los dogmas marianos luz para la iglesia

Publicado el 10/29/2013

 

 

Tras la Ascensión del Señor al Cielo, le correspondió a los Apóstoles, ya transformados por las gracias de Pentecostés, la misión de instruir a los hombres en la Buena Nueva.

 


 

Así lo hizo Felipe, por ejemplo, cuando, impelido por el Espíritu Santo, se acercó al extranjero que leía un pasaje de Isaías y le preguntó: “¿Entiendes lo que estás leyendo?”. Y él respondió: “¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica?” (Hch 8, 31). Entonces Felipe, “tomando pie de ese pasaje, le anunció a Jesús” (Hch 8, 35).

 

En efecto, al ser la Palabra de Dios expresada con las limitaciones propias al leguaje humano, y estando nuestras mentes siempre sujetas a errores, era inevitable que surgieran dudas y dificultades en la comprensión del sagrado depósito de la Fe, dando origen a las más variadas interpretaciones. Incluso porque en la Sagrada Escritura, según escribe San Pedro a propósito de las cartas paulinas, “hay ciertamente algunas cuestiones difíciles de entender, que los ignorantes e inestables tergiversan como hacen con las demás Escrituras para su propia perdición” (2 Pe 3, 16).

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Tras la Ascensión del Señor al Cielo, le correspondió a los Apóstoles, ya transformados por las gracias de Pentecostés, la misión de instruir a los hombres en la Buena Nueva.

“Jesús predica en la Sinagoga” – Iglesia de la Sinagoga, Nazaret (Israel), y “San Felipe bautiza un etíope” – Parroquia de San Patricio, Roxbury (Estados Unidos)

 

 

 

Por lo tanto, Jesús quiso instituir un Magisterio vivo, confiado al Papa y a los obispos, sucesores de los Apóstoles, con el fin de que “todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera ínte gro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones”1, dándole la posibilidad de practicar la Fe auténtica sin error.2

 

A ese Magisterio vivo, y sólo a él, le corresponde “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida”;3 y su carácter infalible se verifica al definir, por singular asistencia del Espíritu Santo, doctrinas en materia de fe y moral, sea a través del Papa, pronunciándose ex cathedra , o del Colegio Episcopal “cuando ejerce el supremo Magisterio en unión con el sucesor de Pedro”.4

 

En este contexto encajan las definiciones dogmáticas en las que “el Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo”5 y le propone al pueblo cristiano una verdad que debe ser aceptada con adhesión irrevocable de Fe. Lejos de tratarse de imposiciones arbitrarias, “los dogmas son luces que iluminan el camino de nuestra fe y lo hacen seguro”.6

 

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Magisterio y fervor popular

 

Los sucesores de los Apóstoles no son únicamente maestros, también son pastores; así pues, sus enseñanzas tienen por objetivo intervenir en el orden concreto de los hechos. Por eso, “insisten más en un punto o en otro, desarrollan más una materia, enriquecen de preferencia otra, con nuevas enseñanzas y nuevas leyes, todo bajo el influjo de lo que le va pidiendo la solicitud pastoral a la vista de las diversas vicisitudes por las que va pasando el género humano a lo largo de la Historia”.7

 

En este sentido, enseña San Agustín: “Porque muchas cosas que pertenecen a la Fe católica, cuando los herejes, con su cautelosa y astuta inquietud, las turban y desasosiegan, entonces, para poderlas defender de ellos, se consideran con más escrupulosidad y atención, se perciben con mayor claridad, se predican con mayor vigor y constancia, y la duda o controversia que excita el contrario sirve de ocasión propicia para aprender”.8

 

Sin embargo, existe un motor aún más dinámico que el de las herejías en el desarrollo de la Fe: es el amor del pueblo fiel que, inspirado por el Espíritu Santo impulsa a sus Pastores a explicitar determinados aspectos de la Revelación. Por lo tanto, las nuevas definiciones dogmáticas no han nacido de frías consideraciones doctrinales, sino que provienen de las legítimas necesidades y deseos del Pueblo de Dios.

 

La proclamación de los dogmas marianos son bellos testimonios de la imbricación entre el Magisterio vivo y el fervor de los fieles, desde los primeros siglos del cristianismo. El surgimiento de las primeras herejías y la irrupción de amor a la verdad que se alzó contra ellas daría una oportunidad única al desarrollo de la doctrina cristiana, fomentando la reflexión teológica y propiciando las intervenciones del Magisterio de la Iglesia, vigilante salvaguarda de la Fe.

