La joven novicia se sometió, aunque interiormente un poco disconforme. Dudaba de que tan breves oraciones pudieran agradar tanto a la Santísima Virgen…
Los duques Catalina y Rodrigo vivían desconsolados, pues no tenían herederos. Aunque nunca dejaron de invocar a la Reina de la Misericordia, suplicándole un descendiente. Y tanta perseverancia, finalmente, obtuvo su recompensa: en atención a las oraciones, promesas, penitencias e incluso ayunos, la Virgen les concedió una niña muy linda, a la que le pusieron el nombre de Mariana.
Enorme fue la alegría de la corte y del pueblo cuando la pequeña salió a la luz, pero sobre todo cinco días después, cuando se realizó su bautizo con gran pompa en la catedral. Era la fiesta de la Asunción de María y los duques también la consagraron a la Madre de Dios.
El tiempo iba pasando y Mariana crecía en edad y devoción a la Santísima Virgen. Se convirtió en una niña llena de gracia y encanto, obediente a sus padres, inteligente y muy responsable.
Al atardecer solía pasear por el jardín del castillo, donde había una imagen de la Virgen de tamaño natural. Una tarde, mientras rezaba allí en profundo recogimiento, se sintió asuintenmida por una gracia y decidió entregarse por entero en las manos de su divino Hijo: tan pronto como la edad lo permitiera, entraría en una orden religiosa. En prenda de dicha resolución, hizo el firme propósito de, hasta el final de su vida, tejer diariamente una corona de flores y ofrecérsela a Aquella a quien se había confiado.
Cuando ya era una muchachita, Mariana les comunicó a sus padres su deliberación. A pesar de ser hija única, ambos se quedaron muy contentos. Ciertamente que Dios se había reservado para Él a esa joven nacida en circunstancias tan especiales.
Al ingresar en el convento recibió el nombre de sor María del Inmaculado Corazón. Siguiendo con su antigua costumbre, por las tardes recogía flores del jardín y las llevaba a su celda, para que la graciosa imagen de la Madre del Divino Amor, que se había traído de casa de sus padres, nunca se quedara sin su corona de capullos frescos, coloridos y perfumados. A la superiora le pareció bellísimo ese propósito que había hecho en su infancia y le autorizó a que continuara haciéndolo en el seno de la vida comunitaria.
Unos meses más tarde, la Madre la llamó para comunicarle que debía ir a la ciudad sin falta, en compañía de sor Ana de San José, para buscar algunas donaciones. Mal había oído la orden, sor María se estremeció en su interior: el viaje iba a durar varios días, y no podría cumplir el trato que había hecho a la Reina del Cielo…
La bondadosa superiora enseguida se dio cuenta de la aflicción de la novicia e intentó tranquilizarla recordándole que, para una religiosa, la obediencia es más importante que cualquier otro acto de devoción. Y le ordenó que durante el tiempo que estuviera fuera del convento, le ofreciera a la Santísima Virgen, cada día, diez avemarías y cinco padrenuestros, garantizándole que esas oraciones agradarían a la Virgen mucho más que las flores.
La joven se sometió, aunque interiormente un poco disconforme. Dudaba de que tan breves oraciones pudieran agradar tanto a la Santísima Virgen como la sencilla corona que siempre preparaba con tanto cariño y esmero.
A la mañana siguiente, las dos novicias se acomodaron en el carruaje que la hermana ecónoma había contratado y se marcharon. Caía la tarde cuando llegaron a la residencia de un matrimonio de bienhechores donde se iban a hospedar. Nada más entrar en sus aposentos, sor María se arrodilló y rezó las oraciones que había determinado la superiora. Por primera vez dormiría sin haber podido cumplir su promesa…
Una vez terminada su misión, llegó la hora de regresar. Una fuerte tormenta había dejado las carreteras intransitables y se vieron obligados a seguir por un camino secundario, que pasaba por un bosque solitario. En determinado momento del recorrido una de las ruedas del carruaje empezó a chirriar de un modo alarmante y los cocheros tuvieron que detenerse para repararla. Mientras tanto las religiosas aprovecharon ese tiempo para pasear un poco por la floresta. “Quién sabe si encontrarían por allí algunas flores para ofrecérselas a la Virgen”, pensaba sor María…
Pero no se imaginaban lo que les aguardaba… Dos bandidos, famosos por su crueldad, permanecían ocultos en medio de los arbustos esperando una víctima.
Las religiosas iban andando tranquilas, sin sospechar nada, charlando sobre los asuntos más variados. Al acordarse de que no había rezado todavía las oraciones de su obediencia, sor María del Inmaculado Corazón le propuso a su compañera que lo hicieran en conjunto.
Se acercaban sin percibirlo a los malhechores, que seguían escondidos… Pero en el instante en que se disponían a asaltarlas, una visión celestial los detuvo: al lado de las religiosas había una hermosa Señora, llena de luz, que hacía brotar de los labios de sor María una rosa roja o blanca a cada Padre Nuestro y Ave María que rezaba, y las iba recogiendo con sus albísimas manos. Terminadas las oraciones, la regia Dama tejió con esas flores una magnífica corona y desapareció subiendo al Cielo.
Espantados con lo que habían visto y temblando, los ladrones se acercaron a las religiosas y les preguntaron:
—¿Quién era esa Señora más brillante que el sol?
Ninguna de las dos entendió nada… ¿De dónde habían salido esos hombres? ¿De qué estaban hablando? Todavía un poco asustada, sor Ana de San José les respondió que, aparte de ellas y los dos cocheros, no había nadie más en el bosque.
Los bandidos insistían en que habían visto a una radiante Señora al lado de ellas. Entonces, señalando a sor María, explicaron que la Dama retiraba rosas rojas y blancas de su boca, con las que tejió una reluciente corona de flores.
La hermana María comprendió que la Santísima Virgen se había servido de ese medio tan singular para reprender su incredulidad. Contó a los asombrados ladrones la promesa que había hecho, las oraciones que le impuso su superiora y la desconfianza interior con la que acató su orden. La escena a la que ellos habían asistido mostraba que aquellos padrenuestros y avemarías eran acogidos por Ella con más agrado aún que la más bella de las coronas de flores.
Arrepentidos, los bandidos se marcharon rogando a las religiosas que rezasen por ellos, e hicieron el propósito de enmendar su vida.
Al llegar al convento, las dos novicias contaron a las demás hermanas lo que había ocurrido; y entonces decidieron rezar en conjunto, a partir de ese momento, no sólo diez avemarías y cinco padrenuestros, sino el Santo Rosario completo en honor de María Santísima. Así, todos los días, la comunidad ofrecería a la Virgen una corona de flores de inigualable valor.
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