María asunta al Cielo
La proclamación del dogma de la Asunción, definido por Pío XII, casi un siglo después, es otro bello ejemplo de la madurez de la fe eclesial.
La devoción popular por la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo encontró sus primeras manifestaciones en una antiquísima celebración litúrgica en Oriente. Previas a esta celebración son las primeras referencias de la Tradición, sobre el destino final de la Santísima Virgen, que aparecen entre los siglos IV y V, destacándose las aserciones de San Efrén y de San Epifanio. Los testimonios de los Padres se hicieron más numerosos a partir del siglo siguiente, y de gran importancia son las homilías de San Andrés de Creta y, especialmente, las de San Juan Damasceno que “se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición”.26
Siguiendo a los Padres de la Iglesia, los teólogos escolásticos expusieron con gran claridad el significado de la Asunción y su profunda conexión con las demás verdades reveladas, contribuyendo mucho en la progresiva divulgación de este privilegio de la Madre de Dios. Se puede decir que, en líneas generales, a partir del siglo XV los teólogos ya eran unánimes en afirmarlo. A estos testimonios litúrgicos, patrísticos y teológicos cabe añadir numerosas expresiones de la piedad popular, entre ellas la dedicación de uno de los misterios del Rosario a esta verdad.
Tal consenso eclesial es señalado por Pío XII como argumento fundamental para la proclamación dogmática de la Asunción, pues al presentar “la enseñanza concorde del Magisterio ordinario de la Iglesia, y la Fe concorde del pueblo cristiano —por él sostenida y dirigida—, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase”.27 Apoyada en estos presupuestos, la solemne definición se realizó en 1950.
El ambiente que enmarcó la declaración dogmática de la Asunción fue, sin duda, impresionante, como lo pudieron registrar las cámaras fotográficas de la época. Numerosos cardenales, obispos, sacerdotes y religiosos, además de una gran multitud de fieles, acudieron a la Plaza de San Pedro, sin contar todos los que, dispersos por el mundo, la acompañaron por radio o televisión. Era el orbe católico unido en “un solo corazón, una sola alma” (Hch 4, 32) el que asistía a la solemne proclamación de la Fe que en unísono profesaba.
Así rezan las palabras definitorias: “Para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la Nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria Celeste”.28
Signo de crecimiento y robustecimiento
En las pocas narraciones de la infancia de Jesús registradas en los Evangelios, figura una admirable —pero, ¡ay!, qué sucinta— síntesis de los primeros años del Verbo de Dios hecho carne: “El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con Él” (Lc 2, 40). Tales palabras relativas a Cristo bien pueden ser aplicadas a su Cuerpo Místico, el cual crece y se robustece continuamente, animado por el Espíritu Santo que lo vivifica.
Ahora bien, al término de esta reflexión, es reconfortante observar como las definiciones dogmáticas constituyen una de las más hermosas manifestaciones de este crecimiento.
Pues, como enseña el P. Garrigou- Lagrange, la solemne declaración de las verdades de Fe y su penetración cada vez más profunda en el pueblo cristiano presentan como principal corolario el conducir a la comprensión —tanto como sea posible en esta Tierra— de Aquel que “nos ama por encima de todo lo que podemos concebir y desear, hasta querer asociarnos a su vida íntima, llevarnos poco a poco a verlo como Él se ve y a amarlo como Él se ama”.29
Por lo tanto, si la solemne declaración de una verdad de Fe tiene por principal finalidad conducir al conocimiento de Dios y de las realidades que a Él conciernen, la más relevante implicación teológica de los dogmas marianos no podría ser otra que la de proporcionar, a partir de la explicación del contenido de la Revelación, una mayor ciencia acerca de Aquella que Dios escogió por Madre y unió a sí y a toda la Iglesia de forma singularísima.
Así lo entendió la Iglesia que, a partir de la exégesis de las Escrituras, de la auscultación de la Tradición, de la labor teológica y de la fidelidad a la acción del Paráclito en las almas, se descortinaron amplios panoramas en la comprensión de la Santísima Virgen y de su divino Hijo.
