Iglesia Nuestra Señora de Fátima, Caballeros de la Virgen. Tocancipá. Ver más
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Los impresionantes avances tecnológicos y científicos del siglo XX transformaron hondamente la vida cotidiana del hombre. Gracias a ellos ha sido posible realizar sin esfuerzo tareas hasta entonces insospechadas. Pero, por otro lado, esta práctica ha acabado por conferir una simplificación a todos los actos sociales.
Las ceremoniosas manifestaciones de respeto, por ejemplo, han sido sustituidas paulatinamente por maneras cada vez más informales. En este mismo sentido, cualquier ornato ha pasado a ser considerado innecesario por no ser práctico. Y con el objetivo de buscar la funcionalidad en todo, hemos acabado por distanciarnos de lo que es trascendente o sobrenatural.
En esta coyuntura, no faltaron voces que alertaron que el mundo moderno había casi desterrado a la belleza del día a día. Entre ellas las del Papa Pablo VI quien, con ocasión de la clausura del Concilio Vaticano II, lanzó en su Mensaje a los Artistas este llamamiento: “El mundo en el cual vivimos tiene necesidad de belleza, para no caer en la desesperación”.
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El hombre se siente huérfano de lo bello. Su alma busca valores perennes que reporten a las verdades transcendentes. Porque así “como la cierva sedienta busca las corrientes de agua” (Sal 41, 2), el ser humano tiene sed de Dios, Belleza absoluta y eterna.
Para saciar este legítimo anhelo, la Iglesia dispone de un inestimable instrumento: la Liturgia. Si la impoluta doctrina católica ilumina y orienta a la humanidad desde hace dos mil años, quizá ha llegado el momento de acercarse, sobre todo por la belleza expresada en los ritos, a las generaciones postmodernas tan adversas a los estudios teóricos.
¿No estará reservado para el presente período histórico ese recurso que Santo Tomás denomina convertio ad phantasmata? ¿Habrá, en último análisis, hoy en día, otro medio más idóneo de evangelizar?
La Liturgia, debidamente realizada y presentada, es más eficaz en la evangelización que cualquier documento escrito, porque llega a todas las personas, independientemente de su cultura, edad o idioma. En ella, lo bello se manifiesta y habla por sí mismo. Sin necesidad de raciocinios, eleva al alma directamente hacia lo sagrado, abarcando todos los sentidos del hombre.
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En efecto, ¿cuál es la razón de que los paramentos litúrgicos hayan sido, en todas las épocas, elaborados con los más refinados tejidos, ricamente bordados? ¿Por qué la Esposa de Cristo destiló delicados inciensos para representar nuestra oración subiendo al Padre? ¿Y para qué las campanas y el órgano, venerables voces de la Santa Iglesia, sino para elevarnos mejor hacia las realidades celestes? ¿Y la belleza y riqueza de los templos y de los objetos utilizados en el culto?
La solemnidad, la pompa y el esplendor de la Liturgia crean un ambiente atemporal que une el pasado al presente, lo visible a lo invisible, lo terreno a lo celestial, en fin, la criatura al Creador.
Realmente, como bien lo recordó San Juan Pablo II, nunca como hoy se puede decir tan a propósito que la belleza salvará al mundo.