Virginidad perpetua
La virginidad perpetua de la Madre de Dios se sintetiza en esta fórmula: María fue virgen antes del parto, durante el parto y después del parto. Estos tres elementos del dogma afirman la concepción virginal de Jesús, pues María fue madre por virtud divina, sin el concurso humano; el nacimiento milagroso de Jesús, que “lejos de menoscabar, consagró su integridad virginal” 16; y la integridad de María Santísima después del nacimiento de su divino Hijo.
Los libros del Antiguo Testamento ya traían imágenes y profecías sobre la virginidad de María como comenta San Bernardo: “¿Qué prefiguraba en su día aquella zarza ardiendo sin consumirse? A María dando a luz sin dolor alguno. ¿Y la vara de Aarón, que florece misteriosamente sin haberla plantado? A la Virgen, que concibió sin concurso de varón. Y será Isaías quien mejor nos formule el mayor misterio de este prodigioso milagro.
‘Germinará una vara del tocón de Jesé y de su raíz brotará una flor’; así deja representada a la Virgen en la vara y a su parto en la flor”.17
Y prototípica es la profecía de Isaías, recogida por San Marcos: “Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: ‘Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel’, que significa ‘Dios-con-nosotros’” (Mt 1, 22-23).
La concepción virginal está atestiguada en el Nuevo Testamento por San Lucas y San Mateo cuando afirman que Jesús fue engrendado por el Espíritu Santo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35); “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en Ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).
A pesar de estas evidencias bíblicas, la maternidad virginal de María fue el blanco de los ataques de varias herejías en los primeros siglos, como la corriente de los ebionitas, la cual negaba la divinidad de Jesús.
No obstante, la concepción virginal ya era considerada por la Iglesia como indiscutible patrimonio doctrinario18, y fue puesta al servicio de la defensa de la divinidad del Redentor.
En este período es cuando, con San Justino, la expresión “la Virgen” empieza a ser característica para designar a María Santísima.19
En el siglo IV, hubo una amplia explicación de este dogma, como reacción a los errores propagados entonces. Defendieron la virginidad perpetua de María grandes escritores como San Epifanio, San Jerónimo, San Ambrosio y San Agustín.
Hermosas son las páginas dedicadas por el Obispo de Hipona a la alabanza de este privilegio mariano, como nos muestra el siguiente fragmento: “María permanece virgen al concebir a su Hijo, virgen como gestante, virgen al dar a luz, virgen al alimentarlo en su seno, siempre virgen. ¿Por qué te admiras de eso, oh hombre? Puesto que Dios se dignó hacerse hombre, convenía que naciese de ese modo”.20
No tardó mucho para que a la profundización teológica se le añadiese el reconocimiento del Magisterio. Le correspondió al Sínodo de Letrán del 649, convocado por el Papa San Martín I, la proclamación del dogma.
Tras las grandes controversias cristológicas de sus primeros tiempos, la Iglesia esperaría doce siglos para una nueva solemne definición dogmática sobre los atributos de la Madre de Dios. En esta ocasión, no será impelida por la necesidad de combatir herejías, sino por otro poderoso factor de desarrollo dogmático: el sensus fidei.
El dogma de la Inmaculada Concepción: triunfo de la piedad cristiana
La definición del dogma de la Inmaculada Concepción es un ejemplo paradigmático de la fe eclesial que, por una especial asistencia del Espíritu Santo, crece y profundiza en la comprensión de las verdades reveladas.
En este caso, el pueblo cristiano, “que no sabe de teología, pero tiene el instinto de la fe , que proviene del mismo Espíritu Santo y le hace presentir la verdad aunque no sepa demostrarla”21, se anticipó a los doctos y sabios al creer en la Inmaculada Concepción de María.
Estimulados por la fe instintiva de los fieles, los teólogos buscaron fundamentarla con argumentos plausibles y armonizarla con el conjunto de la Revelación. Y fue en este punto que la tesis de la Inmaculada Concepción se vio incomprendida incluso por grandes y piadosos doctores, como San Bernardo, San Anselmo, San Buenaventura, San Alberto Magno o Santo Tomás de Aquino, quienes no osaban defender la proclamación de este dogma porque no podían conciliarlo con la doctrina acerca de la transmisión del pecado original y de la redención universal obrada por Cristo.
Una reacción a la altura a favor del dogma aparecería años más tarde, con el Beato Juan Duns Escoto, el cual “tras establecer los verdaderos términos de la cuestión, puso con admirable claridad las bases sólidas para disipar las dificultades que los contrarios ponían a la singular prerrogativa mariana”.22 Tales fundamentos consistían, sobre todo, en la elaboración del concepto de redención preventiva, argumento decisivo de la doctrina sobre la Inmaculada.
Los teólogos argumentaban que hay dos formas de liberar a un cautivo: pagando el precio del rescate para sacarlo de su cautiverio en que ya está (situación análoga a la redención liberadora, en la cual, por los méritos de Cristo, somos limpiados de la culpa original heredada de nuestros primeros padres); o pagando anticipadamente, impidiendo que la persona caiga en el cautiverio (redención preventiva). Ésta última es la verdadera y propia redención, más auténtica y profunda que la primera, y es la que se aplicó a la Santísima Virgen, preservada inmune de cualquier mancha de pecado, desde el primer instante de su concepción.23
El entusiasmo del buen pueblo de Dios del mundo entero —y especialmente el de España— se hacía sentir hasta en el Vaticano. Sin embargo, fue necesario esperar al 8 de diciembre de 1854 para la declaración del dogma. Así pues, como afirmaba Pío IX, habría llegado “el tiempo oportuno de definir la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la Virgen María, que maravillosamente esclarecen y declaran las divinas Escrituras, la venerable tradición, el perpetuo sentir de la Iglesia, el ansia unánime y singular de los católicos, prelados y fieles, los famosos hechos y constituciones de nuestros predecesores”.24
La solemne definición tuvo lugar en la Basílica Vaticana con la presencia de numerosas autoridades eclesiásticas y de una multitud de devotos. Un testigo ocular de este memorable día observó: “Hoy es en Roma, como otrora en Éfeso: las celebraciones de María son, en cualquier parte, populares. Los romanos se preparan para recibir la definición de la Inmaculada Concepción, como los efesios acogieron la de la Maternidad divina de María: con cánticos de júbilo y manifestaciones del más vivo entusiasmo”. 25 Había quedado consagrada para siempre la fórmula hallada por los españoles —que tan gran papel tuvieron en la difusión de esta verdad— para expresar su amor por la Inmaculada: “Ave María Purísima, sin pecado concebida”.
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