Excelencias y bellezas del Santo Rosario

Publicado el 11/01/2016

En cierta ocasión, el Dr. Plinio afirmó que si supiese que alguno de sus hijos espirituales había dejado la práctica de la comunión diaria, tendría mucho recelo por su perseverancia en la vocación. Sin embargo, mucho más afligido quedaría si supiese que la pobre alma había abandonado el rezo diario del Rosario, pues romper ese vínculo con la Madre de Dios y nuestra, sería el indicio de una grave caída en la vida espiritual.

En los comentarios del Dr. Plinio transcritos en estas páginas transparece su alto aprecio por la devoción marial por excelencia.

Plinio Corrêa de Oliveira

 


 

No hay duda alguna de que el Rosario ocupa un papel muy privilegiado en la historia de la piedad católica. En primer lugar, porque une el fiel a Nuestra Señora y atrae toda clase de gracias celestiales. En segundo lugar, porque ahuyenta al demonio. Satanás tiene odio y terror al Rosario. Si alguien está siendo blanco de una tentación, tome fervorosamente el Rosario en las manos y se verá fortalecido contra la embestida del enemigo de nuestras almas.

 

Excelente medio de venerar a la Madre de Dios, el Rosario es la causa de un torrente incalculable de bendiciones derramadas sobre la Cristiandad. Por eso los Papas – así como otras autoridades eclesiásticas – no se cansan de elogiarlo, enriqueciéndolo con muchas indulgencias. Por si no fuese suficiente, la Santísima Virgen, queriendo Ella misma incentivar esa devoción, más de una vez se apareció llevando el piadoso instrumento en sus manos virginales.

 

Misterios gozosos y gloriosos

 

Medio tan excelente, en cuanto constituye una meditación de las vidas de Nuestro Señor Jesucristo y de Nuestra Señora. Cada decena corresponde a un hecho.

 

Los [misterios] gozosos son aquellos que, en el sentido noble de la palabra, le dieron la razón de ser a la alegría de los Sacratísimos Corazones de Jesús y de María. Comenzando por la alegría de la Anunciación, cuando se realizaron las castas e indisolubles nupcias de Nuestra Señora con el Divino Espíritu Santo, y Ella conoció que Dios se servía de sus entrañas purísimas para la encarnación del Verbo, el cual se hacía así también hijo suyo.

 

La Visitación, donde Ella es saludada por Santa Isabel y entona el Magníficat, ¡el mayor himno de alegría y de victoria que una persona haya cantado en toda la historia! Las alegrías de la Navidad, de las cuales podemos tener una pálida idea si recordamos las navidades que ya festejamos, y la emoción que nos embarga al acercarnos a un pesebre para besar los pies del Niño Jesús. ¡Esto nos permite imaginar la felicidad indescriptible de Nuestra Señora en aquella noche bendita en que vino al mundo el Salvador, y la propia alegría de Él, al nacer para la grandiosa misión que lo traía del Cielo a la tierra!

 

La Presentación en el Templo. La felicidad con la cual el Niño Dios se comunicó con los hombres, de tal manera que el Profeta Simeón cantó su gloria, profetizando todo lo que Él sería. Y Nuestro Señor, frágil niño, aparentemente sin entender, comprendía e inspiraba aquél cántico.

 

A seguir, el Encuentro de Nuestra Señora y de San José con el Divino Infante en el Templo. En el momento en el que, discutiendo con los doctores de la Ley, el Niño Jesús resplandecía por su talento y por su instrucción acerca de las Escrituras, vio a sus padres aproximarse… Para Él dejó de existir todo el resto: sólo tuvo ojos para Nuestra Señora que entraba. La alegría de consolarla, de poner fin a su sufrimiento y al de San José. ¡Qué felicidad!

 

Todo eso constituye una serie de deleites extraordinarios.

 

Apenas para facilitar el comentario, pasemos de los Misterios Gozosos del Rosario a los Gloriosos. ¡Mucho más que la simple alegría, la gloria! Ésta se inicia con la Resurrección: tres días después de la muerte de Jesús, el sepulcro donde Él yacía se llena de ángeles y se estremece. Las ataduras se caen de su cuerpo santísimo, se siente un perfume más excelente que el de los ungüentos, Nuestro Señor resplandece con la gloria de los resucitados. ¡De cada una de sus llagas, de cada lugar herido en su carne nace un sol! ¡Él se yergue, atraviesa de modo fulgurante la laja y va al Cenáculo, y se encuentra con Nuestra Señora!

 

Como si no bastase resucitarse a sí mismo, la gloria de la Ascensión: el Hombre Dios sube a los Cielos delante de sus apóstoles y discípulos. Toda la atmósfera está feérica de ángeles y de luces, la naturaleza se vuelve dulcísima, los pájaros cantan, las flores se abren, las nubes resplandecen, el azul del firmamento parece un solo e inmenso zafiro. Encanto general. En determinado momento, se dan cuenta de que Nuestro Señor está desapareciendo. Él sube, sube, sube… En la tierra se quedan apenas los hombres. Pero su gloria cubre todo, de tal manera que cuando ya nadie lo ve, los hombres caen en sí: se acabó.

