Todo gran artista tiene un sentimiento de especial aprecio por las mejores obras que realiza. Bajo varios aspectos, se siente representado en su creación, viendo en ella trasparecer, en buena medida, sus dotes, su personalidad. Algunos adquieren una tan grande “relación” con sus obras de arte que llegan a experimentar por ellas un sentimiento semejante al de un padre por sus hijos…
Y, a veces, para realzar la originalidad de sus trabajos, acrecientan detalles sorprendentes.
El renombrado Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pintor barroco español, nacido en Sevilla en 1599, es un ejemplo característico de eso. Después de hacer una carrera brillante, en la cual pintó cuadros famosos, encomendados por personalidades como el Papa Inocencio X y el Rey Felipe IV, decidió innovar: se retrató a sí mismo en el acto de pintar su célebre obra Las Meninas. Comentan los especialistas que, coincidentemente, Velázquez juzgaba que ese cuadro era el ápice de su producción.
De hecho, en el mundo de la creatividad artística no faltan espacios para innovaciones.
A este propósito, imaginemos un pintor tomado por un gran deseo: crear una obra de arte modelo, punto de referencia para todas las otras que fuese a producir en su vida. Contemplándola, buscaría la inspiración para pintar las demás. ¡Sería su opera princeps!
Tomaría con certeza todas las medidas para que la materia prima fuese de la mejor calidad posible. Buenos pinceles, tela apropiada para el tipo de pintura, tintas excelentes, un atelier apropiado, mucha luminosidad. En fin, prepararía con esmero ambiente e instrumentos. Y sobre todo, siendo católico, cuando iniciase el trabajo, rezaría pidiendo mucha inspiración. Procuraría dar todo de sí, intentaría manifestar en el lienzo todo el don artístico que sintiese poseer, esforzándose por producir un como que “espejo” de su talento.
Obviamente, cuanto mejor fuese la calidad del artista, más bella sería la pintura.
¿Y, si nuestro pintor imaginario no fuese un simple mortal, sino el propio Supremo Artista? Sí, Dios Nuestro Señor. ¿Qué imagen grandiosa y bella no pintaría él? Y, de hecho, Él la “pintó”, con todo el amor y cariño. Aquella que es su obra-prima entre las meras criaturas: María Santísima, la imagen perfecta de Dios.
En efecto, el gran Santo Tomás de Aquino afirma que en todo el Universo apenas tres criaturas salieron de las manos de Dios con la mayor perfección posible: Jesús- Hombre, la visión beatífica y Nuestra Señora. Todas las demás podrían haber sido creadas de modo más perfecto de lo que fueron.
María es, pues, el modelo de santidad para todos los hombres. Es tan hermosa que todas las demás obras creadas, comparadas a Ella, no son sino borrones, y la primera “pincelada” en su formación fue más primorosa que los últimos retoques de los más excelsos Ángeles y Santos. |
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