La convivencia entre los santos

Publicado el 10/29/2013

 

De los innumerables dioses de la Antigüedad, ¿cuál daba a sus adoradores la honrosa calificación de “amigo”? ¿Cuál estableció el mutuo amor como patrón de relaciones entre ellos?

 


 

En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros” (Jn 13, 35).

 

Esta luminosa enseñanza de Jesús ha sido confirmada de varias maneras a lo largo de dos mil años de historia de la Iglesia, especialmente a través del comportamiento de los santos, modelos de vida propuestos por la sabiduría de la Esposa Mística de Cristo para la imitación de todos los fieles.

 

Un Dios que se hace amigo y hermano

 

Inmediatamente llama la atención, en lo que respecta a las relaciones humanas, el radical contraste entre la doctrina del divino Maestro, con su consecuente modo de vivir, y la mentalidad del mundo antiguo.

 

De los innumerables dioses de la Antigüedad, ¿cuál de ellos daba a sus adoradores la honrosa calificación de “amigo”? Eran, al contrario, prepotentes y egoístas, sujetos a las mismas pasiones desordenadas de sus seguidores, con los que tenían un trato rudo. No faltaban ni siquiera los que exigían sacrificios humanos.

 

De esta aberración ni el pueblo elegido quedó exento, como afirma el Salmista: “Y sirvieron a sus ídolos, que fueron para ellos un lazo.

 

Sacrificaron sus hijos y sus hijas a los demonios; derramaron sangre inocente: la sangre de sus hijos y de sus hijas, sacrificándolos a los ídolos de Canaán” (Sal 105, 36-38).

 

El Hijo de la Virgen María obró en la Tierra tal transformación que le es difícil al hombre hodierno hacerse una idea de cómo era el mundo antes de Él. Sólo Cristo, Dios y Hombre verdadero, pudo decir: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). Nos dio el sublime ejemplo de un Dios lleno de amor por sus adoradores, al punto de hacerlos hermanos; darles a su propia Madre para ser también Madre de cada uno de ellos; de sacrificar su vida, hasta la efusión de la última gota de sangre, para redimirlos. Nada más comprensible, por lo tanto, que prescribirles como norma de conducta un mandamiento nuevo: “Que os améis los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).

 

Esposa del Espíritu Santo y perfectísima discípula del Verbo de Dios encarnado, María Santísima cumplió con toda integridad y brillo ese mandamiento antes incluso de haber sido formulado por el divino Maestro.

 

Aunque los evangelistas hayan sido muy comedidos en narrar los hechos de su vida, se sabe que la visita a Santa Isabel fue un refulgir del amor de Dios desbordante de su Inmaculado Corazón. Se puede decir lo mismo de su intervención en las bodas de Caná, librando a los novios de una embarazosa situación. ¿Y cuántos otros actos de amor al prójimo no habrán sido practicados por Ella, en la estela dorada de las huellas de su Hijo?

 

De ellos sólo tendremos conocimiento en la eternidad.

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El Hijo de la Virgen María obró en la Tierra tal transformación que le es difícil al hombre hodierno hacerse una idea de cómo era el mundo antes de Él.

“La Virgen con el Niño entre San Juan Bautista, San Erasmo, Santa Clara y San Francisco de Asís”, por Leonardo da Pavia – Palazzo Bianco, Génova (Italia).

 

San Francisco y fray Bernardo

 

Felizmente para nuestra edificación, se conoce en detalle la vida de muchos santos que siguieron los pasos de Jesús.

 

Por ejemplo, se lee en las famosas Florecillas de San Francisco —compilación de “anécdotas” sobre la vida del poverello de Asís— que un día fue a buscar a fray Bernardo, su primer discípulo, con el que deseaba conversar. Al llegar al lugar donde acostumbraban rezar, le llamó en tres ocasiones sin obtener respuesta.

 

Un poco abatido, al pensar que el hermano evitaba su compañía, San Francisco se retiró. En el camino de vuelta, el Señor le reveló que fray Bernardo estaba en ese momento en un coloquio con Dios, y por eso no le había oído. El santo regresó entonces y le pidió humildemente perdón por haber pensado mal de él.

 

Con todo, la admiración de este discípulo por su fundador era tan grande que no quería oír el pedido de perdón. Pero San Francisco le ordenó, en nombre de la santa obediencia, que como penitencia por aquel mal pensamiento le pisase tres veces sobre su cuello y su boca diciendo: “Aguanta ahí, villano, hijo de Pedro Bernardone, ¿de dónde te viene tanta soberbia, siendo tú la más vil de las criaturas?”

 

Actuando de la manera más delicada posible, fray Bernardo ejecutó la orden. A continuación le pidió a su fundador que, por caridad, le prometiese algo: que le reprendiera y corrigiera siempre ásperamente por sus defectos, cuando estuviesen juntos. De ahí en adelante San Francisco pasó a hablar lo mínimo posible con él, pues lo tenía como hombre muy virtuoso y santo, y por eso se juzgaba indigno de corregirlo.

 

Una singular comida

 

Otro hecho muy edificante ocurrió con San Francisco y Santa Clara. Como es sabido, ella fue atraída hacia la vida religiosa por él y renunció a una situación acomodada en medio de riquezas para abrazar la vocación franciscana. A pesar de tener frecuentes charlas y reuniones con su padre espiritual, para estar bien formada en el espíritu de la Orden, manifestaba el deseo de compartir algún día con él alguna comida.

 

Pero el santo, por temor a darse a sí mismo ese deleite, siempre se recusaba. Sus hermanos y discípulos le instaban a que atendiera el pedido de la pobre dama, ya que había renunciado a todo por amor a Dios y era tan santa.

 

San Francisco, que era muy complaciente, accedió: “Puesto que así os parece a vosotros, también a mí”.

 

Le invitó entonces a una comida en Santa María de los Ángeles, la iglesia donde ella había hecho sus votos y cortado sus cabellos, símbolo de su entrega total a Dios.

 

El día convenido, se dirigió hacia allí contentísima, acompañada por una hermana. La pobre comida fue servida, sentándose a la mesa San Francisco, Santa Clara, su hermana y otro fraile. Los demás religiosos de la comunidad se acercaron a la mesa para acompañar el almuerzo. Tan pronto como los comensales empezaron a hablar de las cosas de Dios con mucha elevación, suavidad y alegría, fueron tomados —ellos mismos y todos los que asistían— por la abundancia de la gracia divina y se quedaron extasiados en Dios. Visto desde lejos, la casa y el bosque circundante parecía que estaban ardiendo en llamas y muchas personas acudieron temiendo que se tratara de un incendio.

 

Sin embargo, no encontraron nada que fuese la causa de tanta luz, sino tan sólo a un conjunto de santos que, con fisonomías alegres y embelesadas, se entretenían en un éxtasis común y con eso glorificaban al Señor.

 

* * *

 

¿La consideración de estos sencillos episodios no nos trae alivio y consolación? Son manifestaciones de personalidades inocentes, modestas, tan distantes de las preocupaciones del mundo, que viven ya en la atmósfera del Cielo.

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