 

La historia de la definición de la maternidad divina y de la virginidad perpetua de María Santísima como verdades de Fe son dos magníficos ejemplos de esa realidad.

 

Maternidad divina

 

Entre las innumerables lecciones otorgadas a los hombres por la Historia, hay una de importancia capital: la forma más eficaz de combatir una verdad no siempre consiste en propagar el error opuesto, sino en exagerar alguno de sus aspectos. Se constata esto cuando se analiza el movimiento pendular de las herejías de los primeros siglos, las cuales, bajo las apariencias de celo y pía defensa de la ortodoxia, se sucedían los extremismos más heterodoxos, igualmente distantes del equilibrio de la Fe. Es lo que sucedió, por ejemplo, con la herejía que dio ocasión a la definición del primer dogma mariano.

 

Se extendía en el siglo IV un terrible error cristológico difundido por Apolinar, obispo antiarriano de Laodiceia que, alegando la necesidad de salvaguardar la unidad de Cristo con Dios terminó por amputarle la naturaleza del hombre, negando la existencia del alma humana en el Verbo Encarnado. Contra los apolinaristas —término por el que fueron conocidos los seguidores del heresiarca— se levantó Nestorio, Patriarca de Constantinopla, que defendía la integridad tanto de la naturaleza humana como de la divina, pero afirmaba un error opuesto: ambas eran tan completas que formaban dos hipóstasis independientes, dos personas unidas de manera extrínseca y accidental.

 

Así pues, Cristo sería Dios y hombre, pero no en el sentido católico de la unión hipostática del Verbo con la humanidad, sino que estaría formado por un compuesto de dos personas distintas, y sólo habría entre ellas una unión moral.9 Esta doctrina comportaba un gran corolario: María no era Madre de la persona divina, únicamente de la naturaleza humana de Cristo. Por lo tanto, debería ser llamada Khristotókos (Madre de Cristo) y no Theotókos (Madre de Dios).

 

Tal afirmación lesionaba tanto las enseñanzas de los Padres como la piedad de los fieles, cuya indignación ante las proposiciones de Nestorio no fue pequeña.

 

En efecto, desde los primeros tiempos de la literatura cristiana aparecen claros precedentes de la doctrina establecida por el dogma. En los escritos de San Ignacio de Antioquía, que fue discípulo del apóstol Juan, encontramos expresiones como éstas: “Porque nuestro Dios, Jesucristo, ha sido llevado en el seno de María, según la economía divina, nacido ‘del linaje de David’ y del Espíritu Santo”10; “He constatado que sois perfectos en la fe inmutable. […] Estáis plenamente convencidos de que el Señor es verdaderamente de la descendencia de David según la carne, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios, nacido verdaderamente de la Virgen”.11

 

En un sentido análogo se pronuncia San Irineo, en el siglo II, cuando atribuye a la misma Persona la generación eterna y temporal, acentuando la unidad personal de Cristo, Verbo de Dios e Hijo de María: “Por tanto, el Hijo de Dios nuestro Señor, es Verbo del Padre y, al mismo tiempo, Hijo del hombre, que de María, nacida de las criaturas humanas y Ella misma criatura humana, tuvo nacimiento humano, haciéndose Hijo del hombre”.12

 

La devoción de los fieles por la “ Sancta Dei Genitrix (Santa Madre de Dios)” viene demostrada, al menos desde el siglo III, por la oración Sub tuum præsidium , la oración más antigua de la que se tiene conocimiento dirigida a María, en la que es invocada de aquella forma.13 Según afirma Gabriel Roschini, “en el siglo IV, incluso antes del Concilio de Éfeso, la expresión Madre de Dios se hacía tan común entre los fieles que ponía nervioso al emperador Julián, el Apóstata”.14

 

Emocionantes son las páginas de este capítulo de la Historia de la Iglesia en el que el Concilio de Éfeso, teniendo al frente al gran santo Cirilo de Alejandría, definió en el año 431 la verdad destinada a brillar para siempre en el firmamento de la teología: “Si alguno no confiesa que el

 

Emmanuel es según la verdad Dios y que, por lo tanto, la Santa Virgen es la Madre de Dios (de hecho ha generado según la carne al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema”.15

 

Es digno de mención el entrelazamiento que hubo entre la fe popular y la reacción doctrinal contra la herejía, como factor decisivo para la proclamación de este primer dogma mariano. Junto a las cuestiones teológicas, en casi todas las obras que hablan del Concilio de Éfeso está presente la constitución de una especie de “hinchada” de fieles por la proclamación del dogma, manifestada sobre todo en la narrativa del júbilo popular tras la clausura de la sesión que consagró la Theotókos : provistas de antorchas encendidas, la devota multitud acompañó a los Padres conciliares hasta sus casas, aclamándolos por la ciudad.