 

¿Se acabó? No. Comienza otra gloria: allí está Nuestra Señora que reza recogida, extasiada. Se inicia ahí mismo la presencia simbólica de Él, por medio de Ella.

 

En seguida, el tercer Misterio Glorioso. Nuestra Señora reza con los apóstoles en el Cenáculo. La Iglesia es pequeña, joven, débil, camina indecisa entre tantos escollos y peligros. Súbitamente, el Espíritu Santo baja en forma de llama sobre la cabeza venerable de la Reina del Cielo y de la Tierra. Esa llama se divide en doce y flota sobre los Apóstoles.

 

Transportados por el Espíritu Santo, se transforman en otros hombres que, entusiasmados, comienzan a predicar y a enseñar la doctrina del Divino Maestro. Una vez más, la gloria de Dios resplandece.

 

Llega el momento de la Asunción de Nuestra Señora. Cierto día, un sueño ligerísimo se transforma en muerte. Más virginal que nunca, conservando aún todo el esplendor de la juventud dentro de la respetabilidad de la ancianidad, María Santísima pasó por el sueño de los justos, como un lirio que se cogió y se depositó sobre el altar. Sin conocer la corrupción de la tumba, Ella también resucitó y también comenzó a subir a los Cielos, rodeada de ángeles que la glorificaban.

 

El Cielo, morada eterna de la alegría insondable, de la felicidad y de la gloria inmutables, se hizo aún más paradisíaco cuando Nuestra Señora ingresó allí. Ella, la Medianera de todas las gracias, tomó asiento a los pies del Trono de la Santísima Trinidad y fue coronada por la Trinidad Beatísima. Es el quinto Misterio del Rosario: la gloria de Nuestra Señora en el Cielo.

 

Dos cumbres de suma elevación: una, llena de suavidad, de dulzura, de discreto resplandecimiento de los placeres de alma íntimos y serenos. Otra cumbre, la de las glorias grandes y regias.

 

Magnitudes trágicas de los Misterios Dolorosos

 

Entre los dos ápices hay, no obstante, un valle profundo… ¡El del dolor! En lo más tenebroso, sanguinolento y negro de ese valle, se yergue un monte magníficamente pequeño, sin embargo el monte más alto de la Tierra: ¡El Calvario! En este Calvario, una cruz. Junto a la cruz, Nuestra Señora. De pie, heroica, vertiendo su llanto de Madre traspasada por la aflicción. Clavado en esa cruz, padeciendo dolores inenarrables, con sufrimientos inimaginables, el Hombre Dios que expira: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste…?”

 

¡Son los Misterios Dolorosos!

 

La Agonía o, como se acostumbra a decir, la Oración de Nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos. Agonía en griego significa lucha. ¿Por qué lucha?

 

Porque Él sabía que Judas lo estaba vendiendo. Él sabía que [los esbirros de los fariseos y de los sacerdotes] lo vendrían a apresar. Él sabía que su Pasión iría a comenzar en breve. Conocía todos los aspectos morales y físicos de esa Pasión. Medía, punto por punto, todas las ingratitudes, maldades, injurias, frialdades y perversidades que harían contra Él a lo largo de ese camino. Y medía los dolores que todo eso le causaría a su Madre Santísima. Gotas de sangre irrumpen en su faz, se transforman en hilos que le escurren por la barba, empapan su túnica alba y tiñen el piso pedregoso de Getsemaní.

 

Aparece entonces un ángel que le da a beber un cáliz que contiene algo que lo consuela y le confiere fuerzas extraordinarias de alma y de cuerpo. Se recompone completamente y se levanta como un gigante, como un sol, y parte para el supremo sacrificio de la redención.

 

En la agonía, el alma santísima de Nuestro Señor sufrió de modo inenarrable. Y como corolario, a manera de un acto reflejo, ese sufrimiento espiritual ocasionó el sudor de sangre. Pero de sí, el cuerpo sagrado de Jesús aún no había sido alcanzado. Comenzó a serlo en la flagelación. Es el segundo Misterio doloroso. Un contraste pungente entre la mansedumbre, la bondad, la incapacidad voluntaria de defenderse, por un lado; y el odio brutal, estúpido y cruel, por otro. En medio de bofetadas, carcajadas y empujones, Nuestro Señor es atado a la columna. Con azotes tremendos, los verdugos lo comienzan a fustigar furiosamente. Jesús se pone a gemir. Gemidos de dulzura insondable, gemidos armoniosos, salidos de un cuerpo que se contuerce de dolor por la brutalidad del tormento que padecía. ¡Pedazos de carne caen al piso y es carne del Hombre Dios! Su sangre salvadora corre a borbotones.

 

Después tenemos la Coronación de Espinas. A todo título, divino y humano, Nuestro Señor Jesucristo fue y es verdaderamente Rey. Insensibles a aquella realeza evidente que se irradiaba del Hombre Dios como la luz se irradia del sol, movidos por diversos estados de espíritu, [sus crueles e irreductibles adversarios] resolvieron matarlo. Y para probar que Él no tenía poder, ni sabiduría, ni divinidad, ni realeza, le colocan la corona de espinas sobre la cabeza. ¡Qué padecimientos, no apenas físicos, sino sobre todo morales!

