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Quien conociese a Jesús, a lo largo de sus treinta años de vida oculta, después de haber visto su nacimiento en la Gruta de Belén, sería llevado a preguntarse por qué el Hijo de Dios escogió un lugar tan pobre para nacer y unas condiciones tan humildes para desarrollar toda su existencia. Esa pregunta podría dar pie a otras más: ¿no podría Él, siendo Todopoderoso, venir al mundo manifestando su gloria y majestad, para hacerse adorar por todos los hombres? ¿No sería mucho más fácil que, actuando así, todos lo aceptasen como el Mesías prometido?
Sin embargo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad prefirió revestirse de la fragilidad de la condición humana, en vez de exteriorizar su grandeza inherente, creando así una sublime paradoja.
Todo en la vida de Nuestro Señor obedece a designios llenos de Sabiduría. Si su divinidad se exteriorizó de forma inequívoca, revistiéndose de poder y fulgurante pulcritud, no sería necesario la virtud de la Fe para creer en Él. Bastaría una simple constatación de la inteligencia y un pequeño esfuerzo de la voluntad. Esa operación se daría de forma similar a la del ojo humano que le basta abrir los párpados para captar la luz y vislumbrar todo cuanto está dentro de su campo de visión.
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Siendo su realeza y divinidad reconocida por todas las categorías sociales, por los poderes civiles y religiosos, ¿qué mérito tendrían los hombres al creer en Él? Ésta es una de las razones por las cuales quiso el Hijo de Dios encarnarse en un cuerpo padeciente, sin reflejar su naturaleza increada y eterna: ofrecer al hombre la posibilidad de practicar la Fe.
A pesar de eso, nunca estuvo la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo disociada de su humanidad. Sería, incluso, un absurdo pensar en un Cristo meramente humano, como hicieron los arrianos y otras sectas. Pero, por otro lado, también erraría quien creyera posible el fracaso definitivo de una Persona que así asume tan débil naturaleza, pues la divinidad es inherente al triunfo, por más que las circunstancias hablen en sentido contrario.
La victoria de Jesús se manifestará sobre todo al final de los tiempos, cuando venga a juzgar a vivos y muertos. Pero, también, a lo largo de la historia, queda patente en la invencibilidad de la Iglesia, decurrente de la promesa de Nuestro Señor a San Pedro; “Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella” (Mt 16, 18). Cualquiera que sea la circunstancia histórica, por peores que sean las persecuciones o las manifestaciones de odio de Satanás y del mal contra la Esposa de Cristo, se puede decir que Ella será no solamente invencible, sino triunfante. Precisamente esa invencibilidad de la Iglesia, del Papa, de Jesús y María, es la que nos recuerda el cardenal Ivan Dias en la apertura del año jubilar de Lourdes: “Aquí en Lourdes, como en cualquier lugar del mundo, la Virgen María va tejiendo una inmensa red de sus hijos e hijas espirituales en toda la Tierra, para lanzar una fuerte ofensiva contra las fuerzas de Satanás, encadenándolo y preparar, así, la victoria final de su Divino Hijo, Jesucristo”.