Si el firmamento pudiera concentrar su color en una piedra, ésta se llamaría zafiro. Suave o intenso, el azul de esta noble gema es el más hermoso de todo el orden de la Creación.
En los últimos capítulos del Apocalipsis, San Juan nos invita a que imaginemos la Jerusalén celestial, “la morada de Dios entre los hombres” (21, 3), edificada sobre un conjunto de columnas traslúcidas y coloridas, cuyo brillo se deriva de la gloria divina. Cuando más adelante describe los muros que la rodean, el evangelista señala que “los cimientos de la muralla de la ciudad están adornados con toda clase de piedras preciosas” (21, 19).
Teniendo en cuenta que en la Sagrada Escritura ningún detalle es superfluo, podríamos fijar nuestra atención en cualquiera de los preciosos minerales sobre los que se sostiene esa construcción de ensueño y, reflexionando acerca de su significado más trascendente, llegar a elevadas conclusiones. Sin embargo, ninguno de ellos parece estar tan cargado de simbolismo como el zafiro, que San Juan lo menciona como segundo fundamento de la nueva Jerusalén.
Aunque esta gema presenta variaciones rosáceas, moradas, verdes e incluso doradas, su color característico es el azul. Un azul lindísimo, a veces suave, a veces más profundo, como si se concentrase en cada una de esas piedras la vasta gama de tonalidades que se puede admirar en el cielo. Se diría, sin lugar a dudas, que se trata del azul más hermoso que existe en todo el orden de la Creación.
Contemplar un zafiro serena los ánimos agitados, despierta sentimientos de pureza, armonía y templanza, y ahuyenta el mal. Santa Hildegarda de Bingen atribuye a esa piedra la virtud de favorecer la inteligencia y no falta quien le otorgue el poder de conceder la sabiduría.
El azul del zafiro lo relaciona también, de modo singular, con la idea de nobleza. Figuraba en las insignias de altos cargos eclesiásticos y era empleado habitualmente en la confección de ornamentos reales. La corona del Imperio Austríaco, por ejemplo, conservada en la Cámara del Tesoro del Palacio de Hofburg, en Viena, está rematada con un zafiro de considerable tamaño, que simboliza “el nexo entre el Sacro Imperio y el Cielo”.1
No obstante, nada supera el hecho de que esa gema sea la que mejor representa ciertos aspectos del alma de María Santísima, Reina del Cielo y de la Tierra, a la cual la Iglesia llama “Cælica Sapphiri”,2 Zafiro celestial. Si la esmeralda es la imagen de la esperanza y el rubí, del amor a Dios, el zafiro nos recuerda la suavidad y la compasión de la Virgen Serena, que “está dispuesta a obtenernos el perdón de su divino Hijo, incluso para nuestras peores faltas; nos alcanza las gracias necesarias para nuestra enmienda, nuestra salvación y, así, brillar ante Ella por toda la eternidad”.
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A São Paulo. Año XV. N.º 176 (Noviembre, 2 COMISIÓN DE ESTUDIOS DE CANTO Cantualis. São Paulo: Salesiana, 2011, 3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Razão |
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