 

Puesto en aquél trono de irrisión, sentado en él con la mansedumbre de un cordero, Jesús tenía, sin embargo, la altivez de un león y la excelsa dignidad de un Rey sentado en su solio regio, como quien dice: “¡Nadie me abatirá, porque Yo soy Yo, soy Hijo de David, pero, sobre todo, soy Hijo de Dios!”

 

Por fin, lo llevan a la muerte. Es el momento de cargar la cruz hasta lo alto del Calvario. Nuestro Señor no sonrió ante el dolor. Cuando su hora llegó, tembló, se perturbó y sudó sangre delante de la perspectiva del sufrimiento. Y en este diluvio de aprehensiones infelizmente demasiado fundamentadas, está la consagración de su heroísmo. Jesús venció los gritos más imperiosos, las imposiciones más fuertes, los pánicos más atroces. Todo se dobló ante la voluntad humana y divina del Verbo Encarnado. Por encima de todo, sobrevoló su determinación inflexible de hacer aquello para lo cual había sido enviado por el Padre. Y cuando llevaba su cruz por la calle de la amargura, una vez más las fuerzas naturales flaquearon. Cayó, porque no tenía fuerzas. Cayó, pero no se dejó caer sino cuando no era posible del todo proseguir el camino. Cayó, pero no retrocedió. Cayó, pero no abandonó la cruz. La mantuvo consigo, como la expresión visible y tangible del propósito de llevarla hasta lo alto del Gólgota.

 

El Gólgota, el monte más alto de la tierra…

 

Oración de los fuertes y de los batalladores

 

El Rosario es la oración de los fuertes y la súplica de los batalladores, porque es un conjunto de oraciones de una eficacia tal que hace avanzar el bien y retroceder el mal.

 

Véase, por ejemplo, el episodio de la conversión de los albigenses. La herejía promovida por éstos – cuyo nombre deriva de la ciudad de Albi, en Francia – se difundió más o menos por toda Europa.

 

Durante tres días, solo, Santo Domingo no hizo sino rezar y ayunar, suplicándole a Nuestra Señora que Ella venciese la dureza de alma de los albigenses y los incitase a la conversión. Finalmente, sin alcanzar ninguna respuesta del Cielo, cae desfallecido, elevando a la Santísima Virgen una última oración: “Madre mía, no tengo más fuerzas, pero continúo confiando en Ti. Tú sabrás qué hacer de mis pobres oraciones”. Y continuaba rezando, mientras sus labios pudiesen articular alguna palabra.

 

En ese momento de extrema angustia, Nuestra Señora se le aparece y le revela, de una vez, la grandeza y la magnificencia del Rosario. En seguida anima a Santo Domingo a la lucha contra la herejía. Munido de la poderosa arma que le confió la Madre de Dios, el santo corre a la Catedral y comienza a predicar. El Cielo lo prestigia: primero, las campanas comienzan a tocar por las manos de un ángel; después, rayos y truenos hicieron estremecer al pueblo allí presente.

 

¡Cómo el temor prepara para el amor! Son dos escaleras que, juntas, conducen al hombre a la unión con Dios. Una, de noble granito, el temor. Otra, de oro, el amor.

 

Deseando la Providencia preparar a aquellas almas endurecidas para amar a Dios en la palabra inflamada de Santo Domingo, les infundió antes el terror de la ira divina. Después, a medida que Santo Domingo hablaba, sucedió lo mismo que cuando Nuestro Señor ordenó que la tempestad amainase. La borrasca cesó y los oyentes comprendieron que la palabra de aquél hombre era poderosa delante de Dios. La Providencia le había conferido el duplo poder de desencadenar y de suspender los castigos, así como también le había dado la fuerza de tomar las almas arrepentidas, trémulas y avergonzadas, y llevarlas al perdón, a la contrición y al amor de Dios.

 

¿Qué predicó Santo Domingo? Predicó el Rosario.

 

Según la historia de la Iglesia, a partir del momento en que el Rosario se comenzó a difundir, la herejía albigense fue perdiendo terreno, porque había sufrido un golpe irremediable en lo que tenía de más vital.

 

El Rosario representa, así, una magnífica arma de guerra. De esa forma de guerra muy importante en la cual el católico lucha por los intereses de la verdadera Iglesia de Dios y la causa de Nuestra Señora, combate al demonio y a los enemigos de su propia salvación.

 

La práctica del Rosario, por lo tanto, debe ser una característica del católico de todos los tiempos, sobre todo de los que viven en este paganizado siglo XX, en el cual todo conspira contra la virtud y la Fe. Tan eficaz en los días de Santo Domingo, victorioso contra los albigenses, el Rosario lo será aún más contra la impiedad de este fin de milenio. Pues no hay ninguna razón para pensar que perderá su fuerza en una época en que se hace más necesaria.

 

(Revista Dr. Plinio No. 31, octubre de 2000, p. 6-10, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)

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