La Fe mueve montañas, dice el Salvador, y llega a vencer con heroísmo el propio instinto de conservación. Conozcamos uno de los más bellos aspectos de la historia de la Iglesia.
Roma, sedienta y desenfrenada, acudía una vez más para embriagarse con sangre de mártires.
El Coliseo, la majestuosa mole de piedra y mármol construida por Vespasiano, abría sus pórticos a la turba que subía precipitadamente por las anchas escaleras y se amontonaba en las graderías de mármol.
Eran casi cincuenta mil espectadores que aguardaban impacientes el momento en que iban a ser lanzados cristianos a las fieras.
Esta vez, súbitamente, la multitud enmudeció. Y durante algunos pocos instantes reinó sobre ella un silencio impresionante: un hombre había sido introducido en la arena y avanzaba lenta, grave y majestuosamente hacia le centro. En seguida resonó en todo el imponente edificio un alarido frenético, seguido de ensordecedora salva de aplausos. De las oscuras bóvedas donde estaban, las fieras respondieron con un largo rugido a aquella explosión de sanguinaria alegría.
El futuro mártir sin embargo, se mantuvo tranquilo aguardando con sobrenatural calma el momento supremo. Se oyó enseguida un largo toque de trompeta ordenando silencio y uno de los siniestros portones de chiqueros se abrió con rapidez para darle espacio a un enorme león africano corpulento que saltó a la arena. Hambrienta por el prolongado ayuno y estimulada por los gritos de la multitud, la fiera al trote y mirando a todas partes, dio una vuelta entera al circo agitando nerviosamente la cola antes de percibir que en el centro estaba la presa inmóvil, mirando al cielo, absorta en profunda oración que terminaría en la Eternidad…
Instantes después, sangre y restos esparcidos de un cuerpo destrozado, proclamarían la invencibilidad de la nueva fe que surgía, cuyo Divino Fundador había enseñado: No tengáis miedo de los que matan el cuerpo y después nada más pueden hacer.(Lc 12,4).
¿Cuántas veces esta escena gloriosa y terrible se repitió durante los primeros siglos de la Iglesia Católica? Fue del Sacrificio del propio Dios Encarnado que ella había nacido, y era ahora la sangre de sus fieles seguidores que haría germinar en todo el orbe, la semilla de nuevos y más cristianos.
¿Cuántas veces -con variantes propias a tiempo y lugar- esta escena se ha repetido a lo largo de la existencia dos veces milenaria de la Iglesia? ¡Solamente lo sabe Dios! Pero un hecho es incontestable, que en ningún momento de la historia de la Iglesia, dejó de haber hombres y mujeres que sellaran su testimonio de fe con el derramamiento de su propia sangre: los mártires. Supremo testimonio de fe.
Mártir es una palabra cuya sonoridad despierta en el alma de todo católico una fuente de entusiasmo y veneración. Mártir significa en griego testimonio. El martirio es el supremo testimonio prestado a la verdadera fe; designa un testimonio que va hasta la muerte. (CIC, 2473).
"Vosotros seréis mi testimonio hasta los confines de la tierra"(Hech 1,8), había dicho el Maestro a sus discípulos. Y estos proclamaron, cuando fueron llamados a juicio por el Sanedrín, por causa de Cristo: ¡Somos testigos! (Hch 5,32) Y este testimonio llevado hasta las últimas consecuencias, encendió en los primeros siglos de la Iglesia un testimonio hasta entonces desconocido, que hizo exclamar con el tiempo a un incontable número de católicos, como San Antonio María Claret en la España del siglo XIX: ¡Pudiese yo ojalá, con la sangre de mis venas sellar estas verdades que proclamo! (1).
No hay mayor amor
Ignacio, el santo obispo de Antioquía, fue condenado por el Emperador Trajano a ser arrojado a las fieras por profesar la Fe de Jesucristo. Sacerdotes y fieles multiplicaban sus esfuerzos para librarlo del suplicio. Sin embargo les rogaban diciendo: ¡Déjenme hacer mi sacrificio ya que el altar está preparado¡ Ni las llamas, ni la cruz, ni los colmillos de esos leones me dan miedo, pues por medio de ellos llegaré hasta Dios. Y en la mitad del anfiteatro lo oyeron exclamar: Yo soy el trigo de Cristo, y deseo ser molido por los dientes de estos leones para hacerme un pan agradable a mi Señor Jesús.
¿Qué llevó a san Ignacio de Antioquía y a millones de otros cristianos a lo largo de la historia, a enfrentar así la muerte para no renegar de la verdadera fe? Explica a este respecto santo Tomás de Aquino que, en el martirio, el cristiano es movido por una ardiente caridad (2). Y afirma el teólogo dominicano P. Lumbreras, comentando la Suma Teológica, que el mártir demuestra que ama a Dios sobre todas las cosas pues desprecia su propia vida en defensa de la fe y de las enseñanzas de Cristo (3). Delante de Pilatos, Jesús había respondido: Vine al mundo para dar testimonio de la Verdad (Jn 18,37) y obediente al Padre Celestial hasta la muerte.