 

Así pues, se abrían las puertas a las definiciones formales de la Santa Iglesia referente a las realidades teológicas que tratan sobre la Santísima Virgen. La segunda de ellas, acerca de su virginidad perpetua, vendría doscientos años más tarde, nuevamente en defensa de la verdad en la lucha contra la falsa doctrina.

 

Virginidad perpetua

 

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Maternidad divina – Claros precedentes de la doctrina establecida por el dogma
aparecen desde los primeros tiempos de la literatura cristiana.
“Virgen con el Niño” – Sainte-Chapelle, París

La virginidad perpetua de la Madre de Dios se sintetiza en esta fórmula: María fue virgen antes del parto, durante el parto y después del parto. Estos tres elementos del dogma afirman la concepción virginal de Jesús, pues María fue madre por virtud divina, sin el concurso humano; el nacimiento milagroso de Jesús, que “lejos de menoscabar, consagró su integridad virginal” 16; y la integridad de María Santísima después del nacimiento de su divino Hijo.

 

Los libros del Antiguo Testamento ya traían imágenes y profecías sobre la virginidad de María como comenta San Bernardo: “¿Qué prefiguraba en su día aquella zarza ardiendo sin consumirse? A María dando a luz sin dolor alguno. ¿Y la vara de Aarón, que florece misteriosamente sin haberla plantado? A la Virgen, que concibió sin concurso de varón. Y será Isaías quien mejor nos formule el mayor misterio de este prodigioso milagro.

 

‘Germinará una vara del tocón de Jesé y de su raíz brotará una flor’; así deja representada a la Virgen en la vara y a su parto en la flor”.17

 

Y prototípica es la profecía de Isaías, recogida por San Marcos: “Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: ‘Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel’, que significa ‘Dios-con-nosotros’” (Mt 1, 22-23).

 

La concepción virginal está atestiguada en el Nuevo Testamento por San Lucas y San Mateo cuando afirman que Jesús fue engrendado por el Espíritu Santo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35); “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en Ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).

 

A pesar de estas evidencias bíblicas, la maternidad virginal de María fue el blanco de los ataques de varias herejías en los primeros siglos, como la corriente de los ebionitas, la cual negaba la divinidad de Jesús.

 

No obstante, la concepción virginal ya era considerada por la Iglesia como indiscutible patrimonio doctrinario18, y fue puesta al servicio de la defensa de la divinidad del Redentor.

 

En este período es cuando, con San Justino, la expresión “la Virgen” empieza a ser característica para designar a María Santísima.19

 

En el siglo IV, hubo una amplia explicación de este dogma, como reacción a los errores propagados entonces. Defendieron la virginidad perpetua de María grandes escritores como San Epifanio, San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín.

 

Hermosas son las páginas dedicadas por el Obispo de Hipona a la alabanza de este privilegio mariano, como nos muestra el siguiente fragmento: “María permanece virgen al concebir a su Hijo, virgen como gestante, virgen al dar a luz, virgen al alimentarlo en su seno, siempre virgen. ¿Por qué te admiras de eso, oh hombre? Puesto que Dios se dignó hacerse hombre, convenía que naciese de ese modo”.20

 

No tardó mucho para que a la profundización teológica se le añadiese el reconocimiento del Magisterio. Le correspondió al Sínodo de Letrán del 649, convocado por el Papa San Martín I, la proclamación del dogma.

 

Tras las grandes controversias cristológicas de sus primeros tiempos, la Iglesia esperaría doce siglos para una nueva solemne definición dogmática sobre los atributos de la Madre de Dios. En esta ocasión, no será impelida por la necesidad de combatir herejías, sino por otro poderoso factor de desarrollo dogmático: el sensus fidei.

