Locura de amor por Dios

Publicado el 03/06/2015

 

El ejemplo de “Juan Pecador” continúa más vivo que nunca en nuestros días, pues en su heroico testimonio “brillaron valores humanos y cristianos que, aún hoy, se revisten de una importancia fundamental”.

 


 

En su primera carta a los Corintios, el Apóstol subraya que el lenguaje de la Cruz de Cristo “es una locura para los que se pierden” (1 Co 1, 18). Pues el hombre puramente natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios, que considera un disparate (cf. 1 Co 2, 14).

 

Pero a menudo, en su sabiduría divina, el Paráclito nos pide que adoptemos ciertas actitudes que para los ojos humanos son vistas como delirantes, exigiéndonos una sumisión a Dios sin reservas y un completo olvido de sí mismos. Esta realidad está muy bien expresada en la piadosa súplica hecha en una conocida Consagración al Espíritu Santo: “Que mi amor a Jesús sea perfectísimo, hasta llegar a la completa enajenación de mí mismo, a aquella celestial demencia que hace perder el sentido humano de todas las cosas, para seguir las luces de la Fe y los impulsos de la gracia”.1

 

Esa fue justamente la generosidad de alma, limítrofe con lo desconcertante, que la Providencia le pidió a un joven portugués llamado Juan Cidade Duarte. Tras una vida llena de aventuras, siempre en busca de un ideal, encontró a Jesús en los más necesitados y, con el corazón apasionado por Cristo, se hizo el “loco” por los enfermos, pobres y desvalidos.

 

Huída de la casa paterna

 

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Cuando volvió encontró al niño resplandeciente y en su mano tenía una granada sobre la cual relucía una cruz.

“Vida de San Juan de Dios” Hospital San Juan de Dios, Granada (España).

De su infancia se conoce muy poco. Nació en la región del Alentejo, en la ciudad de Montemor-o-Novo, el 8 de marzo de 1495. Era el único hijo del matrimonio André Cidade y Teresa Duarte. En ese hogar modesto y hondamente piadoso, sacó dos cosas que marcaron su vida: una profunda devoción a la Madre de Dios y la liberal hospitalidad concedida con frecuencia a los peregrinos.

 

Un día de 1503, el niño, con tan sólo ocho años de edad, se escapóde casa, dejando consternados a sus padres, que nunca más supieron nada de él… En los relatos de su vida no hay una explicación a tan inusitada actitud. Únicamente se sabe que fue acogido cariñosamente en el pueblo toledano de Oropesa, España, por Francisco Cid Mayoral (apellido, este último, que bien pudiera ser confundido con el cargo que éste tenía en la casa del conde de Oropesa).

 

Allí trabajó en las labores del campo y como pastor.

 

En la sosegada función pastoril, Juan llegó hasta la edad adulta. El efecto de las largas jornadas que había pasado en la contemplación de las bellezas naturales tuvo que verse reflejado en su fisonomía. Dos ojos oscuros y penetrantes revelaban el profundo pensamiento de un alma manifiestamente religiosa, acostumbrada a meditar en las maravillas de Dios y dejarse asumir enteramente por ellas.

 

Se diría que en su espíritu había una mezcla de teólogo y místico: al mismo tiempo razonaba y “veía”.

 

De pastor a soldado

 

De tal forma Juan Cidade era estimado en la casa del mayoral que éste le ofreció a su hija en matrimonio. Juan rechazó tan ventajosa propuesta y se alistó, en 1522, en las tropas españolas enviadas a defender Fuenterrabía. Sentía en sí el deseo de grandes horizontes, ansiaba heroicas aventuras con las cuales satisfacer el ardor de su corazón idealista. Cuando regresó del frente aún se quedó algunos años más en Oropesa.

 

Pero ya no era el pastor inexperto de otrora: se había encontrado, en los caminos, con numerosos enfermos, pobres y mutilados que sucumbían por falta de alguien que cuidase de ellos. Condolido con estas desgracias, no conseguía continuar en la monotonía de la experiencia campestre. Sin embargo, aún no veía con claridad el rumbo que tomaría su vida, y volvió a alistarse, en 1526, en una nueva campaña militar, esta vez contra las fuerzas otomanas que asediaban Viena.