(Filp 2,8), el Hijo Unigénito llevó su testimonio hasta derramar, en lo alto del calvario, la última gota de su sangre divina.
Considerando que la propia vida es el bien más apreciado por el hombre, Santo Tomás, concluyó que el martirio es, entre los actos humanos, el más perfecto en su género, como señal de mayor caridad, pues según San Juan (15,13), no hay mayor amor que dar la propia vida por sus amigos (4).
Acto de fortaleza
¡Qué espanto para los incrédulos, contemplar a lo largo de la historia este ejército interminable de católicos que camina para el martirio como quien va para un banquete, y enfrenta la muerte en un acto de fortaleza! (CIC, 2473)
Esta virtud heroica de la fortaleza que, por amor a Dios, lleva al cristiano a enfrentar la muerte con desdén y la ufanía de quien tiene certeza del Cielo, hizo que San Agustín exclamara admirado: ¡Oh bienaventurados mártires! ¡Oh soldados fortísimos! ¿Con qué elogios explicar la fortaleza de vuestros cuerpos? (6). Y es únicamente gracias al Espíritu de fortaleza prometido por el Salvador (cfr. Jn 15,26-27) que una indefensa doncella como Santa Inés o un niño inocente como San Tarcisio fueron fuertes en la persecución (Hb 11,34) y manifestaron una tan grande intrepidez que espantó hasta los propios perseguidores de la Fe.
La Gloria
Recompensa demasiadamente grande (Gen 15,1) la que reciben estos héroes de la Fe. Explica el P. Lumbreras que el martirio confiere gracia santificante, borra los pecados y perdona la pena -inclusive la temporal que se debe a estos. El mártir sube directamente al Cielo sin pasar por el Purgatorio (…) recibe finalmente un premio accidental (…) la aureola de los mártires. (7)
Por eso canta la Iglesia en el Te Deum: El Ejército de los mártires canta vuestras alabanzas. Sí, es el ejército de aquellos que lavaron sus vestidos y los blanquearon en al sangre del Cordero (Ap 7, 14); son los escogidos por Jesús para luchar y vencer con Él (cfr. Ap 17,14) y que después, por los siglos de los siglos, estarán junto al trono de Dios, al abrigo de su Tabernáculo (cfr. Ap 7,15)
El martirio hoy y siempre
En reciente documento el Santo Padre así proclamó la perenne actualidad del testimonio de Fe llevado hasta las últimas consecuencias: "El fiel que haya considerado seriamente su vocación cristiana, en la cual el martirio aparece como una posibilidad preanunciada en la Revelación, no puede excluir esta perspectiva del horizonte de su propia vida. Estos dos mil años después del nacimiento de Cristo están marcados por el persistente testimonio de loa mártires (…) A la admiración por su martirio se asocia, en el corazón de los fieles, el deseo de poder, con la gracias de Dios, seguir su ejemplo caso lo exijan las circunstancias" (8)
¡Tened confianza, Yo vencí el mundo! (Jn 16,33) había proclamado el Redentor a sus apóstoles en la víspera de su Pasión. Y esta exclamación divina resonará siempre viva a través de los siglos como el cántico de victoria de la Santa Iglesia Católica, el Cuerpo Místico de Cristo Nuestro Señor. La Iglesia pura e inmaculada, no cesa de extender el Reino de Dios, creciendo siempre en santidad y gloria, a despecho de todas las tormentas y persecuciones que Satanás pueda levantar contra Ella. Y nosotros, católicos del siglo XXI, participamos de la invencibilidad de la Iglesia en la medida en que seamos miembros vivos de Ella, unidos a la Roca imbatible contra la cual el infierno nunca prevalecerá. Y por la mediación de la Virgen Santísima, Reina de los Mártires, estamos seguros de recibir fortaleza del Espíritu Santo que ayuda nuestra flaqueza (Rom 8,26) para llevar nuestro testimonio de Fe hasta la muerte se fuere necesario.
(1)J.M.Gil,Epistolario Claretiano,I. (2)Cfr.Suma Teológica,2-2q124,a2,ad2. (3) Introd.q124,in Suma Teológica, vol.IX,BAC. (4)Suma Teológica, 2-2q124,a3,c. (5)Suma Teológica, 2-2,q.124ª2,c. (6)Ep.8ML:4,252. (7)Suma Teológica,vol IX,apéndice al Tratado de la Fortaleza,3BAC. (8) Incarnationis Mysterium,13.
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