 

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Virginidad perpetua – Prototípica es la profecía de Isaías: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel”

“El Profeta Isaías”, por Lippo Vanni – Museo cívico Amedeo Lia, La Spezia (Italia), y “La Encarnación del Verbo” por Giovanni Mazone, iglesia de Santa María del Castillo,

Génova (Italia)

 

El dogma de la Inmaculada Concepción: triunfo de la piedad cristiana

 

La definición del dogma de la Inmaculada Concepción es un ejemplo paradigmático de la fe eclesial que, por una especial asistencia del Espíritu Santo, crece y profundiza en la comprensión de las verdades reveladas.

 

En este caso, el pueblo cristiano, “que no sabe de teología, pero tiene el instinto de la fe , que proviene del mismo Espíritu Santo y le hace presentir la verdad aunque no sepa demostrarla”21, se anticipó a los doctos y sabios al creer en la Inmaculada Concepción de María.

 

Estimulados por la fe instintiva de los fieles, los teólogos buscaron fundamentarla con argumentos plausibles y armonizarla con el conjunto de la Revelación. Y fue en este punto que la tesis de la Inmaculada Concepción se vio incomprendida incluso por grandes y piadosos doctores, como San Bernardo, San Anselmo, San Buenaventura, San Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino, quienes no osaban defender la proclamación de este dogma porque no podían conciliarlo con la doctrina acerca de la transmisión del pecado original y de la redención universal obrada por Cristo.

 

Una reacción a la altura a favor del dogma aparecería años más tarde, con el Beato Juan Duns Escoto, el cual “tras establecer los verdaderos términos de la cuestión, puso con admirable claridad las bases sólidas para disipar las dificultades que los contrarios ponían a la singular prerrogativa mariana”.22 Tales fundamentos consistían, sobre todo, en la elaboración del concepto de redención preventiva, argumento decisivo de la doctrina sobre la Inmaculada.

 

Los teólogos argumentaban que hay dos formas de liberar a un cautivo: pagando el precio del rescate para sacarlo de su cautiverio en que ya está (situación análoga a la redención liberadora, en la cual, por los méritos de Cristo, somos limpiados de la culpa original heredada de nuestros primeros padres); o pagando anticipadamente, impidiendo que la persona caiga en el cautiverio (redención preventiva). Ésta última es la verdadera y propia redención, más auténtica y profunda que la primera, y es la que se aplicó a la Santísima Virgen, preservada inmune de cualquier mancha de pecado, desde el primer instante de su concepción.23

 

El entusiasmo del buen pueblo de Dios del mundo entero —y especialmente el de España— se hacía sentir hasta en el Vaticano. Sin embargo, fue necesario esperar al 8 de diciembre de 1854 para la declaración del dogma. Así pues, como afirmaba Pío IX, habría llegado “el tiempo oportuno de definir la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la Virgen María, que maravillosamente esclarecen y declaran las divinas Escrituras, la venerable tradición, el perpetuo sentir de la Iglesia, el ansia unánime y singular de los católicos, prelados y fieles, los famosos hechos y constituciones de nuestros predecesores”.24

 

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Inmaculada Concepción – La definición del dogma de la Inmaculada Concepción es un ejemplo paradigmático de la fe eclesial que, por una especial asistencia del Espíritu Santo, crece y profundiza en la comprensión de las verdades reveladas.

 

Monumentos en honor a la Inmaculada Concepción en Roma y Sevilla, y “El Beato Duns Escoto defiende el dogma de la Inmaculada en la Sorbonne” – Monasterio de la Visitación, Ein Kerem (Israel)

 

La solemne definición tuvo lugar en la Basílica Vaticana con la presencia de numerosas autoridades eclesiásticas y de una multitud de devotos.

 

Un testigo ocular de este memorable día observó: “Hoy es en Roma, como otrora en Éfeso: las celebraciones de María son, en cualquier parte, populares. Los romanos se preparan para recibir la definición de la Inmaculada Concepción, como los efesios acogieron la de la Maternidad divina de María: con cánticos de júbilo y manifestaciones del más vivo entusiasmo”. 25 Había quedado consagrada para siempre la fórmula hallada por los españoles —que tan gran papel tuvieron en la difusión de esta verdad— para expresar su amor por la Inmaculada: “Ave María Purísima, sin pecado concebida”.

