¡Paz! Nunca se ha hablado tanto de ella y nunca ha parecido tan distante. ¿Por qué? ¿En qué consiste la verdadera paz? ¿Y cuál es la condición esencial para establecerla permanentemente en el mundo?
Paz! ¡Paz! Pocas palabras como ésta son tan repetidas en nuestros días ante la inclemencia de las guerras, revoluciones, discordias políticas, violencia urbana, desunión familiar y atrocidades provocadas por la incitación al odio étnico.
Todos la desean, de ella mucho se habla y se escribe, por todas partes se proponen medios para lograrla, pero… ¿quién sabe decir con exactitud qué es la paz? Para unos, consiste en la ausencia de cualquier tipo de enfrentamiento, físico o ideológico, incluso si se obtiene a costa de la renuncia a principios morales o a una porción importante de las propias convicciones. Para otros, vivir en paz supone huir de la realidad a la búsqueda de un utópico equilibrio de espíritu, ajeno a lo que pasa a su alrededor. Tampoco faltan los que la identifican con valores parciales, aun siendo nobles, como el silencio, la seguridad o el respeto a la naturaleza.
Es innegable que existe una relación, mayor o menor, de estos conceptos con la paz. Sin embargo, todos se apartan de la esencia de este bien fundamental para la sociedad, al restringir su finalidad y profundidad a la consecución de un legítimo deseo personal.
Ahora bien, “el que no sabe lo que busca, no entiende lo que encuentra”, dice acertadamente el refranero.
¿Qué es la paz?
No existe paz sin el Creador, pues “comporta una exigencia moral; además de esto, tiene relación con Dios: es de orden transcendental y de orden teologal”. “Cristo Rey” – Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, Valladolid (España).
|
Para el cristiano la paz representa mucho más que la simple falta de la lucha armada. “No es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica”,1 recuerda el Concilio Vaticano II.
San Agustín afirmaba, con razón, que era un bien tan noble que aun considerándola tan sólo desde el punto de vista terreno “no solemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor”.2
En la clásica enseñanza de este insigne Padre de la Iglesia, que marcó la teología occidental y resuena en la cristiandad desde hace más de quince siglos, encontramos que paz es la tranquilidad del orden: “La paz del cuerpo es la ordenada disposición y templanza de las partes. La paz del alma irracional, la ordenada quietud de sus apetitos. La paz del alma racional, la ordenada conformidad y concordia de la parte intelectual y activa.
[…] La paz de los hombres, la ordenada concordia. La paz de la casa, la conforme uniformidad que tienen en mandar y obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. […] La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden”.3
Una hermosa imagen del orden —el principal elemento de la definición agustiniana— nos la ofrece la armonía sideral. Los astros, cual incontables joyas refulgentes, llenan la inmensidad del firmamento de manera singularmente ordenada y bella, dándonos la impresión de que en la gigantesca bóveda celeste impera una paz soberana. Y no podía ser de otro modo, pues Dios “hizo sabiamente los cielos” (Sal 135, 5).
Así pues, vemos que cuando el elemento de un conjunto se encuentra en su debido sitio, cumpliendo su finalidad específica y proporcionando a las demás criaturas lo mejor de sí, se origina una armoniosa tranquilidad, fruto de la recta disposición de las cosas según su naturaleza y de acuerdo a un fin determinado.
Por lo tanto, no cualquier tranquilidad merece el nombre de paz, sino sólo la que es consecuencia del orden.
La pseudopaz instaurada a partir de algún desorden, tarde o temprano se derrumbará. Desde el momento en que los seres —cualesquiera que sean— dejan de actuar conforme a las reglas del orden, la paz se desvanece.
En la cuestión de la Suma Teológica dedicada a la paz, Santo Tomás de Aquino muestra cómo ésta está relacionada con el deseo del bien, ya que la ordenación interior del hombre tiende con vehemencia hacia aquello que le trae la felicidad: “La paz verdadera no puede darse, ciertamente, sino en el apetito del bien verdadero, pues todo mal, aunque en algún aspecto parezca bien y por eso aquiete el apetito, tiene, sin embargo, muchos defectos, fuente de inquietud y de turbación.
De ahí que la verdadera paz no puede darse sino en bienes y entre buenos. La paz, empero, de los malos es paz aparente, no verdadera”.4
Puesto que Dios es el único Ser capaz de saciar la apetencia de infinito del hombre, y ya que el orden de la creación ha sido instituido por Él, podemos concluir que no existe paz sin el Creador, pues “comporta una exigencia moral; además de esto, tiene relación con Dios: es de orden transcendental y de orden teologal”.5
La santidad, el medio más eficaz de instaurar la paz
La filial sumisión a los designios de Dios vuelve al hombre de tal forma equilibrado y fortalecido en la virtud que, en consecuencia, lo pacifica todo a su alrededor. Donde está un santo, ahí existe una gran paz, porque él ordena todas las cosas de acuerdo con su estado interior. En efecto, la santidad posee más eficacia en la instauración de la paz que los tratados diplomáticos, casi siempre condicionados todos a una política voluble, inestable y no siempre ordenada. Y los justos desean ser pacíficos por un motivo más elevado: el de ser llamados hijos de Dios (cf. Mt 5, 9).
