario hacer uso de estos dos
medios.
Enseguida me puse manos a la
obra y comprobé que de hecho eran
un medio eficacísimo, aunque no
para todos. Muchos jóvenes recuperaban
la vida y se curaban. Sin embargo,
ese mismo remedio era inútil para
otros: los que no se confesaban bien”.
No eran meros sueños…
¿Qué importancia se le puede atribuir
a sueños como éste? El propio
San Juan Bosco nos responde.
Beato Pío IX – Basílica del Vaticano |
Según Don Lemoyne, en los primeros
años dudaba en darles crédito,
temiendo que fueran artimañas
de la imaginación. Sólo se sintió seguro
al respecto cuando, el 18 de julio
de 1862, “presenció” la muerte de
un joven del Oratorio, Bernardo Casalegno,
que acababa de morir en ese
momento a más de 100 km de distancia.
A partir de entonces ya no tuvo
duda de que tales “sueños” eran, en
efecto, avisos de Dios.
De ello se dio cuenta su fiel discípulo
Don Lemoyne, el cual cierto día
le manifestó al santo su opinión:
—Muchos de sus sueños se pueden
llamar “Revelaciones de Dios”.
—Así es, son revelaciones de
Dios, concordó Don Bosco, con toda
naturalidad.
En distintas ocasiones exteriorizó
su convicción de que la narración
de cualquiera de esos sueños hacía
más bien a sus jóvenes que un sermón.
Convicción sancionada por el
Papa Pío IX que, previendo los grandes
beneficios que su publicación podía
proporcionar a los fieles, le dio
a San Juan Bosco una orden terminante
de ponerlos por escrito.