En los primeros siglos, la tierna Iglesia recién nacida se ve convulsionada por diversas herejías. ¿Gran peligro? Sin duda. Pero también excelente oportunidad para la consolidación doctrinaria, esfuerzo que tal vez no se hubiese hecho si no fuese la necesidad apologética.
Es lo que demuestran las solemnes declaraciones de la maternidad divina y la virginidad perpetua, dogmas que ensancharon los horizontes de la doctrina católica, confiriendo a Nuestra Señora un destaque único.
Habían sido lanzados los fundamentos de la Mariología, abiertas las puertas para el florecimiento de las festividades en honor de la Madre de Dios y establecidas sólidas bases para la devoción mariana de los fieles.
Los siglos fueron pasando y la robustez doctrinal ya alcanzada permite que se verifique otra forma de desarrollo de la piedad, esta vez a partir del sentido sobrenatural de la fe. Las verdades reveladas ya definidas, sus corolarios doctrinarios y sus manifestaciones litúrgicas son fundamento para la proficua acción del Espíritu Santo, que inspira nuevas profundizaciones en los fieles.
Éstas son recogidas por el Magisterio de la Iglesia y, cual nuevo brote injertado en el rol de las verdades de Fe, son proclamados los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de María.
Organismo vivo y —al contrario de las leyes naturales— en continuo rejuvenecimiento, la Iglesia puede aún ver florecer en su regazo nuevos dogmas marianos, como, por ejemplo, el de la mediación universal y el de la co-redención de la Santísima Virgen, si a esto la conduce el cumplimiento de su misión.
Sin que jamás constituyan obstáculos coercitivos y obsoletos, harán resonar nuevamente el gran consejo cristocéntrico de María: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5), invitándonos a una adhesión amorosa al Magisterio de la Iglesia “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3, 15).
1 CONCILIO VATICANO II. Dei Verbum , n. 7. 2 CIC, 890. 3 CONCILIO VATICANO II. Dei Verbum , n. 10. 4 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium , n. 25. 5 CIC 88. 6 Ídem, 89. 7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Igreja e a História. In: Dr. Plinio . São Paulo. Ano V. N. 46 (Enero, 2002); p. 20. 8 SAN AGUSTÍN. La ciudad de Dios , l. XVI, c. 2, 1. 9 Cf. ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima . Madrid: BAC, 1956, pp. 76-77. 10 SANTO IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta a los efesios , 18, 2. 11 Idem, Carta a los esmirniotas , 1, 1. 12 SAN IRINEO DE LYON. Contra las herejías , l. 3, c. 19, 3. 13 ROSCHINI, Gabriel. Instruções marianas . São Paulo: Paulinas, 1960, p. 44. 14 Ídem, ibídem. 15 Dz 252. 16 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n. 57. 17 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Laudibus Virginis Matris , II, 5. 18 En su Apología , San Justino presenta la concepción virginal de María como una verdad fundamental de la religión cristiana (I, 33); de igual manera, San Irineo ( Adv. Haer . 3, 19ss) afirma que esta verdad es una de las contenidas en la “regla de Fe” que todos deben creer. 19 Cf. ALDAMA, José Antonio de. María en la patrística de los siglos I y II . Madrid: BAC, 1970, p. 83. 20 SAN AGUSTÍN. Sermón. 186, 1. 21 ROYO MARÍN, OP, Antonio. La Virgen María: teología y espiritualidad marianas. 2. ed. Madrid: BAC, 1997, p. 75. 22 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Pequeño ofício da Imaculada Conceição comentado . São Paulo: Artpress, 1997, p. 496. 23 Cf. ROYO MARÍN, op. cit., p. 75. 24 PÍO IX. Ineffabilis Deus , n. 22. 25 CHANTREL, Joseph. Histoire populaire des papes , apud CLÁ DIAS, op. cit., p. 501. 26 PÍO XII. Munificentissimus Deus , n. 21. 27 Ídem, n. 12. 28 Ídem, n. 44. 29 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. El sentido común: la filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas . Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1945, p. 240.
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