Nuestra Señora en el Templo de Jerusalén

Publicado el 11/21/2016

El 21 de noviembre la Iglesia celebra uno de los momentos más significativos de la vida de Nuestra Señora: su Presentación en el Templo, cuando contaba con apenas tres años de edad. Según la tradición, la niña permanecería allí en un continuo ejercicio de unión con Dios, hasta la hora de salir a cumplir la augusta misión para la cual había sido predestinada: concebir y traer al mundo al Divino Redentor. En la conferencia transcrita a seguir, el Dr. Plinio teje piadosas consideraciones acerca de esta importante conmemoración mariana.

 


 

En la fiesta de la Presentación de Nuestra Señora, me gustaría comentar algunas reflexiones de San Francisco de Sales a ese respecto, publicadas en el libro “Los más bellos textos sobre la Virgen”. Así se expresa el Doctor Suavísimo:

 

“Es un acto de simplicidad admirable el de esta gloriosa niña que, asida al regazo de su madre, actuaba como las otras niñas de su edad aunque ya hablase con sabiduría. Ella se quedó como un suave cordero al lado de Santa Ana por espacio de tres años, después de los cuales fue conducida al Templo, para ser allí ofrecida como Samuel, que también fue conducido al Templo por su madre y dedicado al Señor en la misma edad.”

 

“¡Oh, Dios mío, cómo desearía poder representar vivamente la consolación y suavidad de ese viaje, desde la casa de Joaquín hasta el Templo de Jerusalén! ¡Qué alegría demostraba esa niña, al ver llegar la hora que tanto había deseado!”

 

“Los que iban al Templo a adorar y ofrecer presentes a la Divina Majestad, cantaban a lo largo del viaje. Y para esas ocasiones, el profeta real David había compuesto expresamente el salmo que la Iglesia nos hace repetir todos los días en el Oficio Divino. Comienza él por las palabras: Beati immaculati in via. Bienaventurados aquellos, Señor, que en tu vía (o sea, en la observancia de los Mandamientos) caminan sin mácula, sin mancha de pecado.”

 

“Los bienaventurados San Joaquín y Santa Ana cantaban entonces ese cántico a lo largo del camino, y con ellos, nuestra gloriosa Señora y Reina.”

 

“¡Oh Dios, qué melodía! ¡Cómo Ella la entonaba mil veces más graciosamente que los ángeles!” Por eso éstos se quedaron de tal forma admirados que, en grupos, venían a escuchar esa celeste armonía. Y los Cielos, abiertos, se inclinaban en los alpendres de la Jerusalén celestial para ver y admirar a esa amabilísima niña.”

 

“Os quise decir eso, aunque rápidamente, para que tengáis con qué entreteneros el resto de este día considerando la suavidad de esa Virgen. También para que quedéis conmovidos escuchando ese cántico divino que nuestra gloriosa Princesa entona tan melódicamente. Y eso con los oídos de nuestra devoción, porque el muy feliz San Bernardo dice que la devoción es el oído del alma.”

 

Contrastes admirables en una niña inmaculada

 

El fundamento teológico de ese trecho de San Francisco de Sales – en el que, a propósito, trasparece toda la dulzura y toda la substancia de sus escritos – es la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora.

 

Ella, concebida sin pecado original, desde el primer instante de su ser estuvo exenta de todas las limitaciones derivadas de la mancha que heredamos de Adán. Entre esas carencias está el hecho de que el hombre nace sin el uso de su inteligencia, lo que sólo ocurre más tarde, a medida que crece y se desarrolla. En Nuestra Señora, no obstante, esa regla no se verificó. Es una sentencia corriente en la Teología que Ella, tan pronto fue concebida, tuvo el uso inmediato de su inteligencia, naturalmente altísima.

 

Ese privilegio singular hacía que, una vez habiendo llegado al mundo, se reuniesen en la excelsa niña aspectos admirables y aparentemente contradictorios. Por un lado, Ella poseía, ya en los primeros pasos de su existencia, una capacidad de contemplación que excedía a los mayores Santos de la Iglesia. Pero, por otro lado, mantenía la postura de una niña, sin exteriorizar la perfección de su alma. Deseaba así, por humildad, vivir como una niña común, de tal manera que quien tratase a la pequeña María tendría la impresión de estar en contacto con una niña igual a todas – excepto por alguna expresión de su mirada o de su palabra –.