 

María asunta al Cielo

 

La proclamación del dogma de la Asunción, definido por Pío XII, casi un siglo después, es otro bello ejemplo de la madurez de la fe eclesial.

 

La devoción popular por la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo encontró sus primeras manifestaciones en una antiquísima celebración litúrgica en Oriente. Previas a esta celebración son las primeras referencias de la Tradición, sobre el destino final de la Santísima Virgen, que aparecen entre los siglos IV y V, destacándose las aserciones de San Efrén y de San Epifanio. Los testimonios de los Padres se hicieron más numerosos a partir del siglo siguiente, y de gran importancia son las homilías de San Andrés de Creta y, especialmente, las de San Juan Damasceno que “se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición”.26

 

Siguiendo a los Padres de la Iglesia, los teólogos escolásticos expusieron con gran claridad el significado de la Asunción y su profunda conexión con las demás verdades reveladas, contribuyendo mucho en la progresiva divulgación de este privilegio de la Madre de Dios. Se puede decir que, en líneas generales, a partir del siglo XV los teólogos ya eran unánimes en afirmarlo. A estos testimonios litúrgicos, patrísticos y teológicos cabe añadir numerosas expresiones de la piedad popular, entre ellas la dedicación de uno de los misterios del Rosario a esta verdad.

 

Tal consenso eclesial es señalado por Pío XII como argumento fundamental para la proclamación dogmática de la Asunción, pues al presentar “la enseñanza concorde del Magisterio ordinario de la Iglesia, y la Fe concorde del pueblo cristiano —por él sostenida y dirigida—, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase”.27 Apoyada en estos presupuestos, la solemne definición se realizó en 1950.

 

El ambiente que enmarcó la declaración dogmática de la Asunción fue, sin duda, impresionante, como lo pudieron registrar las cámaras fotográficas de la época. Numerosos cardenales, obispos, sacerdotes y religiosos, además de una gran multitud de fieles, acudieron a la Plaza de San Pedro, sin contar todos los que, dispersos por el mundo, la acompañaron por radio o televisión. Era el orbe católico unido en “un solo corazón, una sola alma” (Hch 4, 32) el que asistía a la solemne proclamación de la Fe que en unísono profesaba.

 

Así rezan las palabras definitorias: “Para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la Nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria Celeste”.28

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Asunción al Cielo – El consenso eclesial fue apuntado por Pío XII como argumento fundamental para la proclamación de este dogma.
Pío XII bendiciendo a los fieles y vista de la Plaza de San Pedro
en el día de la proclamación del dogma (1/11/1950).

 

Signo de crecimiento y robustecimiento

 

En las pocas narraciones de la infancia de Jesús registradas en los Evangelios, figura una admirable —pero, ¡ay!, qué sucinta— síntesis de los primeros años del Verbo de Dios hecho carne: “El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con Él” (Lc 2, 40). Tales palabras relativas a Cristo bien pueden ser aplicadas a su Cuerpo Místico, el cual crece y se robustece continuamente, animado por el Espíritu Santo que lo vivifica.

 

Ahora bien, al término de esta reflexión, es reconfortante observar como las definiciones dogmáticas constituyen una de las más hermosas manifestaciones de este crecimiento.

 

Pues, como enseña el P. Garrigou- Lagrange, la solemne declaración de las verdades de Fe y su penetración cada vez más profunda en el pueblo cristiano presentan como principal corolario el conducir a la comprensión —tanto como sea posible en esta Tierra— de Aquel que “nos ama por encima de todo lo que podemos concebir y desear, hasta querer asociarnos a su vida íntima, llevarnos poco a poco a verlo como Él se ve y a amarlo como Él se ama”.29

 

Por lo tanto, si la solemne declaración de una verdad de Fe tiene por principal finalidad conducir al conocimiento de Dios y de las realidades que a Él conciernen, la más relevante implicación teológica de los dogmas marianos no podría ser otra que la de proporcionar, a partir de la explicación del contenido de la Revelación, una mayor ciencia acerca de Aquella que Dios escogió por Madre y unió a sí y a toda la Iglesia de forma singularísima.

 

Así lo entendió la Iglesia que, a partir de la exégesis de las Escrituras, de la auscultación de la Tradición, de la labor teológica y de la fidelidad a la acción del Paráclito en las almas, se descortinaron amplios panoramas en la comprensión de la Santísima Virgen y de su divino Hijo.