 

Con la victoria, Europa quedó libre de la amenaza turca y los voluntarios fueron licenciados del servicio. Juan Cidade resolvió entonces dirigirse a Portugal con el fin de volver a ver a sus padres, tras más de veinte años de ausencia. No obstante, cuando llegó a su ciudad natal, sólo se encontró a un anciano tío. Su madre había fallecido poco después de su salida de casa, llena de disgusto por su desaparición, y su padre había ingresado en un convento franciscano, donde no tardó mucho en fallecer. Eso le causó un enorme sentimiento de culpa en su alma.

 

Al ver rotos los últimos vínculos con el pasado, su alma idealista y osada le llevó a optar nuevamente por la vida castrense. Se fue a Gibraltar y de ahí se embarcó para Ceuta. Con todo, la estancia en África fue breve. Las circunstancias de la región y las del ejército mismo hacían extremadamente penosa su perseverancia en la Fe. Aconsejado por un sacerdote franciscano, regresó enseguida a España.

 

La voluntad de Dios: “¡Granada será tu cruz!”

 

De nuevo en Gibraltar, Juan Cidade suplicaba a Dios que diese un sentido a su errante vida. “Señor […], tened por bien enseñarme el camino que he de seguir, a fin de serviros y ser para siempre vuestro esclavo” 2, rogaba arrodillado ante Jesús Crucificado. Era el año de 1535. Juan había llegado ya a los 40 años de edad y aún no conocía la voluntad divina a su respecto.

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Dos ojos oscuros y penetrantes revelaban el profundo pensamiento de un alma manifiestamente religiosa.

Tras haber realizado diversos trabajos sueltos, se hizo librero ambulante. Se cuenta que cierto día cuando cruzaba un territorio deshabitado vio a un niño solitario, descalzo, destrozando sus pequeños pies en las piedras del camino. Quiso ofrecerle sus propios zapatos, pero éstos le quedaban enormes… Entonces se lo llevó en sus espaldas durante un largo trecho y, cuando llegaron a una fuente, puso al pequeño a la sombra de un árbol y fue a buscar agua. Cuando volvió se lo encontró resplandeciente y en su mano derecha tenía una granada abierta sobre la cual relucía una cruz. 3

 

Extendiéndole la fruta, exclamó:

 

— Juan de Dios, ¡Granada será tu Cruz!

 

Y diciendo esto, el niño desapareció… Juan Cidade vio en esas palabras la respuesta a sus oraciones: la voluntad de Dios conduciéndole hasta Granada.

 

Conversión radical

 

Habían pasado algunos meses en la tranquila actividad de librero cuando, en la fiesta de San Sebastián, el 20 de enero de 1537, fue asistir a la Misa que celebraba San Juan de Ávila, el Apóstol de Andalucía.

 

En el sermón, el famoso predicador discurrió ardorosamente sobre la penitencia, el heroísmo del martirio, la entrega total a Dios y la inmolación del propio cuerpo para proclamar la verdad de Cristo.

 

Estas santas palabras penetraron a fondo en el alma de Juan Cidade. Comprendió lo vacío que habían estado de buenas obras sus cuarenta años de vida y, cuando terminó la Eucaristía, pedía perdón por sus pecados a gritos, golpeándose y rasgándose su propia ropa, como signo de arrepentimiento.

 

Alguien lo llevó hasta el santo predicador, con quien se confesó, y le expuso la situación de su alma. Al discernir en el penitente las señales de una gran vocación, el P. Ávila lo tomó como hijo espiritual, diciéndole: “Animaos mucho en Nuestro Señor Jesucristo, y confiad en su misericordia, porque Él llevará a buen término la obra que ha comenzado. Sed fiel y constante en aquello que empezasteis”.

 

Saliendo de allí confortado, comenzó a penitenciarse públicamente. Fueron varios días en los que adoptó actitudes tan extrañas para aquella gente de Granada, que lo insultaban, agredían y despreciaban como a un loco. En esas manifestaciones de repudio sentía mucha consolación, recordando los sufrimientos de Jesús en la Pasión. Se deshizo de todos sus libros, muebles e incluso de su vestuario, y andaba por las plazas públicas gritando, mortificándose, besando el suelo lleno de barro y pidiendo perdón por sus pecados, haciéndose el loco, por la locura de la Cruz.