En su libro Jesús de Nazaret, Benedicto XVI señala que “la enemistad con Dios es el punto de partida de toda corrupción del hombre; superarla, es el presupuesto fundamental para la paz en el mundo. Sólo el hombre reconciliado con Dios puede estar también reconciliado y en armonía consigo mismo, y sólo el hombre reconciliado con Dios y consigo mismo puede crear paz a su alrededor y en todo el mundo”.6
El Señor, en la Última Cena, nos dejó como herencia un don precioso: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy Yo como os la da el mundo” (Jn 14, 27) “La Última Cena” – Catedral de Saint-Martin, Colmar (Francia).
|
En la base de la enseñanza del actual Pontífice se encuentra la repulsa al pecado, el cual excluye cualquier forma de paz. A este propósito, la explicación ofrecida por el Doctor Angélico muestra cómo una falsa paz puede engañar al hombre, si no goza de perfecta unión con Dios: “Nadie pierde la gracia santificante si no es por el pecado, que aparta al hombre del fin debido, prefiriendo sobre él un fin malo.
En este sentido, su apetito, de hecho, no se adhiere principalmente al bien final verdadero, sino al aparente.
Por eso, sin gracia santificante no puede haber paz verdadera, sino sólo aparente”.7
Por lo tanto, el empeño de estar en orden con el Creador es condición esencial de cualquier forma de paz. Sin esto, prevalecen los intereses personales y los egoísmos, fuente de disputas.
1 CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes , n. 78.
2 SAN AGUSTÍN. La ciudad de Dios . l. 19, c. 11.
3 Ídem, l. 19, c. 13.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica , II-II, c. 29, a. 2, ad. 3.
5 HENRY, OP, Antonin-Marcel. Introdução e notas ao Tratado da Caridade . En: Suma Teológica . São Paulo: Loyola, 2004, v.V, p. 406, nota a.
6 RATZINGER, Joseph. Giesù di Nazaret . Cità del Vaticano: Librería Editrice Vaticana, 2007, p. 110.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, c. 29, a. 3, ad. 1. Sergio Hollmann
8 JUAN XXIII. Pacem in terris , n. 165.
9 BENEDICTO XVI. Mensaje en el 20º aniversario del Encuentro Interreligioso de oración por la paz, convocado por Juan Pablo II.
10 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Evangelium Ioannis , c. 14, lect. 7.
11 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica , II-II, C. 29, a. 3.
12 CONCILIO VATICANO II, op. cit., ibídem.
13 PÍO XI. Ubi arcano , 23/12/1922.
14 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica , II-II, c. 29, a. 2, ad. 4.
15 PÍO XI, op. cit., ibídem.
16 SAN EFRÉN DE NISIBI, apud ODEN, Thomas C. (Ed.). La Biblia comentada por los padres de la Iglesia y otros autores de la época patrística. Evangelio según San Lucas. Madrid: Ciudad Nueva, 2006, v. III, p. 82.
17 PÍO XI, op. cit., ibídem.
18 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Opus justitiæ pax . En: O Legionário . São Paulo. N. 434. (5/1/1941); p. 2
19 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Justitia et pax . En: O Legionário. São Paulo. N. 517. (9/8/1942); p. 2
Paz del mundo, paz de Cristo
La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). San Agustín, cuando comenta esta frase de Jesús, subraya la distinción entre la verdadera paz, dada por el divino Maestro, y la paz del mundo.
“Y añade el Señor: ‘No os la doy Yo como os la da el mundo'.
¿Qué sentido tienen estas palabras? El siguiente: Yo no os la doy como los hombres que aman al mundo. Éstos ofrecen la paz, en efecto, a fin de gozar —libres de preocupaciones, de juicios y de guerras— no de Dios, sino del mundo, al cual han entregado su afecto. La paz que ofrecen a los justos, cesando sus persecuciones, no es una paz verdadera, porque no hay verdadera concordia donde los corazones están separados.
“Llamamos consortes a quienes unen su suerte; del mismo modo, quienes unen sus corazones deben llamarse concordes. A nosotros, hermanos carísimos, Jesucristo nos deja la paz y nos da su paz, no como el mundo, sino como Aquel que ha creado al mundo. Él nos da la paz para que haya acuerdo entre todos, para que estemos unidos en el corazón y así, poseedores de un solo corazón, lo elevemos a lo alto sin dejarnos corromper en la tierra”.
(SAN AGUSTÍN. En: Evangelium Ioannis, t. 77, c. 5).