Las cruces de la convivencia

Publicado el 03/08/2019

En el trato con las personas, una palabra, una mirada, un gesto, pueden contribuir para el progreso o decadencia en la vida espiritual. Así, soportando los pequeños padecimientos del relacionamiento humano, colaboramos con la obra de la Redención a la cual misteriosamente, Nuestro Señor quiso, asociarnos.

 


 

Tenemos aquí una de las admirables páginas de San Luis María Grignion de Montfort1 en la que realza el valor de la persona que abraza verdaderamente la cruz.

 

Llevar la cruz con alegría, ardor y coraje

 

“Tollat crucem suam” (Mt 16, 24): que cargue su cruz. Suam, la suya propia! Que ese hombre, que esa mujer excepcional “de ultimus finibus pretium ejus” –que toda la Tierra de un extremo al otro no alcanza a pagar (Prov 31, 10) – tome con alegría, abrace con entusiasmo y lleve en sus hombros con valentía su propia cruz y no la de otros:

 

La cruz, que mi sabiduría le fabricó con número, peso y medida (Sab 11, 20); su cruz, cuyas dimensiones –espesor, longitud, anchura y profundidad (Ef 3, 18) tracé con mi propia mano con perfección extraordinaria;

 

Su cruz, que le he labrado con un trozo de la que llevé al Calvario, como fruto del amor infinito que le tengo;

 

Su cruz, que es el mejor regalo que puedo hacer a mis elegidos en este mundo;

 

Su cruz, constituida en cuanto a su espesor, por la pérdida de sus bienes, las humillaciones, menosprecios, dolores, enfermedades y penalidades espirituales, que –por permiso mío– les sobrevendrán día tras día hasta la muerte;

 

Su cruz, constituida en cuanto a su longitud, por una serie de meses o días en que se verán abrumados de calumnias, postrados en el lecho, reducidos a mendicidad, víctimas de tentaciones, abandonos y otras penas del espíritu;

 

Su cruz, conformada en cuanto a su anchura, por el trato más duro y amargo de parte de sus amigos, servidores o familiares;

 

Su cruz, conformada, por último, en cuanto a su profundidad, por las penas más ocultas con que les atormentaré, sin que logren hallar consuelo en las criaturas, las cuales, por orden mía, les volverán la espalda y se unirán a mí para hacerles sufrir.

 

Nuestro relacionamiento con los otros

 

Tal es el valor de quien acepta cargar la propia cruz, que es necesario ir hasta los confines del universo para encontrar una persona que valga tanto. Todo el oro de la Tierra no alcanzaría para pagar una persona así.

 

Realmente, la obra prima de Dios en el universo es la persona que carga la cruz. Cruz compuesta del llevar todo el sufrimiento que comporta el cumplimiento perfecto de la Divina Voluntad a nuestro respecto. Éste es el peso de nuestra Cruz. Por lo tanto, una persona capaz de hacer esto, tiene un precio que todo el oro, toda la plata, todos los tesoros del mundo serían insuficientes para pagarlo.

 

Luego, una persona, por menos dotada que sea, aunque valga poco y sea una nulidad desde el punto de vista humano, si carga con su cruz, no hay oro en el mundo entero que tenga tanta valía cuanto esa persona.

 

De ahí proviene el hecho por el que debemos alegrarnos tanto, cuando vemos a alguien progresar en esa aceptación de la cruz, pues cada vez crece en la identificación con ese ideal de valer más que todo el oro del mundo.

 

¿En la vida cotidiana, tenemos eso bien presente?

 

Cada alma, está a todo momento progresando o decayendo, subiendo o bajando, aunque sea un poco. Si cada vez que tratásemos con alguien, tuviésemos esto completamente en vista y de modo consciente: Cualquier palabra que yo diga en ese momento, puede aumentar ese tesoro y hacerlo más magnífico; cualquier omisión mía, puede hacer que es tesoro sea menos espléndido; cualquier palabra equivocada por mi parte, puede arrancar algo de valor de ese tesoro. Si tuviésemos eso bien presente, ¿no es verdad que nuestro vivir sería completamente diverso?