 

Tal Hijo, tal Madre

 

Lo mismo se dio con Nuestro Señor Jesucristo, que quería ser nutrido, protegido y custodiado como un niño común, aunque fuese Dios, Señor soberano y Rey del Cielo y de la Tierra.

 

¿Quién podrá imaginar, entonces, en la vida cotidiana de Nuestra Señora y San José, el momento en que era necesario darle de tomar leche al Niño Dios? ¿O en el que era necesario cambiar sus ropitas, y uno de los dos lo toma en sus brazos, lo reclina con todo cariño sobre una mesa y comienza a vestirlo? Sabiendo que, unida a la naturaleza humana de aquél niñito que les sonríe, de ese niño que todo lo entiende, pero parece que nada entiende, está la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, ¡constantemente sumergida en las alegrías, en las grandezas, en la majestad y en los esplendores divinos!

 

¿Quién podrá imaginar la admiración y el aturdimiento que tales contrastes despertaban en San José y en Nuestra Señora?

 

Pues bien, algo de eso se daba igualmente con San Joaquín y Santa Ana, en relación a su hija inmaculada. Aun cuando no tuviesen conocimiento de que Ella estaba predestinada para ser la Madre del Dios Humanado, seguramente comprendían que era una niña destinada a una vocación con vistas al Mesías. Niña que, por voluntad propia, llevaba la vida de una niñita como las demás. Simple, llena de bondad y accesibilidad, dejando que los parientes la colocasen en sus brazos o, tan pronto cuanto fuese capaz de hacerlo, sirviendo a las visitas y dispensando pequeñas atenciones a todos. ¡Ella, Reina incomparable, Soberana del Universo!

 

Cantando, a camino del Templo

 

En esas condiciones, a los tres años de edad Nuestra Señora fue llevada al Templo por sus padres. Y, como ya afirmamos, en el camino iban entonando cánticos y salmos compuestos por el Rey David, obedeciendo a la linda costumbre de los judíos de esa época.

 

Como se sabe, aunque hubiese esparcidas por Judea innumerables sinagogas donde ellos se reunían a rezar y a promover ciertos cultos, el Templo era uno solo, el de Jerusalén. Y los fieles de todo el territorio judaico, y también los de la Diáspora, dispersados por el mundo, iban periódicamente a Jerusalén a participar del sacrificio del Templo. Y para exteriorizar la alegría de dirigirse hasta el lugar donde se manifestaba la gloria y las consolaciones de Dios, al lugar que representaba el vínculo entre el Cielo y la Tierra, era bonito que fuesen cantando. Como – a propósito –, sucede tantas veces en las romerías católicas, en las cuales el pueblo intercala continuamente oraciones e himnos religiosos.

 

Nos complace imaginar los caminos que conducían a la Ciudad de la Paz, en las épocas de visita al Templo, repletos de judíos que llegaban de todos los lados, llenando con sus cánticos los aires de la tierra judaica. En una de esas ocasiones se encontraban entre ellos San Joaquín, Santa Ana y la pequeña María. Sin duda, debería ser bello el cántico de la niña, entonado con una voz inefable, repitiendo el salmo que David, por inspiración del Espíritu Santo, había compuesto para tales circunstancias:

 

“Bienaventurados los que se conservan sin mancha en el camino y andan según la ley del Señor. Bienaventurados los que escudriñan sus testimonios, y lo buscan con todo corazón” (Salmo 118).

 

Es interesante hacer notar que, con una extraordinaria finura de tacto, San Francisco de Sales no comenta la impresión que el canto de Nuestra Señora produciría en las personas a su alrededor. Esto se debe a que, como la Santísima Virgen no dejaba trasparecer su grandeza, era posible que no cantase con toda la perfección que estaba a su alcance. En realidad, una música cantada por Nuestra Señora, sin las limitaciones intencionales por Ella impuestas, ¡tendría que ser el cántico! Antes y después de María Virgen, exceptuando a Nuestro Señor Jesucristo, nadie cantó igual a Ella.