 

En los primeros siglos, la tierna Iglesia recién nacida se ve convulsionada por diversas herejías. ¿Gran peligro? Sin duda. Pero también excelente oportunidad para la consolidación doctrinaria, esfuerzo que tal vez no se hubiese hecho si no fuese la necesidad apologética.

 

Es lo que demuestran las solemnes declaraciones de la maternidad divina y la virginidad perpetua, dogmas que ensancharon los horizontes de la doctrina católica, confiriendo a Nuestra Señora un destaque único.

 

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He aquí el gran consejo cristocéntrico de María: “Haced lo que Él os diga”

(Jn 2, 5)

“Bodas de Caná” – Catedral de Acqui Terme (Italia)

Habían sido lanzados los fundamentos de la Mariología, abiertas las puertas para el florecimiento de las festividades en honor de la Madre de Dios y establecidas sólidas bases para la devoción mariana de los fieles.

 

Los siglos fueron pasando y la robustez doctrinal ya alcanzada permite que se verifique otra forma de desarrollo de la piedad, esta vez a partir del sentido sobrenatural de la fe. Las verdades reveladas ya definidas, sus corolarios doctrinarios y sus manifestaciones litúrgicas son fundamento para la proficua acción del Espíritu Santo, que inspira nuevas profundizaciones en los fieles.

 

Éstas son recogidas por el Magisterio de la Iglesia y, cual nuevo brote injertado en el rol de las verdades de Fe, son proclamados los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de María.

 

Organismo vivo y —al contrario de las leyes naturales— en continuo rejuvenecimiento, la Iglesia puede aún ver florecer en su regazo nuevos dogmas marianos, como, por ejemplo, el de la mediación universal y el de la co-redención de la Santísima Virgen, si a esto la conduce el cumplimiento de su misión.

 

Sin que jamás constituyan obstáculos coercitivos y obsoletos, harán resonar nuevamente el gran consejo cristocéntrico de María: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5), invitándonos a una adhesión amorosa al Magisterio de la Iglesia “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3, 15).

 

 

1 CONCILIO VATICANO II. Dei Verbum , n. 7.

2 CIC, 890.

3 CONCILIO VATICANO II. Dei Verbum , n. 10.

4 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium , n. 25.

5 CIC 88.

6 Ídem, 89.

7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Igreja e a História. In: Dr. Plinio . São Paulo. Ano V. N. 46  (Enero, 2002); p. 20.

8 SAN AGUSTÍN. La ciudad de Dios , l. XVI, c. 2, 1.

9 Cf. ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima . Madrid: BAC, 1956, pp. 76-77.

10 SANTO IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta a los efesios , 18, 2.

11 Idem, Carta a los esmirniotas , 1, 1.

12 SAN IRINEO DE LYON. Contra las herejías , l. 3, c. 19, 3.

13 ROSCHINI, Gabriel. Instruções marianas . São Paulo: Paulinas, 1960, p. 44.

14 Ídem, ibídem.

15 Dz 252.

16 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n. 57.

17 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Laudibus Virginis Matris , II, 5.

18 En su Apología , San Justino presenta la concepción virginal de María como una verdad fundamental de la religión cristiana (I, 33); de igual manera, San Irineo ( Adv. Haer . 3, 19ss) afirma que esta verdad es una de las contenidas en la “regla de Fe” que todos deben creer.

19 Cf. ALDAMA, José Antonio de. María en la patrística de los siglos I y II . Madrid: BAC, 1970, p. 83.

20 SAN AGUSTÍN. Sermón. 186, 1.

21 ROYO MARÍN, OP, Antonio. La Virgen María: teología y espiritualidad marianas. 2. ed. Madrid: BAC, 1997, p. 75.

22 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Pequeño ofício da Imaculada Conceição comentado . São Paulo: Artpress, 1997, p. 496.

23 Cf. ROYO MARÍN, op. cit., p. 75.

24 PÍO IX. Ineffabilis Deus , n. 22.

25 CHANTREL, Joseph. Histoire populaire des papes , apud CLÁ DIAS, op. cit., p. 501.

26 PÍO XII. Munificentissimus Deus , n. 21.

27 Ídem, n. 12.

28 Ídem, n. 44.

29 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. El sentido común: la filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas . Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1945, p. 240.

 

 

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