 

También sería un existir con mucho más sabor, mucho más interesante. Porque entonces, veríamos nuestro relacionamiento como una especie de prodigiosa participación, en la cual cada uno de nosotros tiene en relación al otro, un papel, una tarea, una misión individual.

 

En todo momento podemos estar, en relación con determinada alma, haciéndola progresar o decaer. Si cada uno tuviese la intención de hacer todo el bien posible al alma del otro, sin duda lo realizará. Esa es la pura verdad. Porque ¡la capacidad de comunicar y de incendiar del entusiasmo es enorme! A veces, basta una palabra, una mirada, una actitud, una mayor simpatía para ayudar a progresar a un alma. Alguien podrá decir: “Ya lo intenté con varias personas y muchas veces, y no conseguí nada”.

 

Respondo: Es verdad, pero no importa. Continúe haciéndolo, porque llegará un día en que el peso de todo lo que se realizó y no sirvió de nada, Nuestra Señora lo hará fructificar por medio de la palabra de otro. Entonces, el mérito de lo que yo pueda haber dicho, florecerá de repente.

 

Es decir, absolutamente no perdí el tiempo golpeando la puerta, atrayendo, apagándome cuando notaba estar siendo molesto. De todo esto, no habré perdido nada, porque glorifica a Nuestra Señora y queda inscrito en el libro de la vida para el bien de mi alma.

 

Virgen de la Esperanza – Iglesia de Santiago,

Perpiñán, Francia.

En cierto momento, aquél que fue objeto de mis esfuerzos, recibe, por el ministerio de otro, una gracia que va a conmover su alma y convertirla. Esa gracia llegó, en gran medida, a causa de todo cuanto hice, perseverantemente, para conseguir la salvación de esa alma.

 

¿Cómo hacer continuamente el bien al alma de otro?

 

Aquí adquiere gran valor la teoría de los pequeños sacrificios de Santa Teresita del Niño Jesús. Porque eso, en sí mismo, no cuesta tanto, al menos considerada alma por alma. Son sacrificios minúsculos como por ejemplo una acogida afable, mediante la cual, el otro perciba nuestra afinidad con él por los lados buenos. Simplemente eso ya puede hacer un bien enorme.

 

O entonces, un pequeño favor, o una pequeña atención, como dirigir la palabra a alguien cuando se nota que aquél está sin conversación. En fin, cualquier cosa así.

 

Entre tanto, esa preocupación de continuamente estar haciendo el bien al alma de otro, o muy delicadamente, estar reprimiendo el mal en el alma de este o aquél, es de un valor incalculable.

 

Reprimir los defectos de los otros, no consiste, necesariamente, en empuñar un látigo contra ellos. Eso puede ser eficaz cuando tratamos con los hijos de la Revolución, enteramente entregados al mal. Pero no contra los hijos de la Contra-Revolución.

 

Refrenar los defectos ajenos, no consiste, principalmente, en decir algo cuando estamos irritados. Porque el verdadero celo apostólico, produce necesariamente frutos de paz. Incluso cuando origina una palabra inflamada, ésta sale sin la irritación y la vibración sensible, característica del amor-propio herido. Donde entra ese tipo de excitación, el celo está conjugado con algo que no es celo. Y la parte dinámica no está en el celo, sino en ese otro elemento en el cual entró el egoísmo.

 

El puro amor de Dios, no llevaría a actuar con impaciencia. En la convivencia entre los hijos de la luz, sólo tenemos el derecho de castigar a las almas que estén abiertas al castigo. Esas sí, recibirán con rectitud y con avidez la reprensión.

 

Por lo tanto, no debemos actuar como si cogiésemos una res y la marcásemos con hierro al rojo: ¡garroteamos y metemos la marca! Absolutamente no se hace eso.

