Tras la Ascensión del Señor al Cielo, le correspondió a los Apóstoles, ya transformados por las gracias de Pentecostés, la misión de instruir a los hombres en la Buena Nueva.
Así lo hizo Felipe, por ejemplo, cuando, impelido por el Espíritu Santo, se acercó al extranjero que leía un pasaje de Isaías y le preguntó: “¿Entiendes lo que estás leyendo?”. Y él respondió: “¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica?” (Hch 8, 31). Entonces Felipe, “tomando pie de ese pasaje, le anunció a Jesús” (Hch 8, 35).
En efecto, al ser la Palabra de Dios expresada con las limitaciones propias al leguaje humano, y estando nuestras mentes siempre sujetas a errores, era inevitable que surgieran dudas y dificultades en la comprensión del sagrado depósito de la Fe, dando origen a las más variadas interpretaciones. Incluso porque en la Sagrada Escritura, según escribe San Pedro a propósito de las cartas paulinas, “hay ciertamente algunas cuestiones difíciles de entender, que los ignorantes e inestables tergiversan como hacen con las demás Escrituras para su propia perdición” (2 Pe 3, 16).
Por lo tanto, Jesús quiso instituir un Magisterio vivo, confiado al Papa y a los obispos, sucesores de los Apóstoles, con el fin de que “todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera ínte gro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones”1, dándole la posibilidad de practicar la Fe auténtica sin error.2
A ese Magisterio vivo, y sólo a él, le corresponde “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida”;3 y su carácter infalible se verifica al definir, por singular asistencia del Espíritu Santo, doctrinas en materia de fe y moral, sea a través del Papa, pronunciándose ex cathedra , o del Colegio Episcopal “cuando ejerce el supremo Magisterio en unión con el sucesor de Pedro”.4
En este contexto encajan las definiciones dogmáticas en las que “el Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo”5 y le propone al pueblo cristiano una verdad que debe ser aceptada con adhesión irrevocable de Fe. Lejos de tratarse de imposiciones arbitrarias, “los dogmas son luces que iluminan el camino de nuestra fe y lo hacen seguro”.6
Magisterio y fervor popular
Los sucesores de los Apóstoles no son únicamente maestros, también son pastores; así pues, sus enseñanzas tienen por objetivo intervenir en el orden concreto de los hechos. Por eso, “insisten más en un punto o en otro, desarrollan más una materia, enriquecen de preferencia otra, con nuevas enseñanzas y nuevas leyes, todo bajo el influjo de lo que le va pidiendo la solicitud pastoral a la vista de las diversas vicisitudes por las que va pasando el género humano a lo largo de la Historia”.7
En este sentido, enseña San Agustín: “Porque muchas cosas que pertenecen a la Fe católica, cuando los herejes, con su cautelosa y astuta inquietud, las turban y desasosiegan, entonces, para poderlas defender de ellos, se consideran con más escrupulosidad y atención, se perciben con mayor claridad, se predican con mayor vigor y constancia, y la duda o controversia que excita el contrario sirve de ocasión propicia para aprender”.8
Sin embargo, existe un motor aún más dinámico que el de las herejías en el desarrollo de la Fe: es el amor del pueblo fiel que, inspirado por el Espíritu Santo impulsa a sus Pastores a explicitar determinados aspectos de la Revelación. Por lo tanto, las nuevas definiciones dogmáticas no han nacido de frías consideraciones doctrinales, sino que provienen de las legítimas necesidades y deseos del Pueblo de Dios.
La proclamación de los dogmas marianos son bellos testimonios de la imbricación entre el Magisterio vivo y el fervor de los fieles, desde los primeros siglos del cristianismo. El surgimiento de las primeras herejías y la irrupción de amor a la verdad que se alzó contra ellas daría una oportunidad única al desarrollo de la doctrina cristiana, fomentando la reflexión teológica y propiciando las intervenciones del Magisterio de la Iglesia, vigilante salvaguarda de la Fe.
La historia de la definición de la maternidad divina y de la virginidad perpetua de María Santísima como verdades de Fe son dos magníficos ejemplos de esa realidad.
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