 

Escenas idénticas se repitieron en los días siguientes. Para los habitantes de aquella ciudad, no existía ninguna duda: Juan Cidade había perdido el juicio. “Como tenía tanta habilidad en simular su locura, casi todos lo tenían por loco”, sintetiza su primer biógrafo. Lo internaron, por tanto, en el Hospital Real, donde vivían en lamentable promiscuidad deficientes mentales, mendigos y enfermos desamparados.

 

Empieza el ejercicio de su vocación

 

La principal “medicina” que se le aplicaba a los locos en esa época eran latigazos y esposas… “para que, con el dolor y el castigo, perdieran la furia y volviesen en sí”. Eso hicieron con San Juan de Dios: atado de pies y manos, era azotado sin piedad.

 

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En su corazón había nacido el anhelo de tener un hospital donde pudiese recoger a los pobres desamparados y faltos de juicio.

“San Juan de Dios” – Catedral de Lima.

El santo sufría todo con resignación e incluso con alegría, por amor a Cristo Flagelado. Sin embargo, cuando presenciaba idénticas brutalidades contra los demás enfermos, protestaba de modo vehemente, vituperando a los “enfermeros” con indignación. En represalia, ellos le redoblaban los castigos.

 

Después de varios días, juzgó llegado el momento de salir de tal situación y pasó a dar muestras de estar tranquilo y dueño de sí. “Poco a poco, todos empiezan a descubrir en el penitente voluntario una claridad interior que no se parecía en nada con la negra locura que le atribuían”. 4 Lo liberaron de las esposas y le dejaron circular libremente por el edificio, donde cuidaba a los enfermos con cariño y bondad, y se encargaba de las tareas más arduas.

 

En su corazón había nacido con fuerza un anhelo: “Jesucristo me conceda tiempo y me dé la gracia de tener un hospital, donde pueda recoger a los pobres desamparados y faltos de juicio, y servirlos como deseo”.

 

El primer hospital: 46 camas de viejas esteras

 

Reflexionando sobre la necesidad que había que la Iglesia tuviera una congregación dedicada especialmente al cuidado de los enfermos, Juan Cidade decidió tomar la iniciativa. Consiguió fácilmente autorización para salir del Hospital Real, donde ya no sólo era considerado curado, sino visto con admiración. Enseguida, por consejo del P. Ávila, fue de peregrinación al santuario mariano de Guadalupe, en Extremadura, deseoso de pedir la protección de María Santísima para su gran misión.

 

Recorrió a pie y descalzo los 400 km de camino. Llegó allí tan andrajoso que el sacristán, desconfiando de que se tratara de un ladrón a la espera de una oportunidad para robar alguna joya de la imagen sagrada, decidió expulsarlo del recinto a patadas. Pero cuando iba a darle el primer golpe, su pierna se quedó paralizada y sin vida. Condolido de su aflicción, el santo rezó junto con él a la Virgen, que le obtuvo en ese mismo instante su curación.

 

Tras unas semanas en recogimiento, emprendió el viaje de vuelta a Granada, donde llegó a finales de 1539. A falta de mejor recurso, empezó por juntar y vender haces de leña.

 

Con el dinero que obtenía, ofrecía alimento y ropa de abrigo a los necesitados que deambulaban por la noche por las calles de la ciudad.

 

Aunque hacía de todo para pasar desapercibido, atrajo la admiración de numerosas personas, las cuales le daban generosos donativos. De este modo consiguió alquilar una pequeña casa en la que instaló su primer hospital: 46 camas de viejas esteras, equipadas con mantas usadas. Allí llevó a los enfermos y desamparados que encontraba. Durante el día cuidaba de ellos y vendía haces de leña; por la noche, recorría la ciudad pidiendo limosna.