 

¿Cómo castigar? En el trato con la persona, se debe hacer el vacío en torno a los defectos, de manera que tales imperfecciones no tengan la menor acogida por nuestra parte. Las cualidades, sí, pero los defectos no. El individuo así tratado, percibe que por una parte es atraído, pero por otra, hay una zona de vacío y silencio.

 

Santa Teresita del Niño Jesús preparando

las hostias para la Misa

Ese trato, causa en la persona, una cierta sensación de malestar, pero en el fondo, es benéfico porque aparta lo que es malo y da dinamismo a lo que hay de bueno en ella.

 

El modo con que el Dr. Plinio saludaba a las personas

 

En cierta ocasión, una persona me decía no comprender por qué se formaba un remolino de gente para saludarme, cuando yo salía de alguna de nuestras sedes. Se preguntaba cuál era el beneficio que un saludo tan fortuito podía hacer.

 

No quise decir nada, pero tengo una cierta experiencia, y por eso, al saludar a cualquiera, presto mucha atención en la persona, tengo en vista el estado de su alma y deseo su santificación. Un saludo así, incluso siendo un relacionamiento muy fugaz, es suficiente para hacer un bien. El alma queda libre de rechazarlo y dejarlo caer al suelo, pero, por lo menos, las que quieran, algo aprovechan.

 

Por ejemplo, al saludar a una persona, internamente debemos tener presente sus lados buenos, considerando cómo sería si fuese santa; creo que eso ya sería suficiente para hacerle un bien considerable.

 

Esas son las mil pequeñas cosas que hacen, que a todo momento, podamos estar mejorando o empeorando un ambiente. A pesar de que para nosotros eso constituya una cruz, alivia la cruz de los otros.

 

No se trata de una amabilidad humana, laica, con la mano extendida al modo de una campaña electoral. Sino de una impostación espiritual, teniendo la idea de cómo es aquella alma, amándola por eso que en parte ya tiene de bueno, y por aquello a lo que está llamada a ser. ¡Sería una cosa maravillosa!

 

Nuestro Señor quiso asociar nuestros sufrimientos a su misión redentora

 

Alguien podría objetar: “¿Por qué Ud. dice con tanto énfasis algo que es tan conocido?”.

 

Porque son aquellas verdades más conocidas y fundamentales las que debemos amar con mayor entusiasmo. Por eso tengo ese ardor y esa alegría en constatar que eso es así, y ver la belleza del orden de las cosas puesta por Dios y auxiliada continuamente por Nuestra Señora con sus oraciones.

 

Por ejemplo: Algunas personas, están dotadas con un genio muy fácil, otras no. Conforme sea el temperamento, eso es más difícil, lo comprendo perfectamente, pero también hay más mérito. Sin duda, eso es más meritorio en una persona de mal genio que en alguien con un temperamento más apático. Lo reconozco y le hago el homenaje. Pero hagámoslo así y será un gaudio, semejante al trato que hay entre los ángeles en el Cielo. Ese es el valor de quien carga su cruz.

 

San Luis dice que Nuestro Señor Jesucristo prepara la cruz de cada uno con cuenta, peso y medida, tallada en madera de la propia Cruz de Él. ¡Es una linda metáfora!

 

Nuestro sufrimiento, aceptado por amor al Redentor, es una especie de complemento de los padecimientos de Él en el Calvario. Por una misteriosa disposición de la Providencia – si bien el sufrimiento de Nuestro Señor Jesucristo tenga un valor infinito y una sola gota de la Sangre de la circuncisión habría sido suficiente para redimir a todos los hombres –, Él quiso derramar toda su Sangre. Más aún: quiso asociar, de alguna manera, el sufrimiento de los hombres a su misión redentora. De este modo, nuestros sufrimientos son un prolongamiento de los suyos, nuestra cruz, un prolongamiento de su Cruz.

 

(Extraído de conferencia de 5/8/1967)

 

1) Carta Circular a los Amigos de la Cruz, nº18.

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