Uno de los grandes acontecimientos que marcarán este año será el centenario de las apariciones en Fátima, donde la Madre de Dios transmitió sus mensajes a tres pastorcitos. Éstos fueron universalmente conocidos por su dedicación en difundir el tesoro que les había sido revelado, y en cuya veracidad creyeron, enfrentando todos los intentos de disuasión de los que llegaron a ser objeto, a pesar de su tierna edad. Lo que los distinguió de los demás niños de su época no sólo fue el haber oído a María, sino también, y principalmente, el haber tenido fe en su voz, y en esto consistió esencialmente su fidelidad. Ahora bien, ¿de dónde les vino esa fe?
No se puede practicar ninguna virtud sobrenatural sin la gracia, puesto que para ser virtuoso de modo constante es necesario estar asistido por ella establemente. Esta forma de gracia, llamada habitual o santificante, actúa a partir de que se recibe el Bautismo. Éste realiza una modificación tan profunda y total en las almas que se podría afirmar que en ellas la acción de Dios sólo se hace verdaderamente eficiente después de la recepción de ese sacramento. ¡Es la puerta para todo lo demás! Y, si no fueran las especies eucarísticas el cuerpo y la sangre del Redentor, podría ser considerado el más grande de los sacramentos. Aún así, solamente los bautizados pueden recibir el Cuerpo de Cristo, el “pan de los ángeles”, llamado también “pan de los hijos”.
De hecho, lo que ocurre en el Bautismo es algo extraordinario: Dios adopta a un ser humano como hijo. Por una acción única del Espíritu Santo la propia vida divina penetra en esa persona y pasa a existir dentro de ella como un nuevo principio vital, una nueva fuente de acción. El hombre se convierte en heredero de las promesas eternas, pasa a tocar en lo infinito y a participar de Dios: a partir de entonces Él se hace presente en su criatura no sólo como Creador, sino como Padre y Amigo. Todas las relaciones entre el hombre y Dios cambian.
Antes de eso, sin embargo, desde el punto de vista sobrenatural nada lo diferenciaría de los animales, de los vegetales o de los minerales. Todos son criaturas, algunas más dotadas, otras menos, pero incapaces de trascender. Por lo tanto, un hombre no bautizado, incluso habiendo alcanzado todos los auges que le permite su estado meramente natural, sería ciego, sordo, mudo y parapléjico en relación con las realidades superiores; en una palabra, un hombre esclavo de las limitaciones de su naturaleza, ya que es prisionero de las realidades más inferiores de esta vida. En efecto, desde el momento en que el hombre está llamado a la eternidad con Dios, todo lo que no tiene relación con el Creador carece de valor.
La fe lo es todo, y quien no tiene fe es como si no tuviera nada. Así, sólo la fe fue capaz de transformar a tres pastorcitos en luceros de la Historia. Y la fuente de todo eso es… ¡la fuente bautismal! Se diría que se trata simplemente de agua. No obstante, de ella brotan los más preciosos frutos que puedan existir.