Anunciada por los profetas del Antiguo Testamento, simbolizada por los antiguos sacrificios, la Misa es el acto perfecto de adoración. Cada Celebración Eucarística tiene, ante Dios, un valor inigualable.
Más que los sacrificios de la Antigua Ley
San Pablo
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A Dios le eran agradables los sacrificios de la Antigua Ley. En vista del holocausto que casi realizara de su hijo primogénito, Abraham mereció tener descendientes tan numerosos como las estrellas del cielo y los granos de las arenas del mar. Noé le ofreció sacrificios al Señor y recibió la promesa de que los hombres nunca más serían castigados con un diluvio.
Para los sacrificios, Salomón construyó un templo glorioso y riquísimo que, por su magnificencia y por los tesoros que contenía, fue la maravilla del mundo. Lo dedicó a Dios con una gran fiesta de 14 días, en la presencia de los Príncipes y del pueblo de Israel. En aquella ocasión, fueron sacrificados 20 mil bueyes y 120 mil ovejas. El Señor se agradó con ello y Él mismo, mediante una señal visible, tomó posesión del templo, delante de todo el pueblo, manifestando su presencia por una nube que llenó el recinto.
Pero, los holocaustos de los tiempos antiguos son meras prefiguras del Sacrificio del Calvario. Y como la Misa es una renovación incruenta de ese acto excelso, todos los antiguos sacrificios, aunque fueran sumados, no valen una sola Celebración Eucarística.
Más que cualquier otro acto de virtud y alabanza
Los ángeles fueron creados por Dios para adorarlo y glorificarlo. Ofrecen actos de alabanza a Dios de una perfección que no podemos, ni de lejos, imaginarnos. Pero la adoración de estos millones de espíritus celestiales, que perdurará por toda la eternidad, no llegará a agradar tanto a Dios, ni merecerá de Él tantas gracias, como una sola Misa.
De la misma manera, ni los Apóstoles, que tanto amaron a Dios, ni los mártires, que por amor a Él derramaron la sangre entre atroces suplicios, ni siquiera todos los Santos con sus milagros, penitencias y oraciones, dieron y nunca darán a Dios tanta gloria como la de una sola Misa.
Podemos tomar, por ejemplo, a Job, hombre de tan grande virtud que, a su respecto, el propio Dios le dijo a Satanás: “¿Has reparado en mi siervo Job, pues no lo hay como él en la tierra, varón íntegro y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?” (Job 1, 8). O incluso acordarnos de San Pablo, llamado por el propio Dios “vaso de elección, para que lleve mi nombre ante las naciones y los reyes y los hijos de Israel.” (Act 9, 15). Él solo trabajó más que todos los otros Apóstoles y sufrió por Jesucristo penas inmensas, enumeradas por él mismo (2 Cor 11, 24-32), y fue arrebatado al tercer Cielo. Podemos, por fin, pensar en San Antón, quien vivió largos años en el desierto, en la soledad y en la práctica de la más dura y continua penitencia; o en San Francisco de Asís, cuyo amor a Dios era tan grande que mereció ser llamado “Serafín”. Aunque las vidas de estos santos hayan sido una continua y fervorosa oración, una larga serie de heroicas penitencias, no son nada si se comparan con la Celebración de la Eucaristía.
¿Por qué razón? Pues porque, así como una gota de agua no tiene proporción con el vasto océano, y como la débil luz de una vela se pierde en la claridad del sol, así también no son nada las oraciones, las buenas obras, las penitencias, los méritos de todas las criaturas en comparación con el menor acto del Creador, que tiene siempre un valor infinito. Y mucho menos son comparables al supremo acto con el cual, por así decir, Dios agotó todos los tesoros de su Sabiduría, Poder y Amor, inmolándose en la Cruz. E inmolarse en el altar es la renovación del mismo acto.
Santa Matilde y la Misa
Todos los días, en todas las Misas, Jesucristo se ofrece a Dios Padre en sacrificio por los hombres y por nuestras intenciones.
El Papa Urbano I celebra la Misa sobre el cuerpo de Santa Cecilia martirizada.
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En una de las apariciones con las que Nuestro Señor favoreció a Santa Matilde —monja benedictina alemana del siglo XIII—, le enseñó la mejor forma de asistir a cada parte de la Misa, y enumeró las gracias especiales concedidas durante cada una de ellas.
Así, cuando se reza tres veces “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo”, Cristo no permanece indiferente: “A través del primero, yo me ofrezco a Dios Padre por vosotros, con mi humildad y paciencia. Por el segundo, me ofrezco con la amargura de mis dolores, para ser vuestra reconciliación. En el tercero, me ofrezco con todo el amor de mi divino corazón, para suplir todos los bienes que le faltan al hombre.”
Y a la misma Santa le dice Jesús: “Te lo aseguro, esto es lo que haré por aquel que asiste a Misa con celo y devoción: le enviaré en su última hora, para consolarlo, defenderlo y para hacer un cortejo de honra a su alma, tantos nobles personajes de mi corte celestial cuantas hayan sido las Misas a las que asistió en la tierra.”
La apresurada vida moderna, la búsqueda desenfrenada de placeres y la pérdida del sentido de la jerarquía, llevan muchas veces a los hombres a colocar la asistencia a Misa en el mismo plano que los otros quehaceres, cuando no en un plano inferior.
¿Cuántos no cambian la Misa por un programa de televisión, por un partido de fútbol o por una visita a un pariente o un amigo? Si el hombre contemporáneo comprendiese el valor infinito de la Celebración de la Eucaristía, las iglesias volverían a llenarse.