 

Pero si no era dado a los hombres comprender la excelencia de las melodías entonadas por Nuestra Señora, dice San Francisco de Sales que los ángeles la conocían, y por eso se ponían a oír, extasiados, las armonías de alma con las cuales cantaba. Y San Francisco va más lejos: compara el Cielo a una ciudad, la Jerusalén celestial, en cuyos alpendres y terrazas los ángeles se inclinaban para contemplar a María Santísima cantando por los caminos de Judea. Y esa visión los llenaba de una alegría inexpresable.

 

Ápice de la historia del Templo

 

En mi opinión, un pensamiento más apropiado y más bonito que ese, verdaderamente sólo es el que nos sugiere la entrada de Nuestra Señora en el Templo de Jerusalén, el lugar más bendecido de la tierra, envuelto en una grandeza y majestad sacrales, y habitado más aún por la gloria del Padre Eterno.

 

Podemos imaginar el estremecimiento de alegría de todos los ángeles que sobrevolaban el Templo, al ver a Nuestra Señora entrando por primera vez en la Casa del Altísimo, como una Reina entra en aquello que le es propio; ¡como una joya puesta en el cofre donde debe ser guardada!

 

Los espíritus celestiales debían saber, por revelación de Dios, que ese era el momento en que la gran historia y, al mismo tiempo, la gran tragedia del Templo se iban a iniciar. La historia: en breve, el propio Hijo de Dios, nacido de María Inmaculada, entraría por aquellas paredes sagradas. La tragedia: el Templo iba a rechazar al Mesías. Y el fin de esa historia y de esa tragedia serían – en el magnífico decir de un autor eclesiástico (Bossuet) – las pompas fúnebres de Nuestro Señor Jesucristo. O sea, tan pronto como Él expiró, el Padre Eterno comenzó a preparar sus exequias: ¡el cielo se oscureció, el sol se toldó, la tierra y el Templo temblaron!

 

En el caso de éste último, tengo la impresión de que los ángeles recibieron la orden divina de abandonarlo al poder de los demonios, y que éstos hicieron allí una especie de fiesta sacrílega, a la manera de cien mil gatos salvajes sueltos en ese local, practicando abominaciones de toda clase y haciendo estremecer las columnas del otrora edificio sagrado.

 

Pero, a pesar de todo, el Templo conoció su plenitud cuando María atravesó una vez más esos pórticos – que había abandonado para unirse a San José –, trayendo en sus brazos al Niño Jesús, el Esperado de las naciones. Madre e Hijo fueron recibidos por Ana y Simeón, representantes de la fidelidad, los cuales reconocieron a Jesús como el enviado por Dios. Estaba cerrado el eslabón entre los justos de la Antigua Ley y la promesa que se cumplía. Era el ápice de la historia del Templo de Jerusalén.

 

Ahora bien, el primer paso para ese auge se realizó en el momento en que Nuestra Señora, siendo una niña de tres años, se presentó en el Templo con sus padres. ¿Quién podrá describir lo que deben haber sentido en ese momento los Simeones y las Anas allí presentes? ¿Y las gracias, las fulguraciones del Espíritu Santo que se esparcieron por el Templo en esa ocasión?

 

Sigamos, por lo tanto, el consejo del suavísimo San Francisco de Sales: conservemos todos esos pensamientos en nuestra alma y, tanto cuanto nos sea posible, pensemos en ellos serena y alegremente. Máxime en estos tiempos agitados en los cuales vivimos. Nada más recomendable que, al cabo de un día de faena, nos distendamos en la consideración de estos hechos: Nuestra Señora, San Joaquín y Santa Ana a camino del Templo, cantando por los caminos de Judea, mientras en los alpendres de la Jerusalén Celestial los más altos ángeles se inclinan, embebecidos con el alma de aquella niña.

 

(Revista Dr. Plinio, No. 20, noviembre de 1999, p. 14-17, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)

 

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