“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. ¿Por qué tanta insistencia en pedir que María nos ayude al terminar nuestra vida?
En la oración que tantas veces dirigimos a la Ssma. Virgen hay dos partes distintas que conviene analizar: una se refiere al presente y la otra al futuro. La primera cambia continuamente en lo que atañe al tema del pedido; la segunda no varía, pide siempre la misma gracia.
Ruega por nosotros ahora es la petición de la hora presente, cuyo objeto será diferente según nuestras necesidades. A veces, será el ruego de una gracia protectora, otras veces de consuelo, o el alivio y la curación de alguna enfermedad.
Pero el ruega por nosotros en la hora de la muerte se relaciona con el futuro, y es el mismo pedido que hicimos ayer, hoy, repetido 200 veces en el rosario, y que volveremos a hacer mañana si Dios nos concede un nuevo día y si rezamos en él la salutación angélica.
Entonces, ¿por qué la Santa Iglesia, por medio del Avemaría, oración diaria y familiar de todos los cristianos, hasta de los más indiferentes, formuló esta petición: Ruega por nosotros en la hora de nuestra muerte? Sólo puede ser por razones muy dignas de su sabiduría; y es porque en la hora de la muerte la intercesión de la Santísima Virgen María nos resulta soberanamente necesaria y en extremo eficaz.
Necesidad de la asistencia de María en los últimos momentos
Para comprender mejor la gran necesidad de la asistencia de María en el momento final, hay que recordar que la hora de la muerte es propiamente la hora más decisiva y difícil de todas. En ella quedará fijo nuestro destino para la eternidad. Cuando cae un árbol, sea a la derecha o a la izquierda, “donde cae, allí se queda”, como bien dice el Eclesiastés (11, 3).
Si cae hacia el lado correcto, si morimos en la gracia de Dios, seremos felices para siempre; pero si se tumba hacia el lado equivocado, si morimos en la enemistad de Dios, nuestro lugar estará junto a los réprobos. La hora de la muerte es la hora del combate supremo. Si triunfamos sobre el demonio, todas nuestras derrotas pasadas quedarán reparadas, seremos victoriosos para siempre, encontraremos un lugar entre los eternos triunfadores y el Rey del Cielo nos ceñirá con la corona de la gloria eterna.
Tomemos el caso del buen ladrón. Su vida estaba manchada por varios crímenes. Había sido un infame criminal con las manos teñidas en sangre de hermanos; algunos instantes antes de morir se arrepintió, fue perdonado, sus crímenes fueron borrados y –cual piadoso ladrón del Cielo, como se lo suele llamar– por un instante de sinceridad y penitencia fue a compartir las alegrías del Paraíso junto a los patriarcas y los profetas que pasaron la vida entera en la práctica de las buenas obras.
Si en cambio nuestro enemigo, el demonio, triunfa sobre nosotros en el último momento, nuestras victorias ganadas, por numerosas y retumbantes que hayan sido, serán inútiles. Nuestras buenas obras, aunque hayamos vivido como justos durante largos años, se habrán perdido para siempre y se disiparían como simples nubes dispersadas por el viento. Seríamos como navegantes que después de vencer varias tempestades, naufragan en el mismo puerto de arribo.
Trágica deserción de último momento
Recordemos la historia de los 40 mártires de Sebaste. Eran 40 soldados que trabaron juntos, en las tropas del ejército romano, innumerables combates en esta tierra, además de ganar combates en el Cielo con la práctica de las virtudes cristianas, bajo el estandarte de Cristo. Para defender la religión comparecieron ante el tribunal de sus perseguidores, confesando valientemente su fe sin dejarse intimidar por amenazas ni seducir por promesas. A todos se les arrojó en el calabozo y se les condenó a morir en un lago congelado. Los ángeles ya volaban sobre ellos llevando las coronas destinadas a esos gloriosos atletas, cuando uno de los soldados, vencido por el frío, salió del lago hacia un baño de agua tibia que estaba preparado con miras a la desistencia de alguno. Poco después falleció (debido al cambio brusco de temperatura), perdiendo por un instante de debilidad los frutos de una larga vida pasada en el ejercicio de las virtudes, los méritos relucientes de su confesión de fe y la gloria de un martirio casi consumado, sumiendo a sus compañeros en el dolor incomparable de su deserción.
La hora de la muerte es una hora decisiva, pero también difícil.
Angustias de los moribundos
La intercesión de María Santísima es tan necesaria como eficaz en la hora de nuestra muerte. ¡Felices las almas que Ella asiste en aquel momento! “Madonna del Pilastro” – Basílica de San Antonio, Padua (Italia)
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¡Qué atroces son las angustias de los moribundos que no han perdido completamente la fe, cuando los remordimientos de conciencia, el temor al juicio inminente y la incertidumbre de la salvación se reúnen para llenarlos de inquietud y espanto! Los diablos multiplican su ferocidad para atrapar la presa que se les escapa. Se agrupan en gran número junto a la cama del enfermo para intentar un esfuerzo supremo.
¡Si el moribundo pudiera reaccionar todavía con la plenitud de sus fuerzas! ¡Pero no puede! Nunca habrá sido atacado con tanta violencia ni estuvo jamás tan débil para defenderse. La imaginación se desordena por completo, como un campo abierto que los animales salvajes –mejor sería decir los fantasmas más lúgubres y horrorosos– atraviesan libremente en todas direcciones. El espíritu se cubre de tinieblas, y la voluntad sin energía se abandona a la languidez.
Necesidad imperiosa del auxilio de Dios en la hora de la muerte
¡Qué necesario es el socorro de Dios en esta hora! ¡Qué indispensable es la gracia divina para perseverar! No obstante, la gracia, sobre todo la gracia de la perseverancia final, es un don de Dios que no se nos ha dado merecer, pero sí obtener infaliblemente con nuestras oraciones.
