Maternidad divina
Entre las innumerables lecciones otorgadas a los hombres por la Historia, hay una de importancia capital: la forma más eficaz de combatir una verdad no siempre consiste en propagar el error opuesto, sino en exagerar alguno de sus aspectos. Se constata esto cuando se analiza el movimiento pendular de las herejías de los primeros siglos, las cuales, bajo las apariencias de celo y pía defensa de la ortodoxia, se sucedían los extremismos más heterodoxos, igualmente distantes del equilibrio de la Fe. Es lo que sucedió, por ejemplo, con la herejía que dio ocasión a la definición del primer dogma mariano.
Se extendía en el siglo IV un terrible error cristológico difundido por Apolinar, obispo antiarriano de Laodiceia que, alegando la necesidad de salvaguardar la unidad de Cristo con Dios terminó por amputarle la naturaleza del hombre, negando la existencia del alma humana en el Verbo Encarnado. Contra los apolinaristas —término por el que fueron conocidos los seguidores del heresiarca— se levantó Nestorio, Patriarca de Constantinopla, que defendía la integridad tanto de la naturaleza humana como de la divina, pero afirmaba un error opuesto: ambas eran tan completas que formaban dos hipóstasis independientes, dos personas unidas de manera extrínseca y accidental.
Así pues, Cristo sería Dios y hombre, pero no en el sentido católico de la unión hipostática del Verbo con la humanidad, sino que estaría formado por un compuesto de dos personas distintas, y sólo habría entre ellas una unión moral.9 Esta doctrina comportaba un gran corolario: María no era Madre de la persona divina, únicamente de la naturaleza humana de Cristo. Por lo tanto, debería ser llamada Khristotókos (Madre de Cristo) y no Theotókos (Madre de Dios).
Tal afirmación lesionaba tanto las enseñanzas de los Padres como la piedad de los fieles, cuya indignación ante las proposiciones de Nestorio no fue pequeña.
En efecto, desde los primeros tiempos de la literatura cristiana aparecen claros precedentes de la doctrina establecida por el dogma. En los escritos de San Ignacio de Antioquía, que fue discípulo del apóstol Juan, encontramos expresiones como éstas: “Porque nuestro Dios, Jesucristo, ha sido llevado en el seno de María, según la economía divina, nacido ‘del linaje de David’ y del Espíritu Santo”10; “He constatado que sois perfectos en la fe inmutable. […] Estáis plenamente convencidos de que el Señor es verdaderamente de la descendencia de David según la carne, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios, nacido verdaderamente de la Virgen”.11
En un sentido análogo se pronuncia San Irineo, en el siglo II, cuando atribuye a la misma Persona la generación eterna y temporal, acentuando la unidad personal de Cristo, Verbo de Dios e Hijo de María: “Por tanto, el Hijo de Dios nuestro Señor, es Verbo del Padre y, al mismo tiempo, Hijo del hombre, que de María, nacida de las criaturas humanas y Ella misma criatura humana, tuvo nacimiento humano, haciéndose Hijo del hombre”.12
La devoción de los fieles por la “ Sancta Dei Genitrix (Santa Madre de Dios)” viene demostrada, al menos desde el siglo III, por la oración Sub tuum præsidium , la oración más antigua de la que se tiene conocimiento dirigida a María, en la que es invocada de aquella forma.13 Según afirma Gabriel Roschini, “en el siglo IV, incluso antes del Concilio de Éfeso, la expresión Madre de Dios se hacía tan común entre los fieles que ponía nervioso al emperador Julián, el Apóstata”.14
Emocionantes son las páginas de este capítulo de la Historia de la Iglesia en el que el Concilio de Éfeso, teniendo al frente al gran santo Cirilo de Alejandría, definió en el año 431 la verdad destinada a brillar para siempre en el firmamento de la teología: “Si alguno no confiesa que el
Emmanuel es según la verdad Dios y que, por lo tanto, la Santa Virgen es la Madre de Dios (de hecho ha generado según la carne al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema”.15
Es digno de mención el entrelazamiento que hubo entre la fe popular y la reacción doctrinal contra la herejía, como factor decisivo para la proclamación de este primer dogma mariano. Junto a las cuestiones teológicas, en casi todas las obras que hablan del Concilio de Éfeso está presente la constitución de una especie de “hinchada” de fieles por la proclamación del dogma, manifestada sobre todo en la narrativa del júbilo popular tras la clausura de la sesión que consagró la Theotókos : provistas de antorchas encendidas, la devota multitud acompañó a los Padres conciliares hasta sus casas, aclamándolos por la ciudad.
Así pues, se abrían las puertas a las definiciones formales de la Santa Iglesia referente a las realidades teológicas que tratan sobre la Santísima Virgen. La segunda de ellas, acerca de su virginidad perpetua, vendría doscientos años más tarde, nuevamente en defensa de la verdad en la lucha contra la falsa doctrina.
Ver continuacion del Articulo, dar click en SIGUIENTE!
|
||