 

Juan Cidade se convierte en Juan de Dios

 

El número de carentes, no obstante, aumentaba en proporción mayor que la de los recursos. La situación se agravó cuando un incendio destruyó el Hospital Real. Para compensar esta pérdida, las miradas se volvieron hacia San Juan de Dios. El Arzobispo de Granada abrió, con un considerable donativo, una suscripción, a la que adhirieron otras numerosas personalidades, haciendo posible que se comprara un antiguo convento carmelita, donde se instaló su nuevo hospital, con doscientas camas y un gran albergue nocturno.

 

Por esa ocasión, se juntaron al santo sus dos primeros discípulos: Antonio Martín y Pedro Velasco, antiguos enemigos reconciliados y convertidos por él. Sin darse cuenta había comenzado la fundación de una orden religiosa…

 

Un día, fue a visitar al presidente de la Real Cancillería de Granada, Mons. Sebastián Ramírez de Fuenleal, Arzobispo de Tuy. Éste le preguntó cómo se llamaba.

 

— Juan Cidade. Pero el nombre que más merezco es Juan Pecador. De hecho, era así como acostumbraba llamarse.

 

El arzobispo quiso saber entonces, qué nombre le había dado aquel Niño resplandeciente de luz que lo había mandado a Granada.

 

— Me llamó Juan de Dios.

 

— Pues que sea ese tu nombre, concluyó el prelado. Y le proporcionó un traje adecuado: un hábito compuesto de tres piezas —camisa, pantalón y capa—, en honra de la Santísima Trinidad.

 

“Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo”

 

Juan de Dios recurría incesantemente a los ricos y a los hidalgos, y recibía considerables sumas, las cuales eran insuficientes para las despensas, ya voluminosas. Su caridad le llevó a acumular deudas. ¿Cómo saldarlas? Aconsejado por el Arzobispo de Granada, Mons. Pedro Guerrero, se dirigió a Valladolid, donde se encontraba la Corte Real, para solicitar auxilio al soberano y a los grandes de la nobleza.

 

Emprendió el viaje de casi mil cuatrocientos kilómetros, ida y vuelta, una vez más a pie. Regresó meses después, con los recursos imprescindibles, pero depauperado y enfermo.

 

A pesar de su resistencia en abandonar a los pobres y enfermos, dejó el hospital en las manos de Antonio Martín, recomendó a sus hijos espirituales la práctica de la humildad y el amor a los pobres, y dejó que le trasladaran a la casa de los Pisa- Osorio, en obediencia a la determinación del arzobispo.

 

Allí asistió a su última Misa, celebrada por el propio prelado y recibió los últimos Sacramentos. El mismo arzobispo le prometió también que saldaría las deudas y cuidaría de la continuidad de su obra.

 

Al anochecer, después de oír la lectura de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, pidió que lo dejaran a solas. Sus anfitriones respetaron ese deseo, manteniendo, no obstante, la puerta entreabierta. Durante toda la noche le oyeron susurrar oraciones.

 

En los primeros albores del 8 de marzo de 1550 —cuando había cumplido 55 años de edad—, se levantó de su cama, se puso de rodillas, abrazó un crucifijo y pronunció con voz fuerte sus últimas palabras: “Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo”. Y así murió, permaneciendo su cuerpo inerte de rodillas, mientras un suave perfume inundaba la habitación.

 

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Hospital San Juan de Dios, en Granada, y la habitación de la Casa de los Pisa donde falleció el santo.

 

Ejemplo para nuestros días

 

La semilla plantada por San Juan de Dios enseguida germinó y fructificó. En 1586, San Pío V erigía la Orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, cuyos miembros continuaron la maravillosa obra de caridad cristiana de su fundador, por los cuatro rincones del mundo. Hoy, muchos de los más de doscientos hospitales de la Orden, que atienden a centenas de miles de enfermos, son considerados modelo en su género, incluso desde el punto de vista médico.

 

El ejemplo de “Juan Pecador” —proclamado por León XIII patrón de los enfermos y hospitales, juntamente con San Camilo de Lelis— continúa más vivo que nunca en nuestros días, pues en su heroico testimonio “brillaron valores humanos y cristianos que, aún hoy, se revisten de una importancia fundamental” 5, como afirma el Arzobispo emérito de Évora.

 

En esos valores, añade, “está el camino de superación de muchas crisis actuales provocadas por egoísmos y concepciones de vida cerradas en los estrechos y falsos límites del placer material”.6

 

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