Ahora bien, como la Santísima Virgen María es la Medianera obligatoria por cuyas manos deben pasar todos los favores del Cielo –privilegio especialísimo de Dios, que quiere así honrar a su Madre–, a Ella debemos pedir esta gracia de gracias.
Comprendamos entonces por qué la Santa Iglesia nos induce a pedir tantas veces la asistencia de María Santísima en la hora de la muerte. Comprendamos también por qué nos incita a repetir todos los días: Santa María, ruega por nosotros en la hora de nuestra muerte.
Intercesión infalible de María en aquella hora
La intercesión de María Santísima es tan necesaria como eficaz para nosotros en esa suprema y solemne circunstancia. ¡Felices las almas asistidas por María en aquella hora! No pueden perecer. Aunque sean prisioneras de la tiranía del demonio, esta buena Madre romperá sus cadenas y les obtendrá los frutos benéficos de una sincera conversión, empujándolas a hacer penitencia verdadera. Ella estará ahí, cerca de su lecho de dolor como una madre a la cabecera de su hijo moribundo, ahuyentando sus angustias, aliviando sus dolores, endulzando sus pesares, dándole santa paciencia y tomando su defensa ante los ataques furiosos y redoblados del espíritu de las tinieblas.
Cuando la última hora suena para un devoto de la Virgen, dice san Buenaventura, esta buena Madre le envía los espíritus angélicos que están bajo sus órdenes junto a san Miguel, su jefe. Y Ella, el flagelo del infierno – en el decir de san Juan Damasceno; Ella, a la que se ha encomendado el odio a la serpiente infernal, hace sentir a ésta, sobre todo cuando uno de sus devotos está por abandonar este mundo, todo su victorioso poder. En esa ocasión, Ella es para el demonio tan terrible como un ejército en orden de batalla. Se vuelve contra él como esa torre de la que habla el Cantar de los Cantares, donde mil escudos están levantados con las armas de los más valerosos.
¡No, un servidor de María no puede perecer! – exclama san Buenaventura.
¡No, aquél por quien María se digna rezar ya no puede dudar de su salvación ni de su ida a la gloria celeste!
– dice san Agustín.
¡No, aquél por quien María rezó una vez no perecerá! ¡No, quien recitó piadosamente todos los días el Avemaría no será abandonado en la última hora! – exclama también san Anselmo.
Esta oración posee todas las cualidades capaces de hacerla infaliblemente victoriosa.
En primer lugar es santa en su motivación. En efecto, ¿qué cosa pedimos por su intermedio? La perseverancia final “en la hora de nuestra muerte”.
Además es humilde. Le confesamos con ella nuestra miseria a María Santísima, revistiéndonos con un título que nos conviene tan bien: “pobres pecadores”.
También es confiada, porque nos dirigimos a la más poderosa intercesora que pueda haber, denominada “omnipotencia suplicante” en vista de su santidad prominente y su incomparable dignidad como Madre de Dios: “Santa María, Madre de Dios”.
Esta oración es perseverante. ¿Qué otra puede serlo más? En el supuesto de que rezáramos sólo un Avemaría por día, ¿cuántas veces durante nuestra vida habríamos pedido a Ella que intercediera por nosotros en la hora de la muerte? ¿Cómo será entonces si rezamos al menos una decena del rosario? ¿Cuánto más si tomáramos la costumbre de rezar uno entero todos los días? ¿Será posible que María Santísima, tan celosa de nuestra salvación, no nos oiga? ¡No, esto es imposible! Se ofenden las promesas, los juramentos de Cristo Nuestro Señor referidos a la oración, así como la bondad y la ternura de su Santísima Madre.
Así pues, tomemos la decisión de rezar todos los días de nuestra vida, con fe, confianza y cuidado renovados, esta oración tan corta pero tan bella y eficaz, el Avemaría. Así obtendremos cada día las gracias particulares que necesitamos y, sobre todo, la gracia necesaria al final de la vida, la mayor de todas, la más importante, la gracia de la perseverancia final.
San Andrés Avelino
Según se cuenta, a la hora de la muerte de san Andrés Avelino, gran siervo de María, su lecho estaba envuelto por más de diez mil demonios; durante su agonía tuvo que trabar contra el infierno un combate tan terrible que causó estupor a los religiosos presentes. Vieron su rostro demudarse hasta quedar lívido; todos sus miembros temblaban, sus dientes rechinaban, las lágrimas corrían por su rostro, dando testimonio del violento asalto que estaba recibiendo. El espectáculo arrancó lágrimas a todos los asistentes, cada uno de los cuales redoblaba sus plegarias y temía por sí mismo, cuando veía a un santo morir de tal manera. Una sola cosa consolaba a los religiosos: el moribundo muchas veces volvía el rostro hacia una imagen de la Virgen, indicando que le pedía auxilio y recordándoles las muchas veces que había dicho en vida que María Santísima sería su refugio en la hora de la muerte.
Por fin, quiso Dios poner fin al combate, otorgando al santo la victoria más gloriosa. La agitación acabó, el rostro del moribundo recobró su serenidad primera; lo vieron permanecer tranquilo, con la mirada fija en la imagen, para inclinarse luego en señal de reconocimiento y expirar dulcemente en brazos de la Santísima Virgen, que tanto había invocado en vida y que venía a hacerle sentir su todopoderosa protección en aquel momento culminante.
Imitemos la devoción de san Andrés Avelino y, como él, en nuestra última hora seremos asistidos y auxiliados por la misericordiosísima Reina de los Cielos.
(Traducido con adaptaciones de “L’Ami du Clergé” nº 39, 23/1/1880)